“¡Tonto! ¡Imbécil! Nunca haces nada bien. ¡No vas a llegar a nada! Vas a terminar levantando sacos en el mercado. ¿Por qué me salió un hijo tan estúpido?”
Esas palabras, nada cariñosas por cierto, fueron premonitorias para Rodolfo. Su madre, una matrona a la que no se le notaba el paso de los años y que, con más de 40 años, todavía despertaba la admiración varonil del lugar en que se encontraba, había perdido dos embarazos.
Su primer esposo, el padre de Rodolfo, había resultado bisexual. Cuando se casaron, Rosario no lo sabía. Sospechaba que algo raro había, pues una vez encontró ropa interior femenina en su mochila. El señor, apremiado, dijo que era de una compañera de trabajo que le había pedido el favor de guardarla. Rosario quiso verlo como alguna aventurilla del marido, pero algo le decía que no era exactamente eso. Cuando descubrió que Pascual solía vestirse con ropa de mujer, todo en secreto, pidió el divorcio. El hombre, enloquecido, la violó, producto de lo cual nació Rodolfo. Con eso supuso demostrar su hombría, lavando así la ofensa de ser tratado de “raro”.
Fue por esa dramática circunstancia que ambos vivieron el embarazo con especial angustia: la madre no quería continuarlo, pero al mismo tiempo su calidad de buena católica le impedía pensar en un aborto. El padre se mantuvo siempre temeroso de ser descubierto en su verdadera identidad sexual, y con la gran vergüenza de ser denunciado por ese acto de violencia.
El nacimiento de Rodolfo atemperó un poco la tensión reinante. Al menos en los primeros meses. Pero cuando Pascual se fue declarando mucho más abiertamente bisexual, Rosario terminó separándose.
El niño recibió toda esa muy pesada carga: no fue producto de un acto de amor, sino de un gesto desesperado de un padre que luego desaparecería por siempre de su vida. Ello hizo que, ya desde bebé, la madre no le diera los más cariñosos tratos. Por lo pronto, dos veces se le cayó de los brazos, estando a punto de poder pasar a un hogar sustituto por orden de un juez de familia, que vio el enorme riesgo en que se criaría.
De todos modos, la madre se las ingenió para no perderlo, apelando a los más retorcidos sobornos. De ese modo, su hijo, más que adorado ser nacido de sus entrañas, fue siempre un tormento, la marca indeleble de un suplicio que le acompañó por varios años, suavizándose en parte con su segundo matrimonio.
Allí, con más de 30 años, tuvo dos embarazos, perdidos ambos. Su nuevo esposo soportó lo mejor que pudo a Rodolfo, pero quería un hijo propio. Finalmente, con Rosario ya cuarentona, llegó. Nació allí Rocío, la que fuera la adoración de padre y madre. Su llegada terminó de opacar por completo a Fito.
Si hasta ahora su vida había sido un claroscuro en relación a su madre — amado en parte, pero despreciado profundamente también, en tanto recordatorio de una violación y de un progenitor impresentable— a partir del nacimiento de su hermana pasó a ser la oscuridad total. Padre y madre prácticamente lo ignoraron, relegándolo en sus prioridades. La mascota familiar — Negrito, un perro callejero adoptado con mucho amor— recibía mejor trato que Rodolfo.
Su padrastro no lo agredía de forma abierta, pero tampoco lo estimaba. En todo caso, lo soportaba. La madre, por el contrario, no ocultaba su desprecio. El trato casi despiadado que mostraba hacia él era vergonzoso. Su nuevo esposo miraba distraído para otro lado.
Conforme fue pasando el tiempo, el odio de Rosario para con su hijo fue haciéndose más notorio.
Los insultos subieron de tono: ya no era un trato duro sino, lisa y llanamente, un ataque continuo, con las imprecaciones más soeces que pudiera imaginarse, buscando ser adrede lo más despectiva posible. Para Rodolfo esa era su normal cotidianeidad.
Sufrió todo tipo de vejámenes, los que llamaban la atención de familiares y allegados. Todo el mundo que veía eso se preguntaba por qué el padrastro no reaccionaba, mientras tenía en trono de oro a su hija biológica.
En realidad, a este hombre poco o nada le importaba la suerte de su hijastro. La madre acechaba en cada acto a su hijo, torturándolo de forma expresa, sin ocultarlo. Por ejemplo, lo obligaba a ir a orinar cada rato, aunque el muchacho no tuviera ganas. Si se resistía, además de improperios, incluso recibía golpes. Todo eso — la revisión exhaustiva de sus deberes escolares sentándose a su lado, encontrando siempre errores por los que le estigmatizaba, entre otras cosas— permitía que la madre tuviera continuamente motivos por los que descargar su furia.
