Decían en el barrio que las hermanas Cárdenas hilaban destinos. No era metáfora: bastaba con espiarlas en la penumbra de la galería, cada tarde, balanceando los dedos con una precisión que rozaba la liturgia. Sus manos se movían como si obedecieran a un compás secreto. Pedro las miraba desde el ventanal del caserón de sus abuelos, donde pasó aquellos veranos infantiles que luego habrían de volverse nostalgia.
La mayor, Teresa, tenía un gesto severo. Guillermina prefería el silencio antes que la explicación, tal vez hablar tenía para ella un costo que no estaba dispuesta a pagar. Juntas conformaban un ritual viviente. Tejían en simultáneo, cuando una empezaba una hilada, la otra la completaba, y no había testigo capaz de discernir qué parte del mantel, la mantilla o la bufanda correspondía a cada una.
Con el tiempo, Pedro comprendió que no tejían por encargo. Tejían por presagio.
Lo descubrió un mediodía de enero, cuando salió del almacén de la esquina. Ambas trabajaban sobre una pieza de lana azul. La urdimbre mostraba un dibujo extraño, casi un mapa. Lo reconoció de inmediato: era el sinuoso sendero que llevaba al molino derruido donde acostumbraba a refugiarse para leer. Lo habían trazado con una exactitud inquietante. Pedro se detuvo, observó el diseño, saludó con cierta torpeza y sintió un leve estremecimiento, como si alguien hubiera examinado sus pensamientos más íntimos y los hubiese transformado en textura.
La curiosidad pudo más que el pudor. Esa noche no durmió. Escuchaba, desde la cama, el rumor del viento atravesando las tejas y ahuecando, con su abismo, las paredes. Se incorporó despacio y se asomó a la ventana: las encontró a la intemperie, como si el tiempo no las afectara, todavía tejiendo bajo la pálida luz amarillenta del farol de la avenida. Estar ante aquella escena le resultaba algo intimidante y al mismo tiempo, lo maravillaba.
A la mañana siguiente Pedro habló con su abuela. Ella le aconsejó que no se metiera, que cada barrio tenía sus misterios y que a algunos convenía dejarlos intactos. Su advertencia, lejos de amedrentarlo, se convirtió en un desafío y fue directo a ver a las hermanas con la excusa de comprar una manta. Teresa lo invitó a pasar. Guillermina no levantó la mirada. Le mostraron varias piezas dobladas con esmero sobre una mesita. Si bien eran hermosas, ninguna se parecía a la que había visto el día anterior.
Preguntó por ella. Teresa respondió:
—No todas las telas están destinadas a ser vendidas.
—¿Para quién era esa, entonces? —insistió Pedro.
—Para quien la necesite —contestó sin titubear.
Esa frase le quedó rondando. Durante semanas evitó el molino, temeroso de encontrar algo que no pudiera o no quisiera enfrentar. Sin embargo, la inquietud crecía. Al final, cedió al rapto y fue. En el suelo, entre las piedras, halló una manta azul cuidadosamente doblada. Era la misma. Una ráfaga de aire templado le rozó la cara. No había nadie alrededor. Sintió una interpelación muda. La tomó, con una mezcla de temor y gratitud.
Llevó la manta a su casa y la extendió sobre la cama. Tenía un tenue olor a lavanda. En su diseño se insinuaban otros contornos, algunas figuras nuevas, como si el mapa hubiera mutado. Se la mostró a su abuela, quien la examinó con detenimiento, tocó la trama y suspiró...
—¡Sabía que tarde o temprano te iba a llegar! —exclamó con los ojitos húmedos.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Porque hay historias que comienzan antes de que uno nazca.
Ese verano fue el último en el hogar de sus abuelos. Su padre anunció que se mudarían a la ciudad. Vivió el traslado como un desarraigo prematuro. En las cajas de cartón guardó libros, juguetes, cuadernos... y la manta. Nunca supo por qué se encaprichaba en conservarla. Intuía que le pertenecía de un modo que no alcanzaba a entender.
Pasaron los años. La vida adulta lo arrastró a ocupaciones urgentes, ausencias, viajes múltiples, soledades, pérdidas inesperadas y alguna que otra victoria. La manta azul quedó en el fondo de un placard, envuelta en papel de seda. Jamás la usó, aunque a veces, cuando lo invadía un vacío gélido que no sabía cómo nombrar y necesitaba retornar a su infancia de alguna manera, le bastaba con apoyar la mano sobre su superficie para sentir un calor antiguo, familiar.
Cuando murió su abuela, regresó al barrio. Anduvo por las calles con la sensación de caminar dentro de un sueño. Las hermanas seguían allí, más encorvadas quizá, pero igual de imperturbables. Pedro se acercó. Teresa sonrió apenas; Guillermina lo miró a los ojos por primera vez.
—Hiciste tu camino —dijo.
—¿Aquella manta…? —Se lo oyó balbucear.
—Nunca fue una manta —lo interrumpió Guillermina—. Fue tu brújula.
No se sorprendió demasiado y hasta se animó a preguntarles si ellas seguían tejiendo destinos. Las dos negaron con un movimiento tan sincronizado que parecía formar parte de una coreografía.
—Los destinos se tejen solos —agregó Teresa—. Nosotros apenas acercamos sus hilos.
Al irse notó sobre la mesa una nueva labor. Tonos marrones y trazos sutiles. Con un sobresalto tardío, reconoció una figura... la silueta de su casa actual, en la ciudad, con sus ventanas altas y el jardín angosto. En el centro había algo más: una minúscula espiral luminosa.
—¿Qué significa? —preguntó.
—Lo que vos quieras ver —murmuró Guillermina.
Esta vez, le permitieron comprarla, posiblemente hayan percibido su angustia.
Ese sábado tuvo la sensación de que cada palabra, cada omisión, participaba en un diseño mayor. Entonces comprendió: la espiral era una especie de llamado. Una invitación a revisar sus propios hilos, a decidir qué urdimbre deseaba continuar.
Se dirigió a la vivienda que había sido de sus abuelos. Ya no sentía frío, aun así desdobló la manta amarronada que había dejado en el sillón para envolverse con ella. Al mirar sus líneas mutantes, se vio en cada curva y en cada desvío. Y ocurrió algo que no le había sucedido en años… sintió que podría quedarse. Que la agitación, esa maratón perpetua que había elegido, no era la única forma de estar en el mundo.
Otorgándole el beneficio de la duda a aquella reflexión acaso intempestiva, abrió las ventanas. La luz cayó sobre la manta y encendió puntos que antes no había visto. Pequeñas hebras de color naranja cruzaban la trama como si alguien hubiera bordado, en secreto, un recordatorio. O una promesa.
Pensó en las hermanas, en sus manos sabias. Pensó en todos sus rodeos, sus exilios, sus regresos parciales, sus imposibles o incompletas treguas. Y comenzó a entender que el hogar no era un domicilio sino una fusión de presencias, un modo de habitar la propia historia sin renegar de sus mitos ni de sus grietas.
En ese preciso instante vio los patines de lana anaranjada que su abuela solía colocar en la entrada después de encerar el piso. Aceptó el impulso de leer una vez más lo que había bordado en ellos y sintió que la calidez de aquella frase lo había estado esperando allí desde siempre:
Una casa no abriga. Un hogar, sí.















