El miedo congénito a ser una “mujer sola” (se pronuncia bajito, ¡sshhh!) ha regido el destino de La Señora desde siempre. Su abuela, una mujer amable de ojos grandes y bonitos que mereció mejor suerte, estuvo casada con un pobre diablo que hasta el nombre tuvo feo, aficionado a ausentarse de su casa y de su ciudad dejando a su esposa y a sus hijos sin explicaciones ni dinero siquiera para el pan del día. La abuela de La Señora siempre se consideró una pobre mujer y casi se alegró de las desapariciones del marido, cuya presencia resultó siempre en un embarazo más y más trabajo. Sólo había terminado la secundaria, la abuela de La Señora, sabía cocinar, lavar, planchar, limpiar la casa y parir en silencio. No tenía ningún referente femenino al cual invocar en busca del coraje cuya ausencia, sin embargo, percibía en sí misma.

En los pocos momentos en los que ello sucedió estuvo segura de estar perdiendo la razón, ¿qué podría hacer?, ¿salir corriendo con mis hijos?, ¿y a dónde? ¡Dios mío, ayúdame a conformarme, soy sólo una mujer! Dios ayudó a la abuela de La Señora y se resignó a su destino de mal querida porque para eso la hizo hembra: para tolerar. Cuando finalmente enviudó, se sintió afortunada, aunque no lo confesó ni ante el espejo y nunca se le ocurrió aleccionar a sus descendientes mujeres ni alentar en ellas el deseo de independencia, el amor propio o la rebeldía ante una mala estrella como la suya; la insumisión no existía en sus genes ni en su carácter y su mansedumbre le ordenó etiquetar los brevísimos instantes de lucidez que alguna vez rondaron su mente como “episodios de locura”.

La madre de La Señora (una de las hijas de la pobre mujer) optó por hacerse la sorda, ciega y muda cuando se enteró de que su propio marido tenía otra familia. Agradeció en silencio atávico que el individuo hubiera tenido la delicadeza de hacerlo en otra ciudad y vivió su farsa en la tranquilidad de saberse su única señora en su tierra. Nunca consideró mostrarse sabedora de la situación, exigir explicaciones al traidor ni mucho menos expulsarlo de su vida. Tener marido, aunque fuera compartido, era necesario y no sólo porque fuera el sustento de la casa. El hombre le daba estatus e identidad y enfrentar la vida sin uno le daba vértigo y pavor.

Su mundo era bastante más amplio que el de su madre, tenía contemporáneas profesionales, viudas, solteras y hasta alguna osada divorciada, pero jamás le pasó por la cabeza enfrentar la realidad. Si su esposo no la amaba, o la amaba a medias, a ella lo mismo le daba, el marido no me lo quita nadie, “burro grande, ande o no ande”, dice el refrán. La madre de La Señora emprendió una competencia con “la otra”, a quien declaró su enemiga mortal e hija del demonio, la depositaria de todo su odio, una mujerzuela malvada y mañosa que seguramente usa pócimas y triquiñuelas inimaginables para hacer pecar al santo varón. Así son los hombres pues, débiles, así igualito era mi papá y mi madre tan buena lo aguantó y su matrimonio fue un éxito. Procuró ser “la mejor”, la más amable, la más paciente, la que mejor lo “atendiera”.

La traición le resultó estupenda al farsante, a la vez trofeo y ganador de la contienda, Su Majestad Rey de dos casas. Su esposa nunca se permitió verlo en su verdadera pequeñez, ni siquiera cuando necesitó una lupa para encontrarlo. Lo achacó a sus años: estoy perdiendo la vista, se dijo. Cuando aquel par cumplió cincuenta años de casados, sus hijos organizaron una fiesta a todo dar y con el pecho inflado, desplegaron docenas de fotografías de los homenajeados de recién casados, con los hijos y los nietos. La familia numerosa, feliz y ejemplar sonrió toda la noche y el menú de la fiesta estuvo lleno de los platos favoritos del medio-marido, al hombre se le conquista, reconquista y asegura por el estómago. Poco tiempo después, el individuo tuvo una celebración muy parecida, aunque un poco más discreta, en la otra ciudad, y la tragazón le provocó una cagantina de varios días. Cuando superó su malestar, su doble cara le permitió guiñarse el ojo a sí mismo, ¡eres un campeón!, se dijo y como tal se sintió.

La Señora protagoniza una secuela de la parodia que su abuela y su madre representaron en su momento, y de vez en cuando, al igual que su abuela, tiene instantes de claridad mental: creo que mi vida no es como debería ser. Logró casarse, contra todo pronóstico, con el único hombre que se lo propuso, pese a que, a última hora, él rompió el compromiso. En aquel momento horrible, fuentes fidedignas avisaron a La Señora, entonces Señorita, que la culpa la tenía la ex de su novio, una mocosa atrevida que con certeza lo había hechizado. La Señora, entonces Señorita, actuó como sus genes mandaron: designó a aquella chiquilla su enemiga y emprendió una batalla a muerte en pos del trofeo con patas, el marido no me lo quita nadie. Cuando llegó al altar donde por fin ascendió a Señora enfundada en una armadura blanca, tuvo que ignorar los ojos (tan esquivos, tan apagados y tan tristes) de su trofeo para poder gozar de su triunfo.

