…pero aquí la verdad viene de mayor a menor,
usted le cree a él y no me cree a mí,
y el hilo se corta por lo más delgado.(Imaginaria – Rodolfo Walsh)
Lo que más extraña Saucedo son las milanesas de la vieja. No han pasado veintisiete días de su reclutamiento y al correntino nada lo tortura más. Ni los destratos de sus superiores, ni las raneadas a cualquier hora, ni el levantarse a las cinco al llamado de un pito en pleno monte de Mercedes, ni el andar todo el tiempo cagado de frío y maldormido. No. De todas las penurias de la colimba, lo que en verdad castiga al correntino es el hambre atroz. Aunque día a día arrase con lo que le sirvan en el comedor, aunque cada vez que pueda se fume un armado o se masque una media docena de chicles, el cuerpo de oso a Saucedo siempre le pide un poco más.
Su hermano mayor –que ya cumplió con este servicio militar de mierda– le había dicho que hiciera sociedades, que así se sobrevive, más aún en el desierto del interior. Hacer sociedades es –le había explicado– conectarse con soldados viejos, con infames coroneles, con cocineros de la cuadra, y con ellos intercambiar servicios y bienes. Dos o tres veces el Saucedo mayor le había tenido que explicar la idea. Porque su hermanito es tan grandote de cuerpo como chiquito de cerebro. Pero, al final, pareciera ser que el Saucedo chico mucho no llegó a entender. Porque desde que cayó al regimiento todavía no ha conocido a nadie. El Sauce está solo con su hambre de perro y extrañando las milanesas de la vieja.
En la compañía clase 91 también anda el recluta Gómez, un santafecino que no es muy bien visto ni por los rasos ni por los condecorados. Quizás por su cara filosa, como de rata, quizás por su cuerpo huesudo y maloliente, quizás por su afán de caerle bien a Dios y al Diablo, lo cierto es que Gómez produce rechazo. Todos en el cuartel le evitan la presencia y a menudo lo tildan de cagador. Pero como con él no se mete, a Saucedo mucho no le importa. En realidad, al Sauce no le importa otra cosa que no sea el comer. Porque el hambre lo trabaja todos los días, puntual, acechante, insaciable.
En estos últimos días, Saucedo anda muy cansado. Cuando su cuerpo se agota de pedirle comida, se resigna y se apaga. La cabeza toca la almohada y el correntino duerme como el oso que es. Y el despertar se le vuelve muy trabajoso. Quizás a causa de ese sueño pesado, una madrugada, cuando los jefes pasan revista de sus pertrechos, el Sauce nota que le han robado sus borceguíes. La raneada que se come por este descuido es legendaria. Al finalizar el baile, su sargento le advierte que, para evitarse otra jornada similar, mejor que al otro día le exhiba su uniforme completo. Esa noche, el de Corrientes se quiebra como el pendejo bruto y bonachón que es. No sabe cómo solucionarlo y llora. Lejos de su casa y solo, se tapa con la almohada y llora por casi todo: por el cansancio, por el hambre, por su vieja. Mi viejita me cuida, dice como en rezos. Ella no me dejaría sufrir.
En la oscuridad, el Toba Granados –un chaqueño que ya ha recibido la baja para el fin de semana– se apiada de él. Dejá de chillar como nena, le dice en la oscuridad. Te van a marcar de flojo y la vas a pasar como el culo. Y ahí nomás, le pasa un par de borcegos. Probatelos, le dice. Creo que calzamos más o menos igual. A Saucedo, los zapatos le quedan un dedo chico, pero eso no es problema. El problema es que no tiene cómo pagarlos. Ni te calentés, le dice Granados. Yo me arreglo. Vos cuidá tus cosas porque te marcaron y van a volver. Y antes de voltear a dormirse, le enseña el truco: atalos a la pata de la cama.
Esa misma madrugada, al de Corrientes lo despierta un sacudón. Alguien arrastra su cama. Es el ladrón de borcegos, claro. En la oscuridad y dando un salto, manotea el bulto al voleo. Los cuerpos se van al suelo. Ante el desbande general, las luces se prenden. Saucedo mira de quién es el cuello que aferra con ganas: de Gómez, no podía ser de otro. La ira, de pronto, lo quema. Quiere seguir apretando, pero ante el “qué carajos pasa acá” de los superiores, el Sauce calla. Y callado, acepta el nuevo castigo. Las cosas se le están complicando. Pero, aunque no sabe bien cómo, ya va a tener tiempo para arreglar cuentas.
Sin embargo, Gómez es bicho. Además de cagador, es de los bichitos que se las saben todas. Sabe del hambre del correntino y, cuando Saucedo lo viene a buscar, lo apacigua convidándolo con una picada grande: quesos, fiambres, aceitunas. Hasta algo de milanesa que, a la distancia, un poquito se parecen a las de su vieja. Mientras el Sauce devora, el santafecino le conversa. Que no era personal, le dice. Que hay que sobrevivir como sea, que su negocio es el intercambio. Y para cerrar rencores, le tira el dato: todo esto lo saqué del almacén.
