Cuando pienso en una ballena, la ballena misma no está en mi cabeza. No llevo un cetáceo debajo del cráneo. Cuando hablo de humo, el lenguaje no vaporiza. Pero decimos, con mucha confianza, que tenemos “representaciones” de las cosas. Las llamamos conceptos o imágenes o impresiones.

Pero la verdad es que la imagen que tengamos de las ballenas tiene muy poco que ver con las ballenas en el océano. A lo sumo, llevamos en la cabeza un bosquejo grosero. Nada de lo que desfila por nuestras cabezas es una copia. La memoria, venerable facultad que toma nota de los hechos, varía permanentemente. Nadie recuerda el mismo evento de igual manera. En mi mente, incluso, los recuerdos cobran vida, se mezclan, se rompen, se recomponen. Lo mismo vale para las impresiones. Es así que poblamos nuestra cabeza de dragones, de hadas y de reinos justos. Por las noches las composiciones se vuelven más dramáticas, pero también en condiciones límite.

Sin embargo, no confundimos esta danza de representaciones con una alucinación. Hay una frontera desconocida que admite un grado de variación. También nos queda claro que los pensamientos son reales para nosotros, quizá lo más real, pero que mantienen un hilo secreto con otra realidad, lo que nos permite decir: ¡Tranquilo, solo te lo estás imaginando!

El lenguaje es similar. Las palabras no huelen, no pesan. Y sin embargo, con ellas hablamos de olores y de pesos. Suprimidas quedan las cosas, pero también la experiencia de ellas, es decir, el famoso “sujeto”. Las palabras no son de nadie. También decimos que ellas no son el mundo, pero con ellas nos referimos a todos los asuntos del mundo. Pero, como con el pensamiento, ellas no tienen un átomo de las cosas a las que se refieren. Y claro, hablamos y escribimos sobre gigantes, sobre dioses o cuadrados redondos. Pero reclamamos con justicia: ¡hechos, no palabras! Hay palabras desgastadas, palabras vanas, palabras vacías. Lo que no sabemos es dónde está el fondo del cual beben para poder significar.

Todo esto es cosa vieja. Asunto de siglos. Nos acostumbramos a hablar de dos fuentes de nuestra experiencia: el contenido y la forma. Lo formal es el pensamiento y el lenguaje. El material es el mundo, las sensaciones, las cosas. Cómo se supone que las formas tocan los cuerpos es sin duda enigmático. Pero del siglo XIX se constituyó como misterio un nuevo formalismo: el del dinero. Este, se dice, cumple tres funciones: unidad de medida, medio de intercambio y almacén de valor.

Pero todas estas funciones fueron reconocidas por los economistas clásicos simplemente como valor, o bien valor de cambio o de mercado. El dinero representa el valor de las cosas en términos cuantitativos y en última instancia define los precios de las mercancías. Pero las mercancías no solo tienen un valor, sino que son cosas determinadas: un mango, un par de zapatos, un automóvil. Incluso los servicios son algo determinado: una asesoría, un masaje, una terapia psicológica. Este lado de la mercancía se llama utilidad o valor de uso. Ya tenemos suficiente para reconocer el viejo problema con el que comenzamos.

El precio representa el valor de las cosas, pero la palabra “valor” significa dos cosas: un número, como el precio, y una utilidad. Pero el precio no solo no dice nada de la mercancía concreta, sino que tampoco dice nada de la utilidad. El mundo es una selva de precios que resultan más importantes que las cosas mismas. En los precios no hay un átomo de la cosa valuada. Los precios, parece, pueden subir y bajar a capricho, pues solo importa que alguien los pueda pagar. No hay precios naturales ni artificiales, ni justos ni injustos, sino solo precios, los cuales subirán y bajarán de acuerdo con las fuerzas del mercado. Pero no. Se dice que hay una relación entre los precios y el valor de uso o subjetivo. Que los precios no se mandan solos, que no juegan en el aire. La subida y bajada de los precios de las acciones en la bolsa parece convencernos de lo contrario.

Este precio no depende directamente de la producción, ni se deduce del consumo. Es una resultante de múltiples variables. Una de ellas, la más importante, es el prestigio de la empresa y lo que esta pueda prometer. De ahí se sigue un poder económico y político sobre el mercado, la sociedad y el Estado, de ahí que muchos declaren que el capital no es más que una medida de poder. Pero no. Las monedas se devalúan. Las burbujas explotan. Toda especulación se enfrenta con el peso de la “economía real”, aunque nadie sepa bien qué es eso.

