Les scolastiques (...) non-seulement accordé la suprématie à la religion sur la philosophie, mais encore déclaré celle-ci un jeu futile, un vain exercice d’escrime, aussitôt qu’elle arrivait à contredire les dogmes religieux. [Los escolásticos (...) no solo concedieron supremacía a la religión sobre la filosofía, sino que además declararon que esta era un juego inútil, un vano ejercicio de esgrima, tan pronto como llegaba a contradecir los dogmas religiosos.]
Heinrich Heine, De l'Allemagne
I
—Todos somos hijos de Dios, ¿verdad? — dijo el monaguillo Lexhu. —Entonces, cuando mis papás se van a la cama (yo los he visto, padre), ¿hacen el pecado? ¿Es pecado eso?
—No, hijo, no — dijo el cura sorprendido por la simplicidad y la precocidad de la pregunta del pequeño natural, y enseguida explicó —No, somos hijos de Dios en el sentido espiritual, no carnal.
El niño lo miró, ahora incrédulo.
—Pero Dios hizo también nuestros cuerpos, ¿es así?
—No… ¡Sí! Así es, solo que, bueno, en realidad… En realidad, todos vivimos en pecado. Todos somos pecadores porque somos hijos de Adán y Eva, y ellos pecaron primero. Ahora, si todos somos pecadores…
—Claro. — dijo Lexhu. —Ellos fueron los primeros hermanos que se acostaban juntos y...
El fraile se secaba el sudor del rostro con un pañuelo que lavaba más o menos cada hora para evitar que los efluvios de su frente se fermentaran.
—Mira Lexhu — interrumpió con fastidio —ve a lavar mi pañuelo otra vez. Ahora que regreses te explico.
Al calor casi devastador de esa hora, le siguió una certeza irremediable, tensa, escolástica, que lo hizo temblar, y lo obligó a permanecer sentado.
Lexhu tomó la pieza de tela y salió dando brincos con tal de saber pronto los argumentos que le expondría el religioso.
II
El fraile fue recibido por un par de indios cargadores que se arrodillaron y besaron los dedos finos, largos y entumecidos de su mano, dedos blancos que (¿por qué no reconocerlo?) acusaban su hidalguía y habían aprendido a manejar con destreza algunas herramientas de guerra con las que, años antes, había despanzurrado a una familia entera: un hereje, su mujer y dos hijos, cuyos rostros buscaba olvidar.
Pero ese mediodía, al ver a ese par de indios postrados ante él, recién desembarcado en la ya famosa Villa Rica de la Vera Cruz, el fraile hizo una mueca de desagrado acompañada de un sonido gutural: tal gesto sumiso le abrió desde adentro aquel recuerdo, exponiéndolo vivo a la rabia del sol.
Le dieron ganas de arrodillarse y de mortificarse, pero no podía hacerlo en ese momento. Lo hizo más tarde, completamente desnudo en la celda que le asignaron (o que él pidió).
“Magdalena, todos somos pecadores. Magdalena, mírame arrodillado, humilde, solo, el más pobre, yo, el último bastardo de dios, yo, el que se manchó con sangre inocente, yo, el que implora su perdón, aunque sé que mi mancha no se lava. Magdalena: la tuya pudo limpiarse hasta que desapareció, la mía en cambio me acompaña todos los días y me jala como cuerda de la horca. Intercede por mí, cúrame, hazme olvidar, recibe a cambio estas llagas y esta sangre”.
Los indios llegaban todas las tardes a atenderlo, le ayudaban en algunos quehaceres, lavaban la loza y su ropa, le traían de sus casas una bebida fresca hecha de maíz recién macerado, le servían la comida y tenían a punto las velas.
A cambio, él les daba la bendición, les regalaba alguna compota y, cuando estaba de buen humor, los recibía y los despedía con un beso en la frente.
No esperaba cartas de nadie. Tampoco tenía a quién escribirle. Había cortado definitivamente con el mundo y se había aislado en una suerte de peregrinación al vacío que él mismo se había impuesto. Era un viaje de redención y estaba dispuesto a aceptar cualquier realidad que se le impusiera (o al menos eso pensaba).
Los demás tenían órdenes estrictas de no hablar con él, salvo, por supuesto, que algún superior se los ordenara.
Él se recriminó por haberse hecho notar desde el día de su arribo, pues ahora no podía evitar sentirse perseguido por las miradas de los otros religiosos. El vano hermetismo con el que se hizo todo el movimiento de su llegada (y que continuó durante su estancia en la Villa Rica), antes que mantenerlo a salvo, lo delataba.
