Esa noche de luz todo era igual, alguien me tiró el dato de que estarías en el Parque, al lado de la calesita. Tal vez fuiste vos, Constanza. Tal vez era la segunda vez que nos veíamos, y yo no sabía cómo me iría, si me irías a reconocer. Eso te dije cuando decidí ir y sentarme a tu lado. Sos un pavo, me dijiste no a mí, se lo dijiste al extraño que me sentía yo, ahí sentado en la plaza a tu lado. Ese yo que no te conocía tanto aún, ese yo que se quedaba en silencio, viéndote desde lejos, con temor a abordarte porque estabas tan linda, tan nenita, aún en tus rasgos ya adolescentes. Y yo te quería, Constanza. Te quería así, tan tierna, tan cómplice, tan ilusionante. Hasta que surgía eso de invitame a tomá algo, dale, no te corté, Poli. Entonces el recuerdo se hace crudo. Y en este recuerdo de pronto te volvés presente. Sos vos, Constanza. Sos una incontrolable adolescente, te desatás en tus deseos de ninfa, y yo no sé qué hacer.

Quiero volver a casa, te digo, o acaso quiero ocultarnos en una vuelta de calesita, por ese temor de que tu padre llegue y nos pille jugando a montarnos sobre caballos rojos o morenos, galopándonos salvajes en aquel circo enjaulado donde las bestias saben reír, donde las máquinas invitan a volar. Siempre me hacías volar, Constanza, me llenabas de coraje y me incitabas a ser niños que se tocan por primera vez. Y yo, cuando te tocaba, alzaba la vista al cielo y me dejaba fascinar por tu liviandad de papalote. Vos eras mi barrilete de cola larga, y flotabas sobre mí, amenazando la tierra con tus sombras y tus tramas caprichosas. Eras un barrilete fascinante, Cos, y me sabías remontar.

Y a mí entonces ya no me interesaba no haber jamás aprendido a construirme uno. No hacía falta. Porque te tenía a vos. Y luego todo este universo se nos iba madejando con bolsas de cebollas y octógonos de tacuaritas y bolsas de azúcar que endulzaban cualquier desobediencia Constanza; la tuya, la mía, la que prometimos volver para las 2.00 –y eran las 2.47 –y tu papá por acá era imposible que nos viniese a buscar. Pero yo tenía miedo de eso, de que tu papá llegara y nos viera besándonos y cogiéndonos así tan rústicos, tan ignorantes de lo que el destino forjaría alguna vez para nosotros. ¿Pero entonces qué importaba? Nada salvo eso: que tu padre nos descubriera y yo ya no te pudiera ver.

Entonces trataba de calmarte, como ahora es mejor calmarlo todo. Mejor vamos a casa, Constanza. Evitemos cualquier desobediencia. Aunque sé que todo es inútil, es en vano tanta precaución. Cuando grandes, cuando ya no sean tus padres, igual ya no te podré ver. Tus padres nunca me quisieron, Constanza, vos sí me quisiste, pero ya no, ya no. Por eso te levantás, te me vas de nuevo, nena o adulta, te me escapás de esta trampa de arena, como siempre lo hacés, y perseguirte ya no tiene caso. Ya siento que debo soltarte –y aunque no puedo– sé que es tiempo de dejarte ir.

Solo de nuevo, de viejo. Sin ganas de más recuerdos, me decido a copiar el rito de las despedidas. Sin mirar atrás, bajo por 9 de Julio rumbo a la Junín peatonal, siguiendo el itinerario del cole que, a estas horas, ya debiera conseguir. Lo que también puedo conseguir es el Alikal. En un kiosco fantasma de mitad de cuadra, pido un par de sobres que asegurarán mi sueño sin náuseas ni dolores de cabeza. Luego, estoy más tranquilo. Luego, camino, o espero el colectivo, es lo mismo. Aunque esté amaneciendo, parece que aún es de noche o eso creo. Si siempre es de noche cuando llueve, no se me ocurre mejor opción.

En algún punto, llegando a San Juan, se alza un Mercado semejante a un shopping de expectativas. Es la parada general. Me paro a esperar, a escuchar. En el vacío de las calles aletea un canto de radio sutil pero fidedigno, muy cerca de un sereno que vela por nuestra seguridad o por un negocio dormido. Lo observo bien. Sentado al lado de un contenedor de Venturino, apretado a su Spika, el sereno canta en baja voz, junto al enigma de esa madrugada gris, esa canción hecha furia en los oídos, hecho inocencia en el corazón. Me dejo llevar por la melodía y me siento bastante mal. Me siento en la vereda, y aún espero. Al cole o a vos, pero aún espero. Fijo la mirada al horizonte detrás: solo lluvia, silencio y oscuridad. Y pienso que ya no vendrás, ¿no es cierto?

