Se despiertan creyendo que tal vez germinará un mañana en otra parte, no muy lejos. Se levantan y se alejan del borde, el margen, las orillas. Tienden puentes para cruzarlos luego y llegar a una tierra sin fronteras. Un espacio que hospede, incluya, albergue, aloje la ilusión de sentirse vecinos, en libertad, unidos, amparados. Aún los terrenos más pedregosos pueden volverse camino y no hay desierto que rechace en la noche la estrella que le calma la terca sed al viento.
Cuando no hay nadie viéndolos, salen a cazar quimeras que nadan en el ritmo pausado, omnipresente, de este río. Unen los extremos a medida que tejen nuevas redes, suspendidos en el tiempo y en el aire.
Se escapan, cada tanto, de su prisión de miedo o se trepan a un trozo frágil de auténtica esperanza. Pero el Mediterráneo se asemeja mucho menos al turquesa y húmedo milagro que soñaron, que al espantoso cíclope temido del que huyen: la miopía imperdonable del que solo mira con su único ojo el propio ombligo.
Más de treinta mil personas han muerto allí, en sus aguas, intentando alejarse del hambre y de la guerra en los últimos años. El desgarro, lo inhumano en medio del océano, se reproduce desde las portadas de los diarios. Una mezcla perenne de utopía y desgracia viaja en una barcaza despintada que parece una obra de teatro, una escultura de lo atroz frente a nosotros, una coreografía, una pintura. No lo es.
La niña juega, ajena al monstruo. Una caricatura de todo lo imposible y del deseo empuja su barquito de papel encerrado en botellas asfixiantes. El mar escala al barco, la botella destruye su mensaje, lo deja sin palabras. El rugido da paso al silencio. El vacío erosiona el futuro, horada la paciencia y la memoria.
Sin embargo, la pequeña no llora. Intenta que su mueca resulte un ensayo inverosímil de sonrisa, como la de quien canta, baila o ejecuta un instrumento sin ningún virtuosismo y a pesar de ello insiste. Tiene apenas tres años y sus ojos ya han visto demasiado. Suplica que le expliquen qué pasará después de subir a la barca, quién los ayudará a encontrar un lugar para instalarse, un refugio. Quiere saber si conseguirán estar de pie cuando el sol los sorprenda. Usa ese lenguaje que ningún niño debería aprender y no hay adulto que pueda responderle sin vacilar, desconcertarse, temer tanto como ella.
Su niñez se niega a percibirla anónima, invisible, frustrada ciudadana de las olas, a merced de la injusticia, invariablemente alerta y con la muerte a mano por si acaso.
Sus padres han vivido la cantidad de vidas suficientes como para arrepentirse de casi todas ellas u ofrecerlas a cambio de un rectángulo de arena seca en el que puedan tenderse con ella a recuperar, poco a poco, el aliento.
La primera advertencia es un sonido, los graduales golpes sostenidos de la marejada. La segunda, es la reacción de su madre. Detrás de cualquier exclamación desesperada suele haber una mujer a la que alguien llama (o alguna vez llamó) “mamá”. O una mujer que está a punto de serlo y de pronto sabe que ya no lo será.
El eco multiplica los desgarros en la resbaladiza cornisa del abismo. Precipicio, aridez, brutal oscuridad y obstáculo infinito.
Claro que, si esto fuera una película —de las que ganan premios en las alfombras rojas y cosechan aplausos— aparecería ahora un horizonte. El escenógrafo o los iluminadores se esforzarían para conmovernos con la imagen exigida por un obsesivo director hiperkinético de gafas y cabellos revueltos. Los periodistas del espectáculo informarían, en sus columnas matutinas, cuánto habría que esperar para el gran estreno de la serie o la saga y por supuesto, las tazas, camisetas, pósters, vinchas, lapiceros y etcéteras.
No ocurre nada de eso, porque no hay luz aquí, ni vestuaristas, ni micrófonos disimulados. Sólo arena que no está seca o está lejos. Y no se puede llegar a nado hasta allí para abrazarse con los sobrevivientes que comparten esa feroz incertidumbre. La de comprobarse vivos sin porvenir posible a corto plazo…
—Mamá, ¿nosotros tenemos derechos? (quiere saber la niña)
Siempre hay algún mínimo espacio, una rendija imperceptible para que haga mella la pregunta.
—Sí. Aunque a veces cueste que otros lo noten, los derechos son también nuestros —le asegura su madre, a falta de verdades más cordiales.
Con esa breve, brevísima respuesta, comienza aquel proyecto de pedir a esos otros que descrucen sus brazos mientras ellos empujan su piedra como Sísifo, sin importarles que vuelva día tras día.
Entonces les sucede lo impensable. Desembarcan en un lugar sereno, fértil, verde, cálido, que no prejuzga. Los espera el abrazo fraternal y el alivio de contar con el pan, el agua, el cielo, la belleza silenciosa de su flora, el mágico retazo de mundo que les toca.
Y sonríen. La niña y sus padres sonríen. Como quien halla vida desplegando sus alas lastimadas, aleteando en el centro del desierto, sin pensar en rendirse ni dejar de buscar jamás, ¡jamás!, el horizonte.