“Los niños, Magdalena, los niños. Allí están otra vez. Llévatelos Magdalena, guárdalos en tu baúl para que te canten y te hagan compañía, úntales aceite, hazlo tú con tus manos, con esas manos que ellos no conocen, hazles cosquillas, que sean felices en tu regazo; protégelos, abrázalos, desnúdalos y báñalos, acicálalos con tu amor. Llénalos de besos. Una vez en el cielo, déjalos salir a correr, invítalos a jugar contigo y diles lo mucho que estoy arrepentido”.
El fraile lloraba como una bestia otra vez.
En la madrugada, quienes se despertaban con sus bramidos empezaron a sospechar algo tremendo, tal vez había matado a alguien, pues era común que llegaran locos que en su vida mundana habían cegado vidas por nada: por placer, porque sí. Habían cercenado cabezas de naturales que los miraban atónitos con el último aliento de la incomprensión.
Al final, algunos hermanos ya no resistían su cruz y se colgaban en sus mismas celdas. Pero los gritos más espantosos provenían de los que en el pasado habían amado a alguna natural (no era común, pero habíalos) y a la que, después, habían tenido que dar muerte.
En no pocas ocasiones, esos penitentes terminaban golpeándose febrilmente contra alguna pared que, al día siguiente, había que encalar de nuevo. Era un trabajo que los demás hacían con cierto morbo.
III
Había leído a Erasmo cuando era el de antes, el otro hombre, al que gustaba lucir su habilidad natural en todas esas disputationes ante sus compañeros y los doctores. Era él quien sorprendía a los más viejos de la universidad con las sutilezas quemantes de una dialéctica tomista impecable, límpida y a veces también devastadora.
Pero no solo era el “amansador de escolásticos” (como él mismo gustaba llamarse en su fuero interno), sino que también conocía las prosas refulgentes, seductoras, y sobre todo prohibidas de Moro y de Erasmo, a los que respetaba como sus verdaderos maestros, pero cuya influencia debía simular hábilmente.
En algún momento, la fama de su brillantez fue escuchada por el hereje, quien, curioso al principio, lo invitó a su casa.
A pesar de las habladurías en torno a esa familia (los acusaban de marranos), el hereje le pareció un oponente dialéctico digno y a su altura. Noche tras noche ambos echaron mano de sus mejores silogismos y se fueron reconociendo como dos gigantes que emprendían batallas intelectuales hasta la madrugada, y de las que salían tan expectantes como estimulados.
Discutieron todo: el estatuto ontológico del Salvador, el criterio religioso (o natural) de los milagros, debatieron las implicaciones teológicas del pecado y la omnisciencia, y se cuestionaron mutuamente sobre las posibles interpretaciones de la reencarnación, entre otros misterios reservados a los más agudos.
En sus interminables disquisiciones trataron las más severas cuestiones relativas a la divinidad, siempre con una libertad de pensamiento que solo se pueden conceder los amigos.
El hereje no bebía, pero él sí. Bebía a veces hasta un mareo gozoso pero controlado. Salía de donde su respetado oponente dialéctico ya en la madrugada y, de regreso a su casa, gustaba de ensayar estocadas contra todos los herejes del mundo… “Pero si, como dice mi amigo, la sustancia es infinita…también lo es el número de herejes…pues venga: ¡Santiago, y a por ellos!”
Él era ya querido por toda esa familia que terminó por enseñarle sus verdaderos ritos y su fe prohibida, oculta siempre detrás de las ventanas, expresada solo con las puertas cerradas.
Él fue quien enseñó las letras, los números y algunas fabulillas a esos niños de ojos redondos y profundos. Él, el pecador, que fue sorprendido por el hereje y su esposa enseñando a sus hijos algo más que sus habituales juegos de amigos.
Él, el de antes, que al verse descubierto desenvainó su espada y se aseguró de que nadie quedara para reprocharle la suciedad con la que había tratado a esos inocentes.
Él, quien alegó que todo eso había sido por un irrefrenable celo religioso, y por la fatalidad de una ortodoxia piadosa, severísima y vengadora: adujo después, con una impecable argumentación, que la afrenta insoportable que esos herejes hacían a la verdadera religión le había enceguecido y lo había convertido en un justiciero, en un Santiago incontenible.
También, en una de sus conclusiones, demostró con una sutileza dialéctica que nadie pudo rebatir, que tal celo religioso fue la razón suficiente y necesaria para que lo encontraran en ese mismo lugar, sin moverse, arrodillado, penitente y furioso.
IV
El joven natural regresó pronto: le devolvió el pañuelo, ahora mojado con agua fresca, y lo miró con la emoción de quien recibirá una lección de teología iluminadora e insospechada.
El fraile golpeteó sus muslos.
—Ven, siéntate aquí, te voy a explicar.