“Imbécil, tarado, mogólico, bueno para nada, atarantado de mierda” eran moneda corriente en su día a día. De algún modo, todo eso constituía la venganza por la forma en que fue concebido, y por el posterior comportamiento de su padre biológico, lo que representó un bochorno familiar, una mácula de la que Rosario nunca pudo separarse. De eso nadie quería hablar, porque resultaba una tremenda ofensa para una buena familia entregada a dios. Los desprecios que debía soportar Rodolfo eran el recordatorio de toda esa amarga historia.
En ese clima de hostigamiento, a los diez años presentó una terrible gastritis que se terminó convirtiendo en úlcera gástrica sangrante. Eso, en vez de llamar a la conmiseración de la pareja parental, solo fue mayor motivo de descontento.
“¡Todo lo que debemos gastar por tus caprichos, pedazo de mierda!”, dijo su madre.
“Algún día, cuando seas grande, tendrías que devolvernos todo lo que nos has hecho invertir en tu maldita salud”, espetó odioso el padrastro.
Ya de adolescente, Rodolfo pensó en varias oportunidades vengarse de esta infame situación. Con 16 años pergeñó un plan para secuestrar a Rocío. Eso haría sufrir mucho a sus padres, y además le daría la oportunidad de hacerse con una buena cantidad de dinero. Pero rápidamente desistió de esa idea, por considerarla demasiado complicada, muy arriesgada. Mejor matarla.
Por más de un mes estuvo elucubrando cómo hacerlo. Pensó que podría estrangularla, y luego enterrar el cadáver en el terreno contiguo a su casa. Sin embargo, considerando todos los detalles del caso, no lo vio posible. Finalmente, desistió de la idea.
El rencor acumulado por Rodolfo fue siempre en aumento. Rencor contra la vida, pero especialmente contra las mujeres. Su hermana, andando el tiempo, fue descubriendo la debilidad de su hermano, y aprovechando su sitial de honor en la dinámica familiar, se fue haciendo su enemiga número uno.
En sus años juveniles, timorato como era, le costaba muchísimo vincularse con gente de su edad. De ahí que le era muy difícil, o casi imposible, establecer vínculos con alguna muchacha. Veía con consternación cómo otros jóvenes cercanos — no amigos, precisamente, porque no los tenía — hablaban con mucha naturalidad de sus correrías amorosas.
Los relatos sobre relaciones sexuales, muchas veces exagerados, eran cosa corriente para los otros. Para él, jamás.
Alguna vez, cuando Rodolfo salía un día por la noche con algunos amigos —cosa que sucedía muy escasamente, casi nunca— la madre, con su proverbial agresividad, espetó: “¡Cuidadito! ¡¡No vayas a embarazar a una muchacha, que se te arruina la vida!!”
Esas palabras resultaron proféticas, pues el joven nunca tuvo contacto sexual —o al menos el intento— con una mujer hasta los 28 años. La vez que, luego de interminables cavilaciones, se decidió visitar un prostíbulo, no tuvo erección. La sexoservidora que lo atendió con dulzura y acariciándole la cabeza, le dijo con tono entre burla y misericordia: “¡Vaya, muchacho! Así te va costar embarazar a tu esposa”. Le resultaron palabras que reforzaban la profecía materna.
Cuando llegó el momento de entrar a la universidad, sus padres fueron claros: no había dinero para costearle los estudios superiores. Si quería tenerlos, debería trabajar para pagárselos. Rodolfo así lo hizo.
Fue su primer trabajo, y lo espantó mucho. Pensó que siempre los trabajos que pudiera conseguir serían así. En realidad, no se equivocó. Como maldición que parecía perseguirlo, en todos los lugares en que estuvo —¿casualidad, destino, activación de una historia infinitamente repetida?— se encontró con jefas que, salvando las distancias, remedaban la historia con su madre. Nunca un jefe varón, siempre mujeres.
En sus estudios universitarios no fue mal: no era un alumno particularmente brillante pero, un poco a los golpes, terminó graduándose de economista. Sus primeras ocupaciones, siempre como ayudante en oficinas, le dejaron un sabor amargo. Ya graduado, los nuevos puestos que encontró, ahora en su profesión, potenciaron exponencialmente ese malestar.
Con 34 años, y sin vida sexual hasta ese entonces, entró a trabajar en el Ministerio de Economía. Allí, entre timideces y continuos enrojecimientos faciales, rubores que lo asaltaban a cada instante —le costaba horrores hablar mirando a los ojos a su interlocutor— conoció a la que sería su esposa: Elvira.
