Es otoño en el Mediterráneo. Oscurece en Barcelona, el tráfico en las calles ha cesado. Pepe Fernández y Fernández, escritor multifacético con larga experiencia en la vida, ha cerrado todas las ventanas de su despacho para protegerse del viento marino y del frío que va entrando en las casas. Está sentado en su mesa de trabajo vestido con pijama grueso de cuadros, zapatillas de lana y gruesas lentes de miope escribiendo un cuento para adultos; es un encargo de teatro que será representado por objetos de la vida diaria animados y pequeñas marionetas de madera manejadas por hilos.

Mecanografía con el teclado nuevo de su ordenador viejo. La vieja cortina de cretona oscura con grandes claves rojos ha temblado frente al antiguo ventanal. Pepe alza la cabeza dudando, ¿será el viento? Sigue tecleando. La cortina tiembla por segunda vez. Perturbado, el escritor se levanta y comprueba una tras otra que todas las ventanas están bien cerradas.

Él sigue escribiendo algunos párrafos más, teclea en el silencio de la noche: "Tic-tic-tic... tac". La cortina tiembla por tercera vez. Trastornado, se levanta cauto, busca con sigilo tras las telas: no encuentra nada ni a nadie. ¿Será el viento? Mientras camina con las piernas temblorosas hacia su sillón, descubre en la pared una sombra que le persigue, una sombra que no es la suya, que no es humana, es una figura deforme que va tomando forma. Es una figura fantasmal, alta y delgada cubierta con un velo hasta el suelo, la acompañan otros seres más pequeños: parece la Santa Compaña en persona. ¿Será una señal? ¿un mensaje? Afligido, imagina que la muerte le visita, pero él niega todo agitando las manos apretadas en la cabeza: no puede ser. Pepe se siente joven, está convencido de que esa señal llega equivocada, demasiado pronto, de que él tiene muchas tareas pendientes para hacer...

Con los ojos cerrados recuerda a su difunto abuelo David: pequeño, gordete y con gruesas lentes de miope siempre sonriendo, siempre alegre. El abuelo empezó siendo torero en las dehesas y acordeonista en salones de baile; luego se ganó la vida como zapatero remendón para campesinos pobres; también fue presidiario: cumplió dos años de cárcel por no ir a misa los domingos en Villanueva del Conde, un lejano pueblo de Salamanca, en la Castilla profunda (España), mientras los nacional-católicos ya habían ganado la Guerra de España. David siguió siendo zapatero y republicano hasta su muerte.

David zapatero remendaba zapatos por los pueblos de la Sierra salmantina. Se desplazaba montado en su burro Macareno de pueblo en pueblo. Los campesinos pobres le entregaban zapatos viejos el domingo por la mañana, David los arreglaba durante la semana y los devolvía el domingo siguiente cuando los campesinos ya estaban en casa; así fueron todos los domingos de su vida (menos cuando cumplía condena en la cárcel por no ir a misa).

Una mañana de junio Francisca y David entraron juntos en la aldea. Él, viudo, montado en el burro Macareno y ella, viuda, 15 años más joven, montada en un caballo alazán; poco después empezó un desconcierto de cencerros sonando durante todo el día y la noche. Nadie pudo dormir aquella noche en Villanueva del Conde1, autoproclamado con guasa como "El pueblo de las tres mentiras" porque no es ni villa, ni nueva ni del Conde; ahora es Bien de interés cultural con categoría de Conjunto histórico declarado en 2015. Sonar cencerros era una costumbre popular cuando un viudo se casaba, más para David, que había traído a Francisca desde otra aldea: había traído a una forastera.

A la mañana siguiente llegó la Guardia Civil y tuvo que intervenir para parar el escándalo de los cencerros. Pepín (así llamaban de niño al escritor Pepe Fernández y Fernández) tenía apenas 4 años. Nunca se supo si los abuelos estaban o no casados, sí es seguro que no pasaron por la iglesia y que fueron felices juntos durante el resto de sus días y noches: inseparables 40 años más. Trabajaron duro.