No es cierto, nada lo es.

Desde algún lugar por Junín, rodando tal vez desde la correntina Recoleta, ahora me distrae una cuadrilla de risas desinfladas, un parloteo irritante de irritantes pendejos de ese tiempo, hoy seguramente convertidos en viejos mutantes de este pueblo fantasma. Tiras de Zonados echados a suerte y vacío, vueltos miseria de recuerdo y carne de Exclusión. Son muchos, llegan desaforados y con ganas de quebrantar la calma. Podrían agredirme porque estoy solo y entregado. Pero ya lo dije, aún no son estos tiempos. Son aquellos, más inocentes. De modo que puedo ignorarlos y seguir esperando en paz.

Al fin, se ve llegar al 6. Una carcasa infame que viene tambaleando desde el Puerto. Es el cole que todos conocemos como El Tigre, aquellos rojos y descascarados. Los muchachos se precipitan. Entre apurones, codazos y comentarios chuscos alguno extiende un brazo con un dedo al horizonte, alguno jode con el ¡Metele, chofer!, alguno tira el popular ¡Yiyurrrr! Arrima el cole su puerta abierta a la desesperanza. Entre pisoteos y corretes flacos, los huecos suben ganando lugar. Pagan su boleto y se pierden en los fondos. Luego, es mi turno. Luego, solo quiero volverme a casa. De pronto quiero ser otro, de nuevo una segunda persona.

Entonces dejame, Constanza, dejame ascender tres rayados pasos. Dejame extender al de camisa celeste un par de billetes arrugados en los bolsillos de un vaquero infame. Dejame correrme al fondo también y animarme a la suerte de encontrar asiento entre tanto bullicio y –ya que estamos– elegir el que me gusta por no sé por qué. El individual, el de la rueda, el asiento donde descanso mis pies, donde olvidado del mundo acepto descansar el alma. Y acurrucado en el asiento de la rueda, Constanza, dejame apoyar la cabeza en la almohada llorosa y atribulada del 6 y dejame soñar que este sueño se me terminó y todo me ha pegado muy duro. Ya no quiero pensar en nada, ni siquiera en vos. Aún me siento viajando. Y solo quiero dormir. Dejame dormir, Constanza.

Dejame solo, viajando por acá.

—¡¡¡Hewww, Polii!!! Bajate, bajate, hijo é mil.

Casi adormecido, me sobresalta una alegría de calle trasnochada, una algarabía amanecida, un bullicio de semáforo rojo. Estoy en Santa Fe y 3 de Abril y en la vereda de la Comisaría 3ª descubro a los Vagos de las 1000 amontonados en infames bicicletas, golpeando mi ventanilla, invitándome a descender. No tengo ganas de unirme a ellos, no después de vos, Constanza, pero no me puedo negar. No, mientras sea un habitante de las 1000 viviendas. Salto del asiento con el verde, el timbre me frena en la Plazoleta, justo en la bicicletería que ahora es un burdo kiosco, y en el medio fue casa de empanadas y milanesas para llevar. Pero entonces es la Bohle y es parada obligada de ciclistas, y subí a mi caño, Poli, prendete a mi caño que te aguanta, me burla Primo. Y yo, cuando lo pienso un segundo, prefiero ir en la media carrera de Omar.

Montados en las bicis, entre chistes chuscos, griterío de borracho y euforia irresponsable, vamos pedaleando por Gutemberg derecho. Torcidos de cerveza, me pasan una descartable cortada y rebosante, cagados de maniobras y de risas embotadas, camino al barrio del Sur. Ahora andamos por las bóvedas de las 300, somos cadáveres inconscientes de su futura corrupción. Claro. Si yo aún no sé que, en ese barrio aún ajeno, alguna vez se me escribirá otro epitafio que no podré olvidar, pero cómo saberlo, Constanza. Si en ese ahora de ese entonces vos no vivías por acá. Y yo podía evadirme tranquilo, sin pesar, sin que me persigan tu delirio y tu sinrazón.