Ahora Saucedo está interesado. Cuál almacén, pregunta. El de la cocina, el galpón de allá al fondo, dice Gómez. Ahí guardan de todo. Es para los suboficiales. Y cómo hacés, le pregunta el correntino. Gómez le cuenta que en la parte de atrás hay ventanitas de ventilación. Están altas, le dice, pero cerquita hay muchos árboles, y las ramas tocan la pared. A la madrugada, le cuenta, elijo una, me trepo, meto el brazo y algo agarro. El Sauce lo escucha maravillado. Pero no se dan cuenta, le pregunta. Hay tanta mercadería ahí que ni saben lo que tienen, dice Gómez. Imaginate. Y a nosotros nos cagan de hambre los hijos de puta.
Saucedo no sabe mucho, pero sabe que Gómez tiene razón. Nos cagan de hambre, repite. Y algo le dice que robarles a hijos de puta es un acto de patriotismo. Es fácil, lo estimula Gómez. Te enseño cómo. Y es un trato para zafar definitivamente de la paliza. Saucedo acepta. Hay que sobrevivir, se dice. Y también: es lo que me dijo mi hermano. Hay que hacer sociedades. Ahora lo entiendo.
Al amanecer, se desarrolla la operación. Oculto en unos arbustos, Saucedo lo ve trabajar como comadreja. No puede ser tan fácil, piensa. Pero el trabajo de Gómez es sencillo. Y también, impecable. Esa noche, de nuevo invitado por el de Santa Fe, el correntino probará unos embutidos de primera marca. El guampaseca hasta se ha conseguido un par de tintos, quién sabe de dónde. A Saucedo le brillan los ojitos. No te enloquezcas, correntino, le advierte Gómez. Sé lo que estás pensando. No hay que saquear muy de seguido. Mejor, dejame a mí, le dice. Yo te consigo a cambio de Pero Saucedo ya no lo escucha. Solo escucha ese hambre omnipresente que no lo deja pensar. Que lo incita a actuar. Luego de esas dos cenas con el santafecino, al Sauce la chance de hacerse con esos manjares lo volverá codicioso. O, lo que es lo mismo, lo volverá imprudente.
Ya en la siguiente madrugada, el correntino se manda. Aunque es grandote, trepar árboles está entre sus habilidades. Pero su peso y su tamaño pueden ser un problema. Las ramas se arquean y no lo dejan ir muy alto. Apenas si alcanza la primera ventana, una bastante estrecha. Saucedo calcula. Duda de que su brazo de oso pase por ese huequito. El de Gómez es un hueso escurridizo, piensa. Tal vez debería dejar nomás que él me consiga. Pero el compendio de olores que sale de la ventanita ya abierta no lo deja razonar. El Sauce solo mete la mano, el brazo. Con dificultad, lo mete hasta más allá del codo y sus dedos arañan el vacío buscando agarrar lo que se pueda. Algo, hay algo ahí, se dice al presentir una rugosidad como de paquetes. Muchos paquetes. Son muchos y están como
Entonces, el grito lo estremece. Y a continuación, una fuerza grande lo atrapa desde adentro. Acá está, lo tengo, tenemos al ladrón, gritan desde el otro lado de la pared. Y también: salgan, salgan a agarrarlo. Saucedo se sabe pillado. Intenta sacar el brazo, pero entre su tamaño y la violencia con que lo aferran dos, cuatro, ¿cuántas manos?, se vuelve imposible. El correntino escucha el ruido de borcegos corriendo a todo trapo y se asusta. Porque algo en su cerebro le grita: pensarán que siempre fuiste vos. Y las voces del almacén que le gritan «Te agarramos, hijo de puta. Por fin te agarramos» no hace sino confirmarle que no hay caso, no hay cómo explicar nada.
¡Puta, qué mierda!, grita Saucedo cuando ve la bandera que se mece al costado del almacén. Recuerda lo que le dijo el santafecino: esto es de los suboficiales. La que te espera cuando te agarren, parece susurrarle el símbolo patrio. Me trituran y me pudro en el calabozo, piensa el correntino. Y también piensa en su vieja, en las milanesas, en su hambre y en el maldito brazo justiciero que se le ha vuelto en contra: su propio cuerpo es su peor enemigo. Por qué tengo que ser tan grandote, se dice. Si fuera una piltrafa como Gómez. El correntino se desespera. Y se revuelve en su trampa de brazo quieto. Más aún cuando escucha el batifondo que se acerca desde algún lugar allá adelante. A paso marcial, el batifondo. Y cada vez más cercano.
