Cuando desperté de la anestesia, vi un rostro sonriéndome. Aún no podía entender que estuve muy cerca de morir. No recuerdo las señales descritas por gente en una situación similar, luz que ciega o la aparición de ausentes a este lado del umbral. Pocos segundos después de escudriñar el rostro me pregunta:
—¿Sabes quién soy?
Respondí con nombre y apellido, haciendo un ademán de pregunta obvia: “dah”.
Traté de escudriñar otras figuras en los alrededores. Máquinas de resucitación, oxígeno, todo confuso, tinieblas en una comedia divina. Por un momento pensé: “¿Qué diablos hago aquí?”, pero decidí no convocar a Satán. Sabía que encontraría respuestas.
—Has sufrido un aneurisma— fue lo que oí sin entender.
A Dios gracias, eso faltaba a la verdad. Cuando el cirujano doctor lo describió, me alegré. Un aneurisma es una falla congénita que puede suceder a cualquier edad. Es difícil de sanar, toma tiempo (mucho tiempo) y yo no contaba con ese preciado tesoro a mis 64 años.
Moví brazos y piernas, traté de expresarme con coherencia y pude articular ideas. Sonreí al escuchar de un familiar el susto que les hice pasar. Lo cierto es que una cirugía en el cerebro asusta a cualquiera y era temprano para saber si presentaría secuelas, aunque el doctor se mostraba seguro en su negativa.
—Te vas esta noche a Lima en ambulancia aérea. Aún no estás fuera de peligro— me dijo quien pagaba el transporte, Julio, mi hermano, que había llegado desde Filadelfia a hacerse cargo.
No quise saber el costo del traslado hasta tiempo después. La última vez que había sobrevolado en avioneta fue para disfrutar la montaña Denali, la más alta de Norteamérica. Sentado al lado del copiloto bajo los efectos de hongos mágicos, había disfrutado un excelente y despejado día mientras jugaba con un timón que no poseía control. La compañía de canotaje DRA y la línea aérea compartían campamento cerca de la pista de aterrizaje.
Creo que salvé mi vida por estar trabajando. Al no responder llamadas, mi jefa se preocupó y, sabiendo que soy una persona fiable, fue a buscarme, sospechando de que algo andaba mal. Todo se confabula: una vecina con copia de mis llaves llega en el momento preciso para abrir y encontrarme inconsciente. No sé cuándo perdí el conocimiento, no recuerdo el último día que supuestamente había guiado clientes en Machu Picchu. Me trasladaron inerte a la clínica y esa noche fui operado.
12 días antes, recuerdo, andaba montando bicicleta una mañana con veranillo, expresión utilizada cuando en temporada de lluvias se disfrutan días soleados de intenso calor en la ciudad de Cusco. El retrovisor de un auto golpeó el timón de la bici, haciéndome tropezar de mala manera. Me levanté y seguí. Creí salir bien librado de un accidente que pudo ser fatal.
No lo sabía aún, pero sufrí un hematoma subdural, en una de las tres capas que protegen el cerebro. No había caído en cuenta de un sangrado invisible crónico y nunca se me ocurrió pedir una resonancia.
A los pocos días comencé a sentir fuertes dolores de cabeza, andaba trabajando sin asociar los síntomas. Los dolores aparecían y desaparecían sin patrón alguno. Vomité dos días antes y me cuentan que hablaba raro, esforzándome por encontrar palabras. Yo había insistido en revisar mi salud una vez llegara a Lima de vacaciones. En mi cinismo, he sabido mencionar que el mejor doctor de Cusco es comprar un boleto aéreo a Lima. Felizmente, estaba equivocado.
Viaje en la ambulancia aérea que frágilmente era zarandeada por los vientos. Otro hermano viajaba conmigo a pesar de estar aterrorizado. Junto a nosotros, los dos enfermeros anónimos. Al llegar a Lima fui trasladado al hospital Dos de Mayo. No estaba asegurado y mi economía no daba para tanto. Este hospital es para gente de bajos recursos y cuenta con buena reputación. Leyendo sobre la historia del nosocomio, supe que en 1868 hubo un brote de fiebre amarilla y es así como se inauguró para atender a pacientes. Fui vigilado por un equipo de médicos las siguientes dos semanas; en un salón enorme con 12 camas a cada lado fue parte del entorno.
Durante este periodo de tiempo fallecieron tres personas. Llegaron dos presidiarios con cuidadores que los seguían hasta el baño y mi vecino Adolfo, una persona con diabetes avanzada que había logrado cubrir el letrero que le prohibía alimentos por vía oral. Como recién lo estaba conociendo, cuando llegaban algunos de mis familiares con empanadas, él las compartía y engullía con placer. Lamentablemente, su falta de disciplina le hizo perder una de las piernas.
Luego de mi alta médica, fui a la casa de mi hermana Liliana, quien me cuidó durante un mes, preparándome para una pronta recuperación. Caminaba a diario en un extenso jardín. La parte difícil fue el insomnio que me sobrevino. Superado este evento negativo, comenzó mi preparación para retornar a remar en Alaska.
Tenía poco tiempo: el evento médico ocurrió el dos de febrero. El primero de junio me esperaban. Mi familia me tildaba de loco. “¡Imposible!”, decían algunos, pero a base de perseverancia (y con la aprobación del cirujano doctor sin necesidad de soborno) pude cumplir mi segundo año remando en el río Nenana.
Cuando volví a remar, pude afrontar las deudas médicas. Julio no quiso ningún dinero por el costo de la avioneta y el grupo de amigos que hicieron una colecta mientras estaba inconsciente tampoco.
Soy bendecido con otra oportunidad y ahora enfrento la vida de forma diferente. Maktub es una palabra árabe que significa “estaba escrito” y se usa para referirse al destino: sucederá lo que tenga que suceder. Se debe aceptar con calma, y yo quiero creer.