Pero los vagos nos movemos, nos brindamos a la pedaleada de regreso, brindando en botellas descartables y latitas baratas. Si todo es barato y descartable como esta madrugada vuelta breve amanecer. Qué hora é, dicen. No sabemos, no sé, porque hoy se adelantaba la hora, o se la atrasaba. Y el reloj de muñeca que comprábamos en el mercadito del puerto –ese que nos duraba un año– ya está empezando a fallar. Claro, si ya pasó un año, Polilla. Ya han pasado tantos años y todavía conservamos la inocencia de creernos dueños del tiempo y del mundo. Y aunque esa noche me reconocí en la muerte prehistórica, sabía que aún me quedaban muchos tiempos por morir.

—¿Y dónde pá morímo ahora?

—Vamo pá la Figueréo, hoy era joda ahí.

No tengo ganas, viejo. Todo me ha salido mal esta noche y no quiero recrearme en la idea de otra Constanza. No a esta hora, no otra vez. Pero no puedo negarme y luego ahí vamos llegando a esa secundaria convertida en salón de bailongo. Nada está decidido, salvo que paramos las bicis y bajamos a tironear las piernas que ya se me están durmiendo y me hormiguean como diablos. Los vagos se sientan en la vereda y terminan el trago, me pasan la cerveza. Tomo lo que queda. No queda más, les digo. Pero no tiene por qué ser así, dicen, tiene que haber un kiosco abierto para continuar un rato más.

—Dale, Poli, si é rétemprano. Vení vamo a seguí tomando pé.

No tengo ganas de tomar más. Pero no puedo negarme, nunca puedo hacerlo. Todos ponemos el peso y estamos provistos otra vez. ¿Y ahora? Vamo a la Leluar, ahí es otra joda, claro, porque en ese entonces eran escuelas secundarias recién estrenadas y todo era novedad y punto de encuentro. Esas aulas no eran lugares de hacinamiento, de rejunte de familias sin techo y sin calle. Pero qué bah, vamos para allá. Nos mandamos meta pedal por Rafaela derecho y en contramano. Cada vez más lejos de la joda, de la noche, cada vez más cerca de retornar. Los vagos, parece, están algo perdidos. Yo no. Pero ya que ni quiero hablar. En un momento, todos olvidaron que íbamos para allá. O por dentro saben que ya fue suficiente y es mejor dejarnos de joder.

De golpe Jhon –como quien no soporta un secreto– anuncia a los gritos que su viejo le trajo un montón de casetes del Paraguay, de esos que el contrabando sabe hacernos mezclar en la legalidad. Y wiiii, qué capo tu viejo, y mostrá pé, no te cagué, y entonces vamo pá casa a escuchá rokanrol. No tengo ganas de ir, pero no puedo negarme.

En ese entonces, Jhon vivía enfrente de mi monoblock. Así que nos estacionamos en su casa. Estoy tan cerca de la mía, pero aún me siento lejos. Los vagos nos quedamos en el jardín o algo parecido. Jhon y Willy traen unas sillas, una doblecasetera y una caja de casetes refulgentes y tentadores como todo lo prohibido. Esteban se hace cargo de sus dotes de diyéi. Los vagos piden y piden temas. Y mientras en el círculo de amigos sigue apurando el alcohol y el canto de la disimulada soledad, yo me voy apartando del jolgorio. Me abandono a examinar la discoteca negra. Es tan sencillo hallar grandes temas y deletrear en cualquier idioma esto que quiero significar en mi propia lengua. Pero no es fácil encontrar la letra –menos la traducción– si las tapitas de casetes nos enseñan puros nombres en castellano. Los Beatles cantan Socorro, los Guns entonan La pálida del fierro, en Creedence dice Corrió la voz y Jackson nos aúlla Espeluznante.

Entonces, me gusta enfrentarme a los hallazgos impensados. Es impagable toparse con tapas de música, de músicos encumbrados, de bandas que jamás veré de otro modo. Y en este ritual de paganos me siento mejor, con el canto lastimero y desafinado de mis amigos impostados y robados a otra generación. Con la lluvia en tono de merma y el sol apostando por prevalecer, me permito tomar todo lo vivido, que parece mucho –aunque recién estemos comenzando– y atesorarlo en un instante inolvidable. Y a estas horas, quizás sería bueno convertir mi vida en la vida de alguien más, siquiera en forma de canción. Tomo la birome, la infaltable en cada colección de casetes, la inserto en la ruedita y giro y giro buscando atinarle al momento exacto de la cinta, como apuntando a la cabeza o al centro de lo que no nos cansamos de escuchar, de alardear, de sostener:

Each night I go to bed I pray the Lord my soul to keep
No I ain't looking for forgiveness, but before I'm six foot deep
Lord, I got to ask a favour and I hope you'll understand
‘Cause I've lived life to the fullest, let this boy die like a man.