Tenés que salir, le grita su cabeza. Tenés que rajar de acá, correntino bruto. Entonces Saucedo se la juega entero. Tironea, tironea con todas sus fuerzas de oso y siente el gemido del esfuerzo propio y de los del otro lado de la pared. Quedate quieto, hijo de puta, le gritan. Pero el Sauce no escucha más nada. Aferrado al tronco del árbol, se sacude y tironea como una endemoniada caña de pescar. Y es tanta la tensión de su corpazo que la rama de pronto cede y lo hace caer. Tan pesado y violento es el vacío repentino, que el brazo se suelta entre dolor de tendones y aullidos de huesos. El correntino cae como traste y al instante siguiente ya está corriendo desaforado. A pesar de su tamaño, correr también está entre sus habilidades. Y Saucedo corre mucho, corre sin mirar atrás, sin mirar adelante. Solo piensa en correr con la boca seca y los oídos alerta al batallón que, seguramente, lo persigue en cacería.
Entre esa carrera loca y sin norte, el correntino se cruza con un guardia que, tal vez arrancado de algún sueño, le balbucea el obligatorio ¡Alto! ¡Quién vive! Saucedo ve que es el jujeño Castro. Y, por una vez, se ilumina. Tranquilo, Castrito. Soy tu relevo, le dice jadeando. Castrito, que es menos iluminado que él, le retruca sin embargo que no puede ser, que aún no es hora. Y también le pregunta por su arma. Saucedo no puede retroceder. Salí apurado, le dice. Me olvidé. Y poniéndose firme delante: dame la tuya. El jujeño duda. El correntino no. Le saca el arma, le dice que no diga nada, que después le consigue cigarrillos. Sin dudarlo, con firmeza, se lo dice. Y eso también es negociar.
Por más que vacile, el de Jujuy no tiene alternativas. El de Corrientes es un maldito oso, piensa. Y se lo ve muy sobresaltado como para seguir estorbando. Bueno, dice. Me voy a dormir. Yo que vos, me apuro, le aconseja Saucedo. Castro no entiende, pero no se anima a preguntar más nada. Caminando rápido, se pierde por un pasadizo, de esos que nadie sabe dónde llevarán. Pero que sirven para olvidarse del problema.
Saucedo se queda solo. Y solo, entonces, trata de parecer un centinela normal. Es difícil. Le duelen el brazo, la cabeza, algunas costillas. Y entiende lo cerca que estuvo. Por qué le hice caso a Gómez, se pregunta. Por unos putos fiambres, piensa. Y también piensa en las milanesas de la vieja. Mi viejita me cuida, dice como en rezos. Ella no me dejaría sufrir. Estos hijos de puta nos cagan de hambre, piensa de pronto. Y eso le enciende la bronca.
Pero por ahí nada ha terminado aún. Al rato, el Sauce ve llegar a los soldados. Parece una compañía entera la que se le viene al humo. ¡Alto! ¡Quién vive!, les grita al montón. Tres veces les grita. Los colimbas siguen con su carrera hasta que un tiro al aire los empieza a frenar. Tranquilo, viejo, le dice alguno. Somos del almacén de los suboficiales, le dice otro. Perseguimos a un fugitivo, le dice otro. No lo viste vos, le pregunta otro. Yo no vi nada, responde Saucedo al montón. Retrocedan ya. Y con movimientos de milicia, se afirma en el arma cargada, en el ojo de fusil.
Entonces llega el Jeep. Cuádrese, soldado, le ordena un tipo alto y de pelo blanco que baja desde el asiento de acompañante. Soy el teniente Yegros, se presenta. Y se le pone cara a cara. Detrás del teniente, los colimbas cuchichean. Es él, es él. Es el mismo brazo, el mismo vozarrón. Estoy seguro. Saucedo no sabe qué hacer, cómo seguir. Mi teniente no se llama así, le sale decirle al jefe canoso. Y también le sale el apuntar firme, el dedo en el gatillo, el poder de fuego en su arma quieta.
Baje el fusil, soldado, ordena Yegros. Es una orden. Tendrá que acompañarnos. Y se adelanta a cumplir el arresto, la sentencia. Saucedo nunca ha sabido mucho, pero ahora sabe que está perdido. Y también, que en un calabozo, el hambre no le dejará de roer. Piensa en las milanesas. Y por añadidura, en su querida –y tan lejana– viejita. Por esas causas de las evocaciones, o tal vez por sus consecuencias, algo en el soldado se afloja en llanto. Algo también lo rebela. Mi viejita me cuida, dice como en rezos. Ella no me dejaría sufrir. La noche, las lágrimas, no lo dejan ver mucho. Pero Saucedo sigue murmurando su plegaria. Las descargas de su fusil no alcanzan para interrumpirle la voz.