Hicieron carpas de la nada misma en la calle.
Tienen colores como azules y hasta se pueden guardar equipos de grabación adentro, pero no se sabe cuánto van a durar ahí. Es que la pobreza se los está comiendo vivos, les deja pozos en sus caras cándidas que no se animan a mirarla a ella, quien camina toda brillante, enjoyada.
Se siente como una luz verdosa. Y conoce bien el color de la estela que dejan sus pasos, pero no puede acordarse de su nombre. Quizás empiece con “S”.
Tiene un papel en su bolsillo con palabras que no entiende y dice algo como “Sri”, podría ser también una dirección. Porque esta muchacha “S” estaba yendo a documentar un encuentro que en su momento le parecía importante, pero que ahora no tiene sentido porque ¿dónde dejó la cámara? ¿Qué es “cámara”?
Desde que vio cómo se armaban las carpas entró en la niebla mental.
Parece que está en una feria porque todos venden algo, chucherías y cosas que no le llaman la atención, comida que no va a probar.
Ya está muy segura de encontrarse en una isla y de que el lugar a donde va rima con Teresa, o Santa, o es un monte santo, o una colina que tiene una casa que se llama Teresa, o la que vive dentro es una Santa que alguna vez fue Teresa, o Tessa, o Tisha o es ella la santa, o solo se llama Sarah.
La tienen que llevar a un sitio, hay algo acordado, pero qué difícil se ve todo. No entiende qué pasa, las lenguas son mezcladas, hablan el mismo idioma pero son tantos los dialectos y no le gusta lo que le dicen. Cada cual está en la suya y aunque no la molestan ni le rozan siquiera el borde de su seda, es como si confabularan para ignorarla.
Está sola, no sabe quién es, y los papelitos que tiene guardados en la ropa carecen de sentido. Los da vuelta, los arruga y nada. ¿Dónde quedó la sensación de seguridad que tenía cuando arrancó a caminar?
— La mujer del fondo te va a ayudar, pero tienes que ir todo hasta el final —hizo tal énfasis en “todo” que alargó los puestos y le sumó metros a las cuadras— apúrate antes de la procesión.
El dialecto acelerado de la vendedora se perdió cuando alguien más miró sus telas, de tres por dos a la mejor calidad, bien baratas, sobre todo para una mamá tan linda, ¿le van a comprar una estampa a la santa?
De nuevo, “S” se mueve por ahí sin un nombre. Tampoco nunca preguntó quién la va a ayudar y lo de “la mujer del fondo” es relativo, nadie puede decir cuál es el final de eso que nunca parece acabar.
A simple vista la feria es una línea recta sin horizonte, pero bien podría ser un espiral y acabaría dando vueltas hasta la muerte en un círculo ruidoso lleno de manos que arrebatan todo a todos menos a ella. Puede que sea suerte, o puede que esté maldita, que sea una paria, ¿cómo saberlo?
— ¿Me llamo Sarah?
¿El hombre asintió o hizo una reverencia con la cabeza? No entiende a esas personas.
Mientras más avanza se van acabando los puestos y empiezan las casas precarias, pequeñas, pero para esta “S” ya no son tan malas, sobre todo la última, cerca de un muro blanco, al borde de la calle cerrada donde ladran perros y los loros le gritan “puta” desde sus jaulas.
— Me dijeron que me puedes ayudar.
— Sí, linda, yo sé dónde queda tu casa.
— ¿Mi casa?
Hicieron cortocircuito los cables de la memoria, todos enredados en tiempos cualesquiera, indistintos los unos de los otros. La mujer tiene dos hijos que parecen perros o perros que parecen hijos. Ella no es una perra, pero come sus pastillas, son como galletitas. “S” se sorprende de que tenga algo para comer.
— Tienes que estar agradecida —le recuerda.
Los hijos van a ir también porque el viaje es largo y ya no pueden volver por la misma calle por culpa de la procesión inmensa, es una ola de gente y hay mujeres con los pelos tapados. A “S” le da mucha rabia que se cubran la cabeza.
— ¿No te viste? —la mujer se ríe de ella— tú también te tapas.
Se quita el velo.
— Déjatelo, no seas tonta —Sale de la casa con un bolso al hombro—. Tenemos que subir ese montecito para que no nos agarre la procesión.
¡“S” sabía que había una colina en algún lado!
Le pregunta si se llama Sarah, a lo que la mujer le dice que ojalá pudiera recordar quién es en realidad. Pero no le responde, así que “S” ahora decide que es Sarah y luego verá si es así o no, cuando llegue a esa casa que queda por allá lejos, pero no tanto, de lo contrario no irían a pie y sin caballos.
El camino debe ser una cosa traumática, porque Sarah no tiene recuerdos de ese trayecto, o es que no está tan metida en ese cuerpo o no se está ajustando bien a ese tiempo. Como que no encaja, ¿por qué iría a un lugar tan lejos si es un sapo de otro pozo? La respuesta está en la mujer que les abre la puerta, tiene una gargantilla de perlas de cultivo que le da siete vueltas alrededor del cuello y la línea final le cuelga hasta los senos. Es canosa, es incómoda, ella en realidad no tiene la respuesta, pero llama al señor. Real, es “el señor”, dueño de la casa, pastor de los ajos, protector del patrimonio y el final de todos sus caminos.
— Hay que darle algo a esta mujer y sacarla —la aperlada se refiere a la madre de los perros.
— ¿Te podés ir? —Él habla sin dejar espacio a la desobediencia y se sienta con Sarah en sus sillones de toda la vida.
Cada cosa dentro de la casa es desproporcionadamente grande, no se ajusta a la realidad de afuera. Además, brilla mucho, como Sarah, quien tampoco se ajusta a nada conocido, sólo a él, la razón de todas sus andanzas. Tiene una profunda sensación que ese es el fin de una búsqueda imposible que creyó nunca terminar, pero terminó. Qué cansancio, qué ganas de galletas. Se come las de su guía, se disculpa, le ofrece el mundo como pago, pero ella solo se quiere bañar con espumas.
— No entiendo qué cosa era esa que traía al cuello, es mágica.
— No es mágica, pero nunca salís sin ella.
— Ya no me acuerdo de nada, señor.
— Conmigo no te acuerdes de nada, yo pienso por ti.
Y por fin ya no quedó más nada que ese momento de espumas, perros, y estatuas grandes como los árboles.