Porque a veces, sí quiero ser otro. Alguien más. Aquel que ha sido elegido para representar hasta el último instante, su acto final:

Staring down the bullet
Let me make my final stand .1

Y ahora, ¿cómo explicar este síntoma extranjero? Atrapado en una batería de interrogantes, tan solo Esteban me comparte un gesto de complicidad. Es complicado para los demás acceder a estos estados de ánimo subterráneo. Entonces, no me gusta estar ahí, porque vuelve a mí la temprana frustración. Hace poco he perdido. Te he perdido número no sé cuánto, pero no puedo contar que otra vez vengo de perder. Cómo hacerlo, si en esa hora cambiada de aquellos días la derrota no tiene razón de ser. Somos en ese ya día de sol, somos los invencibles cantando por sobre la muerte, rescatados del olvido, compañeros de la ignorada desilusión. Y eso es otro motivo para seguir brindando un minuto, una ronda, un vaso más.

Pero ya es tarde.

Muy rápido se hace de día y ya quiero estar en casa. Pero acaso porque ya en ese tiempo no me gusta perderme nada, continúo amagando el vaso en la boca para que no me jodan con ¡Eéeh, Poli, vo no tás tomando, eh! Y no. Porque ya no quiero tomar ni fumar más. Ya es suficiente, muchachos, ya no quiero seguir fingiendo que disfruto el final de una noche que nació para ser inolvidable. Pero se me quedó atascada en una memoria putrefacta de fantasmas, esparcidos habitantes del barrio que me re mil parió. Ni siquiera un montón de desengaños y salidas de fogueo me sirvieron para olvidarte, Constanza, porque a mí me gustabas vos y todo lo que quería era a vos, pasarla con vos. Pero no pude ni dedicarte algún tema, alguna letra de Axl, de Hetfield, de Stype. Cómo hacerlo, Cos. Si en ese entonces no sabía inglés, no había Internet, no tenía plata para comprar el casete ni pude grabarlo en una tarde de radio Capital.

Ese tiempo se nos pasó y nada, nada me quedó para vos.

Entonces, me rindo, acaso porque todos se empiezan a rendir. Ya Willy está durmiendo sentado y Primo y Omar fueron a una fumata que los esfumó y Esquivel habla solo y arrastrado y Esteban está grave y lejano y Jhon empieza a guardar las sillas y ya nadie sigue el hilo del vaso ni la amenaza de buscar un kiosco que nos fíe a las 9.00 o a las 8.00 o a las 10.00, con las luces flacas, con las sombras dispersas y la frente baja, bajo alto el sol. Es tiempo. La noche, la lluvia, el recuerdo, el sueño, todos se han ido. Es tiempo de irnos también, de olvidarnos de todo.

Ya es hora de irnos a casa.

Y a estas horas de domingo, de jueves, de miércoles, ahora dejame despedirme de vos, Constanza. Dejame volver y encerrarme en mi pieza, con un Alikal o un café, y los walkmans en mi cabeza, y el corazón en stand by. Dejame revolcarme en esta especie de escrito, o en este sueño pesado como el sueño de una piedra aplastada en la arena, en la calle, en un zapato. Dejame que ya no quiero ser soñado por esa piedra, por esa cosa fría que me deja sin vida, que me grita que toda inocencia se ha muerto. Este recuerdo, este sueño, se me ha muerto. Y yo estoy muerto en vida. Porque a pesar de mi vacío algo me duele. No seré yo, pero me duele. Como me duele esta historia que he intentado revivir, en este tiempo que he intentado recordar. Pero sé que debo dormirme.

Cuando despierte, ya todo estará sepultado al final.

Notas

1 “Cada noche al acostarme pido a Dios que resguarde mi alma / No estoy buscando la redención pero antes de estar dos metros bajo tierra / Señor, debo pedirte un favor y espero que lo comprendas / Porque ha vivido su vida al límite, deja a este muchacho morir como un hombre”. “Mirando de frente a la bala / permíteme mostrar mi reverencia final” (Blaze of glory – Jon Bon Jovi).