Era esta una Rosario, en versión corregida y aumentada. Difícil, cuando no imposible, saber por qué una mujer así, impetuosa y enérgica, se quedó con un tipo tan pusilánime como Rodolfo. Seguramente por eso.
Ella era mayor que él, por tres años. Ya parecía que apuntaba para ser una soltera crónica. No era especialmente agraciada, pero no era eso lo que la alejaba de pretendientes. Era su carácter envenenado: siempre protestando, ácida para todo, eternamente disconforme.
Ambos sintieron que esa era su única posibilidad de formar una pareja, y ambos querían jugar a ser normales. Tener un “matrimonio feliz” es uno de sus estandartes, glorifica a quienes están “felizmente casados”. Ambos, por tanto, sintieron que conseguían algo muy importante para sus vidas: ¡lucían como gente normal!
Elvira tampoco había tenido nunca relaciones sexo-genitales. No, al menos, con un hombre. Nunca se lo dijo a Rodolfo, pero mantenía un apasionado romance con la jefa de ambos, la Lic. Delia. Ninguna de las dos se atrevía a hacer público esa relación: era el secreto que las mantenía indisolublemente unidas. El casamiento de Elvira no canceló el vínculo. Por el contrario, lo fortaleció.
La noche de bodas de la nueva pareja, más allá de la ceremonia nupcial — bastante parca, por cierto— fue un fiasco. Rodolfo, igual que en su primer intento con la trabajadora sexual años atrás, presentó disfunción eréctil. Para Elvira, aunque no lo dijo de manera explícita ante su pareja, fue una satisfacción. Habiéndolo consensuado con Delia -jefa y amante- iba a tener la menor actividad sexual posible con su esposo.
El casamiento era, básicamente, un gesto social, una pantomima premeditada, en lo fundamental, para complacer a sus padres. Su familia era muy devota, católicos a ultranza; incluso tenía un hermano sacerdote. Ella, criada en la más estricta ortodoxia religiosa, sentía que no podía decepcionar a su familia con una soltería que ya se hacía crónica. Y mucho menos, infinitamente menos, con la confesión de una relación homosexual. Fue por ello, y no por otra cosa, que buscó casarse con Rodolfo.
Delia, una auditora de eterno gesto adusto, con un marcado aspecto varonil —“Adolfo” la apodaban los empleados, por remedar al dictador nazi…. y por su semblante masculino (“le faltaba solo el bigotito”, bromeaban)— era estricta con todo el mundo, pero con Rodolfo lo era mucho más. Descubrir su debilidad potenció su agresividad. Era una relación recíproca, indisoluble: a un esclavo correspondía un amo. Cuanto mayor esclavitud de un lado, mayor despotismo del otro.
En la oficina, todo el personal se percataba de este patológico vínculo. Había quien se indignaba con ello, mientras que muchos —morbosamente— se solazaban. El muchacho era víctima de bromas pesadas que nadie se esforzaba por ocultar. Elvira, sutilmente, había deslizado la insinuación de su impotencia. Ello provocó la crueldad más despiada de muchos. Nadie se hacía cargo de los mensajes: eran anónimos que solían aparecer en ambos baños, de hombres y de mujeres. Nadie se reconocía su autor, pero todos disfrutaban con ese bochorno.
El padrastro de Rodolfo había fallecido unos años antes. La madre, la inefable Rosario, no había estado muy de acuerdo con el casamiento de su hijo. “Esa mujer no te conviene. Es una bruja”, había anatematizado. Rodolfo pensaba, apenas unos meses después del casamiento: “¡Claro, por supuesto! Para bruja ya estás tú”.
El acoso materno nunca cesó. Fue modificándose algo con el tiempo, endureciéndose incluso, pero no desapareció. Siempre, para todo, la madre encontraba elementos que criticar. Como cuando niño o joven, cada cosa que Rodolfo hacía recibía el comentario negativo —o la brutal contrariedad— de su progenitora. Lo curioso es que el muchacho todo lo aceptaba resignadamente, agachando la cabeza. Algo similar le sucedía con su esposa y con su actual jefa.
“No vayas a embarazar a una muchacha”, le resonaban las proféticas palabras de su madre.
Razonaba ahora que su impotencia tenía que ver con eso, y comenzó a sentirse harto. Fue por eso que consultó con un urólogo. El médico, entendiendo rápidamente el cuadro, le sugirió asistencia psicológica. En principio, Rodolfo se resistió. Amparado en el ancestral prejuicio dominante, consideró “no estar loco”. Pero luego, en un rápido examen de su vida, comprobó que sí, sin dudas, toda esa historia de desprecio, el haber llegado a la vida como jactanciosa demostración de hombría de un varón bisexual y el haber sido una carga indeseada para una mujer estafada le había marcado su existencia de un modo bastante patético.