Cuando La Señora era Señorita temió no lograrse y lloró mucho, no quiero quedarme soltera y que la gente me tenga lástima, admitió ante sí misma, harta de ver a sus amigas experimentar amores y desamores, siempre testigo y nunca protagonista. Era amena, divertida y buena gente, guapa más bien no. Se creía insuficiente y el poquísimo valor que se asignaba a sí misma, o quizá los modelos de conducta que aprendió a admirar, anularon cualquier posibilidad de que considerara sus cualidades como tales. Su bonhomía, simpatía o su eficiencia laboral no pondrían el mundo a sus pies, debía casarse, era necesario para realizarse. Dirigió su puntería hacia el hombre que más a su alcance tenía, el hermano de su mejor amiga. Él ni cuenta se dio hasta que estuvo inmovilizado bajo un cerro de atenciones y halagos que nunca imaginó merecer porque nunca mereció. Sé la mejor, la más paciente y la que mejor lo atienda, ordenaron los genes de la mujer y ella obedeció. Tanto miramiento fue un bálsamo para el hombre-objetivo, harto de arrastrar su corazón hecho tiras por culpa de aquella, la mocosa.

La chica que había roto el corazón del trofeo nunca lo atendió, contempló ni obedeció ningún manual. Ella sólo le sonreía desde el fondo de su alma, porque de una manera que no comprendía, parecía reconocerlo y se sabía en el lugar exacto. Le contaba historias sentada en su regazo y ensayaba besos torpes casi de estreno.

Él la observaba con ojos de plato y esa mirada despertaba en ella el recuerdo de la historia que aún no vivían. La sabía ingobernable y estaba loco por ella, lo sabía suyo y estaba loca por él. Era un amor antiguo que renacía, un amor de alma, de piel y de cartas cursis y manos sudorosas. Es preciosa, pensaba él y la celaba. La celó tanto y tantas veces, que un día la mocosa se hartó y lo mandó a freír espárragos porque a ella nadie le había dicho que con los hombres había que ser paciente. Pero cuando se lo describieron enterrado bajo un cerro de atenciones y halagos, de ahí no saldrá, la mocosa intentó recuperarlo, pero falló, y entonces la vida le dio la primera de sus tumbas, y ésta fue tan fuerte, que creyó enloquecer de dolor. Muchos años después, él verbalizó exactamente lo que ella había sentido en aquel tiempo: No hay nada más mío que tú, dijo, una de las mil veces que la buscó cuando ya cargaba el título de marido de La Señora.

La Señora quiere seguir teniendo la familia feliz y ejemplar que sonríe y, además, a ella el marido no se lo roba nadie. A diferencia de su abuela, no considera sus instantes de claridad mental como “episodios de locura”, sino como “romanticismo irracional”. La Señora está convencida de que el amor romántico no existe y es un invento de los poetas, lo que importa es vivir en armonía y tener el Respaldo de un Hombre. Pese a ello y para su pasmo, cada cierto tiempo percibe la presencia de la enemiga a quien derrotó en el altar. ¡Es como si fuera un fantasma!, el problema es que está viva y La Señora puede verla en los ojos dolientes de su marido y hasta olerla en su piel, hay momentos en que puede jurar que, si estira la mano, la tocará, ¡está sentada en sus piernas, como susurrándole algo y él la mira con cara de idiota! La Señora nunca ha sido observada con asombro y por eso lo confunde con idiotez, a lo mejor tiene razón y es lo mismo.

La Señora combate las apariciones incorpóreas con las armas que su progenie le alcanza desde el más allá y el más acá: se hace la sueca, (así son los hombres pues, débiles, igualitos eran mi papá y mi abuelo, y mi madre y mi abuela, tan buenas, los aguantaron y sus matrimonios fueron ejemplares), intenta ser la mejor, la más paciente y lo atiende, ¡no debo descuidarlo! Sin embargo, la aparición detestable ha arrasado con la compostura de La Señora en algunas ocasiones.

La primera vez, su pregunta surgió como un estornudo, indetenible. ¿De verdad la amas, ¿cierto? El la dejó perpleja varios días, ¡pero si el amor no existe!, ¿qué tipo de encantamiento es éste que dura tanto tiempo? Se reprendió a sí misma por el error garrafal y se mantuvo muda por años, hasta el día en que tuvo la certeza de que estaba a punto de quedarse sin marido. Entonces no supo qué hacer y cayó. Se desbarrancó y enrostró al hombre las fotos de su boda, señalando sus ojos tristes, gritando, ¡nunca me quisiste! El autogol fue tan evidente que se hundió en la impotencia, me estás matando, lloró a gritos y se sumió en la indignidad. Allí, se comparó con su enemiga, la insultó y la denigró en una explosión de bajeza que hasta a ella misma asqueó. Por último, lo amenazó, nuestros hijos te odiarán. Y al marido no se lo quitó nadie.

La Señora nunca sabrá cuál de sus armas le dio lo que considera la victoria (aunque su amenaza probó ser mortífera), o si debe el éxito al mensaje que aquella mujer (que ya no es mocosa) le hizo llegar: nunca participé en la carrera que iniciaste. Hastiada de ver al hombre entrar y salir de su vida como un calor intermitente, la mujer (que ya no es mocosa) enfermó de espanto cuando tuvo que usar binoculares para poder verlo, tan lejano, aunque a su lado, y cada vez más ínfimo. Entonces lo expulsó de sí misma y hasta llegó a decirle ya no te amo, para escapar de esa tragicomedia repetitiva.

Sin embargo, el anhelo de él por la mujer es tan grande, que, a pura fuerza de evocación, a veces consigue que su espíritu retorne a su lado, aquel lugar tan suyo y exacto. Entonces él abre los ojos como platos, la observa con asombro y la sienta sobre sus piernas, tal como hacía cuando toda ella era suya; acerca su oído a los labios que añora y atiende las historias que le cuentan, no pierde detalle y hasta hace comentarios, como un loco que habla a la nada. Cuando los relatos terminan, el espíritu de la mujer se va y le deja en la piel el olor a incienso de coco.