Pero no podemos pensar lo otro del pensamiento, pues nos encontramos ya pensando. Y no podemos decir el más allá del lenguaje sin echar uso de este. Tampoco sabemos de lo que está más allá de los precios sino por desajustes en ellos, como la inflación o la caída de la bolsa. Sin embargo, el hecho mismo de que haya pensamientos y palabras vacíos y precios insostenibles basta para probar que estos tres sistemas no son autosuficientes. El enigma, el verdadero y único enigma, es cómo se enlazan ser y pensar, ser y lenguaje, valor de uso y de cambio. Y claro, las otras combinaciones como pensar y lenguaje; lenguaje y valor de cambio, ser y valor de uso, etc. Pero eso es otro asunto.

Por un lado, se habla de “indicadores económicos”, de precios, de balanza comercial, de PIB, de inflación, de tasas de interés e indicadores bursátiles. Aquí todo son números, gráficas de ciclos y de supuestos puntos de equilibrio. No es sorprendente. Las teorías económicas dominantes conciben los precios como un sistema de información. Se preguntan cuándo la información circula de manera transparente y cuándo hay distorsiones. Pero unos y otros se equivocan porque piensan que existen precios reales, solo que hay condiciones mejores y peores. Un precio no es real ni irreal, es un valor asignado a una mercancía en relación con otra mercancía.

Lo misterioso es cómo se relaciona este precio con la utilidad que posee una mercancía para una persona o una sociedad, o el valor que le atribuye. La pregunta es cómo la valoración individual, subjetiva y cualitativa de las cosas del mundo, su sentido, se transforma en un valor colectivo, objetivo y cuantitativo, como el precio. ¿Cómo se articulan sentido y dinero; sentido y deseo; deseo y dinero? Esta es la operación enigmática.

Hay que distinguir lo formal del contenido. Sin embargo, lo formal no es nada sin un contenido. Y todo contenido tiene una forma. Adicionalmente, lo formal y lo material no varían al mismo tiempo y en la misma medida. Asuntos tan simples producen los problemas más graves en la filosofía, la lingüística y la economía. Pero no solo en las disciplinas, sino en el mundo que llamamos real.

El último episodio de este nudo lo constituye el mundo informático. Todo parece ser susceptible de codificación en ceros y unos. Imágenes, sonido, movimiento. El cuerpo puede medirse en indicadores esenciales: niveles de hemoglobina, oxigenación, frecuencia cardíaca, capacidad pulmonar. Las ondas cerebrales pueden también ser descritas por patrones. Las acciones humanas se pueden registrar, agregar y analizar hasta el punto de volverse predecibles. El “algoritmo” conoce mejor nuestro deseo que nosotros mismos. Ya puede predecirse qué desearemos antes de desearlo, se pueden predecir comportamientos masivos en los estadios como el clima. Hoy la informática ha penetrado los dominios del pensar, del lenguaje y, naturalmente, de la economía. Ella se ha colocado por encima de la última gran abstracción humana, que era el dinero y el sistema económico. La informática es, a la vez, lenguaje, pensamiento y economía.

Los modelos se refinan más y más. Las computadoras vencen cualquier volumen de datos. El ojo de la IA rebasa ya a los humanos en precisión cuando se trata de detectar cáncer a partir de la interpretación de placas. Pero todo ese mundo de información que captura letras, imágenes, videos, sonidos, e información en general sobre signos vitales, comportamientos humanos o partículas elementales, es, en el fondo, algo vacío sin la materia y la energía. No solo la información es un fenómeno que puede interpretarse a partir de la segunda ley de la termodinámica, sino que debe ser leída como un fenómeno físico, de naturaleza energética.

La inteligencia artificial es sorprendente en capacidades, al tiempo que increíblemente estúpida. La estupidez artificial es análoga al colapso de una burbuja inmobiliaria, a una promesa no cumplida, a una palabra vacía, a un pensamiento vano. Estamos todavía lejos de comprender la frontera entre el mundo algorítmico y no algorítmico; entre lo calculable y lo no calculable (en sentido radical y no por falta de potencia); entre la necesidad, el azar y la libertad. Pero debemos estar atentos, por cuanto una crisis informática puede arrastrar consigo crisis económicas, lingüísticas y cognitivas.