Buscó una psicóloga. “Tiene que ser una mujer”, se decía. “Debo romper este hechizo maléfico”.
Con un supremo esfuerzo, venciendo sus enraizadas resistencias, comenzó a hablar de su historia. Su “triste e increíble” historia, solía decirse. El comenzar a escarbar en todo ese embrollo de su vida, ese caos tan complejo, tuvo efectos. Lloró mucho al ir evocando pasajes de su vida, pero todo ello lo fue envalentonando, y finalmente, tomó la decisión: visitaría un lupanar. “Una casa de citas”, se decía para sí mismo, pensando que con esa designación le rebajaba valor a la “inmoralidad” (así lo sentía) que estaba cometiendo.
Rodolfo, si bien criado en la fe católica, no practicaba ninguna religión. De todos modos, el contacto con prostitutas se le hacía algo indigno. Sin embargo, luego de interminables cavilaciones que nunca compartió con su psicóloga, finalmente decidió hacerlo.
La visita resultó exitosa. No fue la maravilla que se esperaba, pero logró lo que quería. “¡No soy el tonto, imbécil e incapaz que me han hecho creer!”, concluyó rápidamente. Ahí sí lo comunicó a su psicoterapeuta, con el orgullo de un niño que ha obtenido una muy buena nota en sus calificaciones escolares.
La vida comenzó a cambiarle. Con su jefa, la dictadorcilla Delia, fue teniendo una actitud distinta, más confrontativa. Si bien nunca se le opuso frontalmente, nunca discutió en forma tajante alguna directiva (muchas veces antojadizas, dadas solo por el perverso deseo de molestarlo). Era evidente para todos los empleados que el trato ahora era distinto.
También lo notó Elvira, su esposa. Ambas mujeres sintieron que algo cambiaba, que algo se comenzaba a resquebrajar. Temieron que Rodolfo se hubiera dado cuenta de su romance. Eso, pensaron, sería terrible, significaba su casi muerte en vida. Por lo pronto, las sesiones de psicoterapia que él estaba tomando, las hacía en secreto. Nadie sabía de ellas.
La vida sexual de Elvira y Rodolfo era totalmente nula. Dormían en la misma cama, pero no había el más mínimo contacto. Él lo había intentado en un primer tiempo, encontrando siempre el rotundo rechazo de ella. De ahí que, como pasaba siempre en su vida, terminara resignándose.
Pero ahora las cosas estaban cambiando. Como su esposa lo notó, rápidamente intentó tomar la iniciativa. En un gesto por completo inusual en ella, comenzó a buscarlo en la cama. Rodolfo no supo si aceptar o desconfiar. Finalmente, lo que le hizo recordar las cavilaciones previas a la visita al burdel, aceptó.
Comenzaron a tener una regular vida sexual. Ninguno de los dos era muy experto en el tema: el uno, por su desconocimiento en el asunto, la otra, porque su experiencia había sido solo con otra mujer.
De todas maneras, a sus respectivos modos, ambos encontraron cuotas de placer en la nueva actividad. Más aún Rodolfo. Para Elvira, aunque pudiera obtener alguna cuota de placer, el hecho de acostarse con un hombre tenía más carácter de suplicio que de momento gozoso. Pero, aunque apretando los dientes y mirando para el techo con resignación, lo hizo. El joven, envalentonándose en la relación, pidió — o más bien exigió— sexo anal. Elvira, muy a su pesar, pero para evitar sospechas o represalias de parte de su esposo, accedió.
Todas estas novedades fueron contadas a su psicóloga como el logro más grande de su vida, más aún que su primera experiencia sexual pagada, nada gloriosa, por cierto. Esta nueva situación que estaba viviendo lo hizo tomar una decisión largamente soñada, pero que nunca se atrevía a pensarla con seriedad, considerando que sí podía hacerse realidad efectivamente.
Su madre, algo ya envejecida, continuaba hostigándolo. Ahora era la demanda de un nieto. Osó llegar a decir que por qué no embarazaba a su mujer: “¿eres marica acaso?"
Sin dudas, en esas duras y ofensivas palabras, se presentificaba el odio producido por su propia historia y la cólera indecible que había soportado toda su vida. Su hijo era el depositario de esa frustración ancestral. No se atrevió a hacerlo abiertamente, pero en presencia de su hermana, con la que casi no mantenía contacto, por vez primera en su vida le discutió (aunque moderadamente) una indicación. “No, no soy marica. Y si lo fuera ¿cuál es el problema?”
