—Estoy harto de decírtelo, de verdad, siempre te pasa lo mismo, eres demasiado inocente; no sabes leer a las personas. Te dejas llevar por cualquier fanfarrón que te regala los oídos con epítetos y lisonjas de Hacendado. Si es que eres tonta, te engañan.

—Mira, chico. A ti lo que te pasa es que ves fantasmas donde no los hay. Todo es malo, todo está mal. Eres muy paranoico, siempre recelas de los demás y de ti mismo. Ya no sé ni cuántas cruces has puesto en tu vida a seres queridos o conocidos. Pareces una quiniela.

—En mi casa fui educado entre el mal. Así aprende uno la psicología de la toxicidad. Das tus primeros pasos en ella, te acostumbras a ser invalidado, ignorado y maquiavélico. Tú, mientras... pues eso, sigues a verlas venir. No sabes ni quién eres, ni cuál es tu rol en tu propia vida. (…) Yo…, yo a veces no sé lo que quiero ser, ni tan siquiera sé quién soy. Pero, como mis tres hijos, sí sé lo que no quiero ser, que ya es algo. ¿Sabes?, hoy me di cuenta de que mi padre huele a caramelos de eucalipto y mentol y mi abuelo olía a caramelos de café. ¿Y yo?, ¿yo a qué huelo?, ¿a tabaco?, ¿a libro?, ¿a Paco Rabanne?…

—Ernesto, eres demasiado estomagante. Siento que me has tocado en esta vida como al que le toca un cáncer, por estadística; eres un “es lo que hay”. Así lo percibo. Fuiste alguien que fue llenando mi vida de palabras vacías y de muebles de Ikea en una casa para dos. Te he leído demasiado literaria y emocionalmente. Eres jodidamente dramático e histriónico desde el café de las 8 de la mañana y la pastilla de la tiroides hasta la copa de la tarde. Al contemplarte y analizarte me pregunto, ¿cuánto te pesa la culpa?, ¿cuánto te pesa lo que no has dicho y lo que sí que has publicado?

—Deberías parar un poco y no ser tan dura, que bastante tengo con lo mío. Déjame que aguante las hostias ventosas que me van sacudiendo en este año. Esta tarde voy a tomarme unas copas de fino a solas, que aunque no lo parezca, uno también es arquetípico. Como bien sabes se necesita tiempo para digerir el sabor a nada y los sinsabores. (…) Toda la vida he sentido que me mirabas con condescendencia, como desde un púlpito, ¿y para qué, eh? (…) ¡Bah, nada más lejos de la realidad! Mientras tú te regodeabas en tu púlpito de arrogancia, yo seguí adelante, sorteando obstáculos, avanzando a base de esfuerzo y resistencia. Y tú, en cambio, solo has involucionado. Has aprendido a mentir mejor, pero no a querer mejor. Y eso, créeme, es peor.

—Así que todo eso piensas de mí, cómo cambia el cuento. Recuerdo cómo antes me llamabas con dulzura. Pronunciabas mi nombre con ilusión, con brillo en los ojos. Decías «Ma-ca-re-na» y todo se llenaba de luz. ¿Aquello era hermoso, lo recuerdas? (…) Sin embargo, el silencio incomoda. Abre grietas a modo de muros. Creo que sigues en mi vida por costumbre.

—¿Sabes cuándo aprendí que era un adulto, Macarena? Cuando ya no sabía cuántas capas de decepción llevaba encima, cuando fingía con mi padre quererle, aunque verle era rutinario y, sobre todo, cuando olía a gris. (…) A veces parece que mis mejores amigos han pasado a ser mis mejores recuerdos. Todos ellos me parecen unos completos desconocidos. El acumular decepciones me ha hecho adulto, Macarena. Ser adulto es pagar una factura y comprar cualquier mierda en un chino. Esas son la inhalación y exhalación de mi organismo. Tú…, tú nunca sabrás lo qué es eso.

—Estás rodeado de silencio, Ernesto, por no decir de soledad. Te haces la víctima y solo eres víctima de tus propias decisiones.

—Tal vez lleves razón. Ha habido años que han pasado como si nada, pero ha habido días que han valido como una década. Recuerdo el día que te miré y sentí lo mismo que mirar al microondas. Ahí lo entendí todo, no hicieron falta otros 30 años más de farsa ridícula. Le damos demasiada importancia a las efemérides, los aniversarios, las fechas clave… Las relaciones rara vez se pierden en días señalados.

—¿Ves? Siempre con tus retahílas egocéntricas, tan estado repleto de ti mismo, tan encantado de haberte conocido, negándole su momento a los demás. Conozco tan bien ese silencio, esa pose, esa eterna introspección que te aleja del mundo. Sé que hay parte de verdad, pero cuánta pose, hijo mío. Te crees que no tengo yo bastante con mis mierdas para lidiar con las tuyas. Tú necesitas terapeuta, mamá auxiliar, musa…

Qué egoísta eres. Cada vez hueles más a gris, pero este gris no lo conozco, ¿y tú?, ¿te reconoces?