Siempre he sabido que las cosas aterradoras son las que no se ven y las que no se cuentan. Esta es la clave de mi genealogía y espero que no lo sea de mi futuro.

Nada que tenga que ver con el amor puede ser inocente.

Con tu autoinmolación, si no me arrastras, entonces allanarás mi camino. Como ese amigo peruano, creo en las cicatrices, que son «costuras de la memoria». Creo en el dolor y en que no debemos taparlo.

Me veo conduciendo entre la nieve y escuchando a Bebe. La parte lánguida y la parte festiva. Te había regalado el disco, tan de mi generación (esperando que me vieras en «ese cuerpecito mío, que se ha convertido en río»), y me dijiste que no te gustaba pero que te ayudaba a entenderme.

Entre avergonzado y orgulloso me contestaste con un paquetito compuesto por el clásico de Paco Ibáñez en El Olimpia y uno de los Llach más delicados. «Muchas gracias. Los tengo ya», respondí, tan soberbia siempre.

Y es que tuvimos suerte porque, como recomendaba Nabokov a sus alumnos, tú y yo pudimos «acariciar los detalles»; un primer beso inesperado en la Gran Vía, unos paseos clandestinos que no lo parecían, una extraña comunión que nos resucitaba.

Me veo caminando rápido por los aeropuertos, fantaseando siempre con encontrarte, con que me vieras sonriente y pletórica, quizá iniciando exóticas vacaciones de mi vida cárcel. También me viene a la cabeza la sensación de miedo a ser descubierta, el sudor frío de las pocas ocasiones en que mi marido bordeaba la sospecha. Y las veces en que yo cometí errores, empujada por mi subconsciente, y me sentí como al borde de un precipicio.

Recuerdo la desazón y la angustia que crean los triángulos.

La lámina de Hopper, en un ángulo de tu dormitorio, lejos de tu cama y la explicación pormenorizada sobre qué figura eras en la composición y por qué te encantaba esa imagen. «Tú eres la luminosa mujer de Morning sun», dijiste. Quien me iba a decir que tiempo después montaríamos una exposición retrospectiva en mi museo y que el comisario, tan audaz, se empeñaría en hacer una escenografía, precisamente de ese cuadro, para que los visitantes (las visitantes) se pudieran fotografiar en la pose de aquella mujer. Yo lo hice con melancolía, pensando en mandarte la imagen resultante como homenaje irónico. Aquella en la que yo iba a ser definitivamente la mujer que tú soñabas.

Me consuela saber que más allá del narcisismo, pudimos vernos. Que más allá de todas las demandas insatisfechas, corrimos el peligro de mirarnos.

En estos días he tenido algunos momentos de lucidez y de felicidad real. Viendo a mis hijos jugar en el parque. Tan sanos, tan alegres, tan nobles. Una felicidad casi viscosa, pero que rápidamente me conecta con la emoción desbordada y con la rabia.

Ahora pienso en que no tuve tiempo de pedirte perdón por mi intento irrespetuoso de posesión, por mis asaltos inesperados en los que te obligaba a complacerme, por mis apariciones intempestivas en tus hoteles, por mi asfixia sentimental, por mis llamadas martilleantes a todos los lugares del mundo, por la arrogancia impositiva de un amor que me parecía imprescindible.

Y mi deseo descontrolado te secuestró. La excitación aumentada fue bloqueo. Nunca te sentiste tan vivo, decías, y a la vez tan muerto, pensabas. Lo sé ahora.

Siempre me había obsesionado la infidelidad como tema literario. Te decía que eras el primero en términos sentimentales, pero antes que tú habían pasado por mi cuerpo algunos amantes fugaces y divertidos. Probaba y me aburría. Probaba y me resultaba feo: encuentros prescindibles en hoteles, en coches, en fiestas. Cocaína y placer escueto. Ellos me habían entretenido y quizás también habían ido minando la energía que dedicaba a salvar mi matrimonio y a reconquistar mi idea de proyecto compartido. Pero tú fuiste el verdadero amarre que encontré fuera de mi vida para poder salir de ella.

Algo, mucho de mí, se ha quedado por el camino. Pero también es bueno que salga a flote la realidad de quién soy, de quién fui, de quién quiero ser. Que regrese de mi exilio voluntario.

«La memoria es un imperfecto instrumento», me dijo la poeta. «Pero es el que tengo, el que puedo usar, el que estoy obligada a usar», le dije yo.

El personaje masculino de su novela y el mío mueren.

Las dos lloramos juntas. Nos salva saber qué es realidad y qué es ficción.

La muerte me hace pensar en la vida. En ese niño, mi primer hijo, que nació con los ojos muy abiertos. Escrutaba. Casi daba miedo: por su mirada y por la felicidad que prometía.

