Tenemos un coche o un carro prestado con el que culebreamos por la carretera estrecha pero majestuosa que sale de Bogotá. Estamos contentos. Me llevas a Guatavita, me llevas a El Dorado. Reímos. Me pregunto si dejamos atrás casi todos los fantasmas. Me gusta de ti que no impones tu desesperación ni tu angustia y no me gusta de ti esa frialdad que me hace dudar si es que ni siquiera sientes desesperación o angustia, si es que ni siquiera sientes.

Me encanta el camino a ese hotel del que no sabemos ni la dirección. Qué locos, esto es Colombia y se hace de noche. Paramos en un restaurante de polacos a comer champiñones. Todo oscuro y nos ponen velas, me siento bien, estoy casi emocionada. Seguimos conduciendo de noche y nada me asusta. Me encanta que me digas, si no lo encontramos nos devolvemos. Y nunca hagas ademán de devolvernos. Si seguimos siempre, al final lo encontraremos. No quieres devolverte, mi amor, es eso. Ese verbo ya se me ha pegado, ya lo pienso y lo digo.

Huasca, Huasca, qué nombre, cómo resuena a chasquido, chas, huas. Y Guatavita, un nombre juguetón. Sí, vamos a parar y preguntemos, que es noche cerrada y no llegamos y no me quiero devolver. No, mi amor, pregunta tú. Que es de noche y no sabemos dónde estamos. ¿Cómo es que se llama ese poncho que llevan todos los señores? Y aquí estamos, mi amor, en una habitación gigante en una decadente hacienda colombiana. Le estás diciendo a la siniestra chica que nos atiende que has visto en la web una habitación que se llama biblioteca y quieres esa. ¿Cómo así tan detallista? Estas cosas me ablandan. Biblioteca, qué emoción.

Despierto exactamente igual que me dormí, floja, flotando, en la misma posición de placer y de calma pero con el desasosiego de que otra vez es una mañana en que despertamos juntos y nos acostaremos en continentes distintos. Ya me voy, me estoy yendo. Sigo quieta, sin moverme. Duermes. Te miro. Es un sí y es un no. Pero me queda poco tiempo. Trepo por tu cuerpo con ganas y sin miedo, con miedo y sin ganas. Qué habitación, creo que nunca hicimos el amor con un techo tan alto y con esa sensación de aire libre, de naturaleza salvaje. Nuestro micromundo siempre ha sido urbano.

Desayunar huevos pericos, jugo de guanábana, chocolate, arepas y de fondo el crepitar de la chimenea y boleros. Cantas boleros (ya me los cantabas en Madrid). Y mi mente se relaja tanto que se va y llega a otros lugares: hasta un desayunar mozzarella de búfala, descalza en una luminosa cocina milanesa, escuchando muy lejos el mal humor de la ciudad y las cancioncillas del portero Giuseppe, o al amanecer en Varsovia frente a un bosque nevado y misterioso, en el que no hay nada, no suena nada y tengo todo el espacio, todos los colores y todas las formas para llenar esa nada, o despertar en la Toscana, con nuestros muertos, con nuestra culpa, con aquel lejano e incipiente amor.

Pero no, ahora estoy aquí, mermelada natural de mango y manteca. Y ahora, qué lejos y qué cansada me siento, y a la vez cuántas ganas de vivir, de disfrutar este bolero que me estás cantando tú. Aquí y ahora. Me gusta mirarte mientras te vistes, disfrutarte, ver cómo trastabillas como niño despistado buscando tus calcetines, buscando lo que sea y vestido todavía como un españolito pijo en el que quizás no me hubiera fijado de no haber intuido desde el principio que eras valiente.

En El Dorado disfrutamos como niños subiendo, respirando entrecortados, haciéndonos fotos y peleándonos como novios adolescentes por tonterías impostadas. Parece todo un ratico y, sin embargo, es la plenitud. Y es la paz insólita. A mí me gusta que me ayudes a subir, que me tomes de la mano. Y de pronto, sí, la laguna del Cacique Guatavita, El Dorado. El dorado real al que llego con mi doradito particular. Transpiro alegría, me siento tontamente feliz y me gusta tanto disfrutarlo porque sé que es parte del espejismo. Una laguna que cambia de color, que es muchas lagunas, que expresa esa confusión que sentimos ahora. Una laguna que da miedo y que es atractiva. Le pregunto al guía qué profundidad tiene y me dice que nadie lo ha podido determinar. Otra metáfora más, pienso, nadie sabe cómo de profundo es esto.

Siento por ti un amor censurado o camuflado que al montar en el avión estalla. Tengo ganas de llorar o de mandarte un mensaje encarnizado y melodramático. Tengo ganas de escenas desgarradas, de que saltes los controles y vengas a por mí. Tengo ganas de vivir hasta el fondo y quitar todos esos muros. No sentir la pretenciosa impostura de que amor es debilidad y es aburrimiento. Me gusta ser muchas pero ahora quiero ser una romántica empedernida y tapono mi parte más cínica.

Ahora estoy sola entre tanta gente pero sola. No está como espejo tu extraña frialdad y tu a ratos distancia. No están esas noviecitas que siempre te rodean. Ahora me puedo desmelenar yo solita sin pasar vergüenza y sin chocarme contra tu muro de hormigón. Todas mis debilidades juntas. Querría haber sido más transparente, haberme permitido más libertad a mí misma, dejar de ser víctima de mi propio personaje, de mi propio prediseño. Haberme perdido más. Y aquí estoy, otra vez cruzando el Atlántico, otra vez la monotonía extraña del avión no-lugar y otra vez sintiendo mucho y sabiendo muy poco.
La segunda parte de éste relato. En Meer.