Hacía tres semanas Ernesto no dormía en toda la noche. Pesadillas y voces habitaban en su interior, llegadas no sabía de dónde. Una voz sobre las demás dominaba su cordura. Postrado sobre el sofá parecía ya no respirar; sus facciones se veían congeladas en algún último rictus de dolor o esperanza.

Sus brazos descansaban sobre su vientre y luego, solo recordaba. Sus hijos habían llegado a la edad en la que la verdad se hace un poco más que ese instante de desengaño hacia otra que se tenía por cierta, aprisionada en algún rincón incómodo e inestable. El jamás había pretendido ocultarle la verdad a su familia, pero temía que las circunstancias estuvieran más allá de la comprensión.

Por eso recordaba sin decir palabra. Ernesto supo que en él algo estaba a punto de morir, desde que sintió en su noveno desvelo, que el cansancio y los pensamientos se destilaban en una acidez que lo iba consumiendo. Taciturno, casi inerte, callaba el secreto incluso a su esposa, aun cuando ella era la única a quien había confiado su otra gran verdad. Al fin y al cabo la muerte no lo atormentaba, la conocía bien, la había visto de frente, y en su interior esta sólo sería la segunda vez.

Teresa, Teresa, resonaba la voz dentro de sí, sin saber si en realidad, más que aquella que anhelaba oír, eran sus pensamientos o alguna de su memoria. Recordaba la vez que su madre lo alzó en brazos sobre su cabeza y con la mirada perdida, como si observara un deseo más bien que, susurró aquel nombre: Teresa. A su muerte, más bien por rutina, se sorprendió del contenido del baúl que siempre estuvo enllavado durante su niñez, vedado, más bien en el olvido, como si en vez de un simple tabú, su contenido encerrara algo indigno de la luz del día, pero aún así tan desgarrador como para poder deshacerse de ello con facilidad. Al abrirlo vio que estaba casi vacío. Un fuerte aroma a cedro resguardaba su escaso contenido, un informe médico y unos escarpines de niña, celestes, con delicadas borlas doradas.

Ernesto iba de un recuerdo a otro, dejándose arrastrar por su memoria sin fuerzas para encauzar el rumbo. Recordaba cada palabra del viejo informe, aunque con los años, era la tinta indeleble sobre el gastado papel lo que le parecía siniestro:

…y por lo tanto, a pesar del aborto y el tiempo transcurrido, los exámenes confirman la presencia de otro feto aún vivo, es decir, un embarazo en curso…

—Gustavo… había empezado a decirle a su mejor amigo en algún café olvidado de la ciudad.

Gustavo hizo silencio, cortando abruptamente las palabras que estaban a punto de salir de su boca. Luego miró a Ernesto apenas de soslayo, como si temiera verlo directamente. Había algo en su semblante.

—Sí, sí… Reconozco esas arrugas en tu frente, treinta años de verlas. Sabes cómo las detesto, lo sabes bien —prosiguió Gustavo en tono de reproche—. A veces no te entiendo, me resultas ajeno, perdido, como si no te conociera. Si te ocurre algo, ¿por qué no simplemente me lo dices?

—Gustavo, mírame, por favor, mírame.

Gustavo vació su mirada sobre él. Percibía ahora algo diferente en su amigo, y se percató de que tal vez había estado allí desde que se conocieron pero, hasta ahora no lo había notado. Presentía una confesión inminente.

—¿Qué dirías si te confieso que ahora quien te habla no soy yo, quizá, sino ella?

—¿Qué demonios estás diciendo?

—Ella, Teresa... Se iba a llamar Teresa.

—No entiendo una palabra. ¿Y quién diablos es Teresa?

—¿Te conté alguna vez del aborto de mi madre?

—Sí, lo recuerdo, alguna vez.

—Éramos dos. El otro feto era el de una niña.

—¿Esa es la Teresa de la que hablas?

—Sí, pero no murió del todo, Gustavo, su alma habita en mí.

Gustavo apartó la vista y aspiró una larga bocanada de su cigarro. Luego lo miró fijamente, abstraído, como si lo que acababa de escuchar encerrara la más abominable aberración.

—¿Qué locura me cuentas? ¿Qué te pasa, Ernesto?

—¿Te parece una locura, o acaso gracioso? ¿Te parece que sólo estamos hechos de materia? ¿No te has puesto a pensar qué cosa es el alma, y desde cuando vive ya en nosotros? Yo sí, y sé que la de ella se transfirió a mi cuerpo. No puedo creer que la diferencia entre un chimpancé y yo sean uno cuantos genes y un desarrollo mayor de la inteligencia, me parece un pensamiento simplista. El alma hace la diferencia. Nuestras almas conviven.

—Sabes que soy ateo, nada de eso me preocupa.

—¿Quién ha dicho Dios?

—Te lo pongo claro entonces: cuando me muera, mi cuerpo se pudrirá en algún momento y de mí no quedará más que la memoria de los que me recuerden, si me recuerdan. Punto. No hay nada al otro lado, no hay otro lado. Un chimpancé y yo, como tú dices, somos materia con una distribución distinta entre ambos, y que difiere de una piedra todavía más. ¡Ah, la vida entonces! Te diré que la vida es un estado inestable de la materia, lo permanente y estable es lo inanimado. Lo tuyo, amigo mío, puede ser agotamiento, quién sabe, personalidad múltiple o algo así. Si quieres, conozco a un especialista, de los mejores, te lo aseguro.

Hubo un silencio largo, un respiro angustioso de alguien que se ahoga y su intento por asirse a cualquier cosa. Al fondo de la plaza las palomas volaban al unísono en una curva caprichosa. La lluvia no tardó en llegar, mísera como el silencio mismo. La ciudad se fue despoblando y tornándose somnolienta, inerme.

—Si no te conociera, Ernesto... Ve que ese cuentecito de tu Teresa... Esa mariconada...

Ernesto permaneció pétreo, inaccesible. Observaba algo en la dimensión de su memoria que lo llenaba de un horror hormigueante. Observó como su mujer estaba allí junto a él, quizá también en vigilia desde la primera noche. Pero él no era sino hasta ahora que lo descubría. Se sintió reconfortado, aunque asimismo egoísta. Pero no dijo nada, guardó silencio, casi pretendiendo haberse finalmente dormido. Luego sintió que ella le mesaba los cabellos y le besaba la frente.

—Descansa, amor. Gustavo me contó el problema a principios de junio, pero no había hallado como decírtelo. Descansa.

Cuando ella retornó a la alcoba, en la casa solo resonaron las voces de su interior, y por alguna razón, sintió que aquella fauna de seres múltiples que siempre había estado allí se iba desvaneciendo, no quedando de sus vivas imágenes, de sus voces singulares e inenarrable memoria táctil, más que el recuerdo, la vaga imagen de una larga pesadilla. Se sentía singularmente humano, singularmente múltiple.