Trato de comprender ideas complejas y a la vez simples: no todo el mundo necesita que lo amen, no todo el mundo tolera un amor intenso, no todo el mundo atribuye capacidades salvadoras a un sentimiento así, no todo el mundo quiere estar vivo a base de lo que los demás le dan. También trato de esclarecer verdades que me puedan servir en el futuro.

¿Se puede amar de verdad a alguien con quien se han tenido pocas palabras y pocos ratos en común? ¿Es eso amor o es morfina emocional? ¿Por qué solo nos autolegitimamos en los estereotipos de la pareja convencional? ¿Por qué no se puede amar perdidamente a un desconocido?

Pienso en la vocación casi monacal y autorepresora que te consumió en una vida desperdiciada. Tenías algo de suicida y de necrófilo. Cultivabas con disciplina ese disfrute de la renuncia. Hay maldad o quizás desconocimiento en ese camino hacia la muerte. Depende de si al final supiste o no supiste que yo te necesitaba vivo.

Me queda mucho desencanto y la sensación de haber invertido el tiempo casi inútilmente en un matrimonio absurdo y yermo, en una historia de amor verdadera pero que se me escapó entre los dedos, en unas pasiones mal dosificadas. Es como la sensación de vacío que puede dejar el trabajo duro que se pierde. O como la amargura de un Ramón Mercader que lee los textos de su víctima y descubre que le convencen sus ideas políticas (aquellas por las que lo asesinó).

Suena brutal y me cuesta formularlo, pero creo que soy mejor ahora. Esa vida perfecta de chica de escaparate me llenó de invisible soberbia. Ahora, todo este dolor que me ha caído a paladas, me acerca a la región de la humildad, me da cierta empatía hacia lo feo, lo imperfecto, lo cursi, lo subversivo.

No he sentido compasión por ti. Ni por mí. Pero sí lamento haber tenido tantos años una vida placebo, sustituta.

Soy superviviente, sí, pero cuánto dolor mientras tanto.

Me dejas sola en los territorios que eran solo de los dos.

Una soledad casi intolerable.

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Edward Hopper (1882–1967) "Sol de Mañana", 1952, óleo sobre lienzo. Museo de Arte de Columbus. Ohio, EE. UU.

Voy a estar quieta, pero no necesariamente inmóvil. Debo hacer eso que llaman el duelo; ahora la misma palabra me agrede, arremete contra mí, porque implica un principio y un fin y yo no quiero dejar de llorarte nunca. Llorarte bajito o en silencio pero no soltar nunca el amarre. Es extraño y más difícil porque no te he visto morir. No he besado tu cadáver. No te he acariciado cuando todavía estabas caliente ni cuando ya estabas helado y los operarios de la funeraria iban a sellar el ataúd. No sé qué gesto tenías muerto. Es irreal para mí, pues, la idea concreta de tu muerte y de tu no retorno y de tus imposibles correos electrónicos futuros. El deseo y el amor no son imaginarios, son reales y difíciles de amputar o detener.

Recuerdo unos versos de Alejandro Zambra y pienso qué parte de tu cara quedará en la mía, qué gesto imperceptible tuyo se habrá fundido con los míos o me los habrá modificado. Qué extraña mutación habrá quedado como resultado de que fuimos, de que estuvimos.

Tu presencia obstinada ni la voy a discutir ni la voy a combatir. Porque, cuál es el éxito, cuál es el supuesto caso de éxito, cual es la gloria, cual es el honor. Pienso en la expedición de Shackleton y recuerdo esas fotos de perros exhaustos en la cubierta del barco. Una expedición sin motines y sin recompensa.

Supongo que el único camino posible, el único éxito no previsto que puedo regalarte, regalarnos, es ser alegre.

Seguir.

Salir de la ficción y entrar en la realidad es recordar que en tus últimos tiempos se te cayó un diente y por primera vez te vi viejo, que tus hijos están empezando a tener hijos que quizás se crucen en la vida con los míos, que recreo vivamente el glorioso sexo contigo cada vez que me acuesto con alguien nuevo, que tu imagen permanece inalterable mientras yo voy envejeciendo de manera silente y mi carne se amodorra. Que me molesta el pacto tácito de la gente por esquilmar tu nombre y tu recuerdo. Que la clandestinidad de mi figura (el ser la no-viuda) me prohíbe reivindicarte de manera convencional y pública en nuestro contexto moral asquerosamente posmoderno.

Por eso voy a pelearle a la desmemoria y a reemplazar la memoria. ¿O sostenerla? Juntaré todas nuestras palabras. El amor ahora es hablar y no callar. Desgarrarme. Es ya lo único que puedo hacer por ti. Por nosotros. Llenar el silencio. Venerar la ausente presencia de vida.