Rosario, cuyo nombre completo era Rosario de las Mercedes y María Pía Concepción, una inveterada feligresa de las que añoraba la misa en latín, quedó horrorizada ante la respuesta de su hijo.
“¡Blasfemia!” vociferó. “Se te ha metido el demonio”.
La mujer no sabía que su hija, la adorada “princesita de la casa”, era homosexual, cosa que se mantenía en el más absoluto secreto. Pero a la muchacha le preocupaba, porque la vez pasada había visto a su cuñada Elvira en una discoteca gay a la que había concurrido con Delia, poniendo cualquier excusa más o menos creíble ante Rodolfo.
Delia, como jefa y amante de Elvira, estaba muy preocupada por este nuevo Rodolfo. Sentía que estaba perdiendo el riguroso control — malvado y pérfidamente malintencionado— que había ejercido sobre él hasta ahora. Lo que más la angustiaba, tanto a ella como a su pareja, era que Rodolfo descubriera el romance. Un casamiento entre trabajadores de la dependencia gubernamental estaba permitido. No así el establecer parejas cuando había una relación jerárquica, de jefe y empleado. Ese era el caso aquí, aunque era una pareja secreta y no formal. Y peor aún: escandalosa para la moral dominante.
Rodolfo le dio inicio a su plan, concebido muy en nebulosa tiempo atrás, y que ahora comenzaba a tomar forma. Para ello decidió hacer un pequeño encuentro en su casa, donde comunicaría las buenas nuevas. A Elvira simplemente le dijo que tenía algo importantísimo que hacerle saber, y para ello también había invitado a su madre y a la jefa del departamento, Delia. Su esposa quedó estupefacta.
No podía entender de qué se trataba, qué novedad tan importante podía estar en juego. Eso la sorprendía, pero más aún la dejaba sin palabras la invitación a esas mujeres. No acertaba a comprender qué había allí. ¿Por qué las tres juntas?
El encuentro fue en la casa de Rodolfo y Elvira. No había nada especial para ofrecer, más que unos simples bocaditos y un par de jarras de limonada. La esposa, aunque vivía con el anfitrión de la reunión, estaba tan en ascuas sobre el motivo del encuentro como las otras invitadas, Rosario y Delia.
Reunidos ya todos, mientras el dueño de casa ofrecía algo de tomar, comenzó a preparar un proyector que conectó a una computadora al tiempo que también desplegaba una pantalla. Iba explicando que la naturaleza del proyecto a presentar era algo compleja, por lo que había pensado que unas láminas de power point podrían ayudar.
Todos tomaron su primer vaso de limonada — “muy sabrosa”, terció Diana, con una más que forzada sonrisa de ocasión—, en tanto Rodolfo comenzaba a hablar. Hizo una larga introducción, bastante deshilvanada, sin que se entendiera bien a dónde apuntaba. Habló de cosas diversas, insistiendo varias veces en inversiones bursátiles.
En realidad, todo ese circunloquio inconducente era una estrategia para dejar pasar un momento de tiempo y permitir que hiciera efecto la escopolamina vertida en la bebida. Las tres mujeres bebieron, mientras él pasaba el tiempo preparando los equipos, y luego con esa conversación sin mayor sentido, con un vaso en la mano del cual nunca probó un sorbo. En unos minutos Elvira, Rosario y Delia quedaron dormidas.
Muy sigilosamente salió de la casa, incluso con gorra, lentes negros y una mascarilla, evitando así ser reconocido. Si en las cámaras de seguridad quedaba registrado que un hombre había estado en el apartamento antes del incendio, nadie podía identificarlo.
Las llamas devoraron todo. La casa y los tres cuerpos quedaron calcinados. Fue muy difícil reconocerlos por el forense. Su regreso a medianoche, cuando los bomberos estaban terminando de apagar los últimos fuegos, mostró un hombre desesperado por lo ocurrido.
Su actuación fue quizá demasiado teatral, lo que llamó la atención de los investigadores. No había evidencias que lo involucraran directamente, pero la compañía de seguros, que hace lo imposible por no pagar, o pagar lo menos posible, en los siniestros, buscó hasta el último detalle.
Y, finalmente, lo encontró. Rodolfo había olvidado un envase de thinner en la cocina, que llevaba sus huellas dactilares. Después de intensos interrogatorios que le quitaban el aliento, viéndose ya sin salida, lo confesó. Ante la interrogación del policía que manejaba el polígrafo preguntándole por qué lo hizo, Rodolfo, con la mayor serenidad del mundo, se limitó a decir: “Era necesario”.