En las aldeas de La Sierra cultivaban la tierra para autoconsumo, cada familia comía lo que podía cultivar, no movían dinero, guardaban el escaso dinero en una caja de cartón, para comprar el pan y para pagar "la iguala" mensual al "señor médico".

Francisca se encargaba de los quehaceres de la casa, de cocinar y, cuando era necesario, se echaba un "zacho" (azadón) al hombro al atardecer o de noche (según su turno en derecho de aguas) y caminaba hasta la huerta para regar las hortalizas. La abuela Francisca cocinaba sopa de cebolla con pan para desayunar. En la comida, ensalada de cebolla picada con tomate de la huerta aderezada con sal y aceite de oliva acompañando al plato principal: el cocido castellano. El cocido era el guiso, hecho en un caldero de barro colgando de una viga sobre lumbre de leña durante largas horas. Dentro del caldero iban añadiendo los ingredientes: base de patatas y frejón verde aliñados con pimentón, grasa de cerdo, hueso de vaca y añadidos de morro, albóndigas, chorizo casero...

David echaba una siesta después de comer, luego iba al bar del pueblo, en el centro, para tomar café y jugar una partida al mus con otros vecinos de la aldea. Más tarde, al caer el sol, salía con su nieto Pepín para regar los huertos o cavar en la viña; allí merendaban jamón y queso junto a un pozo de agua cristalina con numerosas libélulas azules y amarillas revoloteando encima; así pillaban los niños de ciudad las diarreas de verano. Volvían de vuelta con el burro Macareno cargado de cañas de maíz verde para alimento animal y para los cerdos; Pepín montado encima.

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Macareno y Pepín con la escopeta de caza del abuelo. Fotografía de Paco Cerezo.

Por la noche la cena era igual que la comida de mediodía. Después de cenar todos salían a la plaza a tomar el fresco charlando sentados en los portales, Pepín con las mujeres bajo la parra del tío Paco. En invierno cuando arreciaba el frío castellano, se reunían en el corral con los burros, caballos y gallinas para aprovechar el calor de los animales, era una calefacción "ecológica". El abuelo David iba al café de "Los Galguras" en las afueras del pueblo, a veces con Pepín. El café-bar tenía el suelo de maderas viejas descoloridas por tanto fregarlas con cloro, tres mesas, una bombilla y la TV destelleando en blanco y negro.

Sin luz, en la penumbra del televisor, David tomaba un café de puchero (café de calcetín) con sus amigos esperando las noticias de la dictadura a las 8.30h., sentados y callados, en silencio, nadie hablaba. Mientras hubiera "forasteros" cerca no se podía hablar por miedo a que cualquiera pudiera denunciar ante los falangistas. Eran los tiempos de la España gris. El abuelo volvía de noche al corro del tío Paco para escuchar las noticias en Radio Nacional de España, "la radio": "El Parte" de las 10h. de la noche. En silencio, sin comentar. Muchos años tuvieron que pasar hasta que un Sábado Santo de 1977 legalizaran al Partido Comunista de España. Ese Sábado Santo la pareja de "Los Galguras" —que también eran músicos de bailes de salón— dieron la vuelta al pueblo con tambores y trompetas cantando la Internacional. El café de los Galguras había sido el último refugio tolerado para los republicanos vencidos. El abuelo David Fernández murió de viejo en la cama, en el camino para cumplir los 100 años, la abuela Francisca murió poco después.

El ruido de los coches entra desde la calle, Pepe Fernández y Fernández, el escritor, despierta; se frota los ojos, descubre los primeros rayos de sol en Barcelona. Se levanta y busca en la habitación: nada encuentra tras las cortinas, solo la página en blanco en su ordenador. El escritor alza la vista y se pregunta ¿quién moverá los hilos de las marionetas?

Nota

1 Villanueva del Conde, Patrimonio cultural.