En el corazón de la Provincia de Buenos Aires, se encuentra Villa Epecuén. Luego de algunas décadas de auge turístico, en 1985 una inundación devastadora sumergió a la villa bajo las aguas hipersalinas de la laguna. Este hecho transformó en ruinas lo que una vez fue un próspero y alegre destino turístico, cambiando su fisonomía para siempre. Al día de hoy, Epecuén es un paisaje tan fascinante como lúgubre, apropiado por la naturaleza.
Si una persona que vive en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires decide adentrarse en el corazón de la Provincia homónima hacia la mítica Villa Epecuén, no tiene más que tomar la ruta 205 para luego, a la altura de Bolívar, empalmar con la 65 y seguir manejando por un poco más de 500 kilómetros. Una vez realizado ese recorrido, no queda más que ingresar por el acceso a la pintoresca ciudad de Carhué, que recibe su nombre del mapudungun (autoglotónimo que refiere a la lengua del pueblo mapuche). Carhué, además de ser la ciudad más poblada del Partido de Adolfo Alsina, es la portadora orgullosa del título que la declara Capital Provincial del Turismo Termal. Esto se debe a que, como se encuentra a los pies de la mítica Laguna Epecuén, sus hoteles y balnearios están alimentados por el agua de la laguna que –se dice– tiene importantes propiedades curativas.
Este cuerpo de agua se encuentra en el fondo de una depresión y es la sexta –y última– laguna del sistema de las Encadenadas del Oeste. Al serlo, recibe los aportes de La Paraguaya y de varios arroyos. Debido a que no tiene desembocaduras, su nivel de agua sólo decrece por causa de la evaporación. El lector deberá recordar este dato, pues será de gran relevancia a la hora de comprender lo que sucedió el trágico 10 de noviembre de 1985. Volviendo a la laguna, indican fuentes oficiales que “su alta concentración salina la califica como [...] hipermarina con importantes propiedades terapéuticas; sus aguas contienen minerales tales como sodio, potasio, calcio, magnesio, ioduro, cloruro, sulfato, carbonato, nitrato”1.
Desde el siglo XIX, la gran mineralización de estas aguas y su inusualmente alta concentración salina la han llevado a ser conocida por sus propiedades curativas y paliativas. Reconocidos médicos han indicado baños en sus aguas para el tratamiento de diversos malestares y afecciones. La salinidad de la Laguna Epecuén es apenas menor a la del Mar Muerto, lo que la convierte en un inmenso flotario natural.
Desde aquel entonces, con el correr de los años, esta zona fue ganando popularidad. Las primeras obras ferroviarias se iniciaron a finales del siglo XIX y, hacia la década de 1920, ya habían comenzado a construirse los primeros balnearios, termas y hoteles. El desarrollo turístico se había puesto en marcha. Año a año, Epecuén se preparaba para recibir contingentes cada vez mayores de visitantes. Algunos de ellos se acercaban en busca de las propiedades curativas de las aguas de la laguna y otros se inclinaban por Epecuén por tratarse de un lugar con buenos servicios de atención al turista para pasar las vacaciones familiares.
Hacia la década de 1930, la Villa Lago Epecuén se encontraba plenamente formada: contaba con una escuela, un balneario e, incluso, el castillo de una dama francesa que quedó encantada con el lugar, por lo que había decidido construir no una, sino dos viviendas (una temporal y, la otra, el hoy célebre Castillo de Epecuén, que fue construido con la intención de que fuera su morada definitiva). En 1938, se había inaugurado un moderno matadero que constituye una de las obras arquitectónicas más famosas de Francisco Salamone. Fuentes oficiales señalan que la gran torre tanque y el enorme letrero Art-Decó “funcionaban como una fachada parlante que promocionaba la extravagante Modernidad del Estado Conservador” que gobernó la provincia de Buenos Aires entre 1936 y 19402.
Con el objetivo de unir y estabilizar el caudal irregular natural de las lagunas de la región, en 1975 se construyó el canal Ameghino. Sin embargo, la obra no recibió los controles adecuados de parte del Estado Argentino que, en aquel entonces, estaba en manos de un gobierno de facto instaurado en el marco del Plan Cóndor. Como consecuencia del abandono y la impericia estatal, el caudal de la Laguna Epecuén fue creciendo progresivamente con el transcurso de los años hasta que el 10 de noviembre de 1985, con una sudestada, el terraplén de contención que separaba la laguna de la villa cedió y el pueblo quedó debajo del agua. Cuentan los lugareños que la inundación dejó al pueblo 4 metros sumergido bajo el agua de la laguna.
Con el paso del tiempo, la profundidad del agua fue aumentando hasta llegar a 10 metros en 1993. El balneario, los hoteles, el viejo cementerio, el castillo y el imponente matadero ubicado en el camino de ingreso a la villa quedaron totalmente cubiertos y permanecieron en ese estado durante décadas en las que la naturaleza se abrió camino e hizo un lento y sistemático trabajo sobre las obras humanas. Actualmente, el pueblo está en ruinas.
El matadero de Salamone se encuentra en la entrada de ingreso a la villa, junto a un terroso camino de bordes perfectamente prefigurados por las siluetas flacas y lúgubres de los árboles muertos a causa del agua hipersalina. El contorno de esos árboles secos y esqueléticos; el camino de tierra suelta que dejó el agua; y el viejo, derrumbado y exuberante matadero conforman el comité de bienvenida que recibe a los visitantes del lugar.
Para ingresar a ver las ruinas, los turistas deben realizar una lánguida procesión a lo largo de ese fantasmal camino: la velocidad de tránsito está pautada por la señalética del municipio, que sugiere una lenta y constante peregrinación hasta la llegada al portón de ingreso (está prohibido descender del vehículo y circular a una velocidad mayor a 20 km/h). Transcurrir por ese camino es preparar el cuerpo y la mente para un viaje al pasado y a la muerte. En ese trayecto no hay vida, sino los restos de una que supo existir, en medio de la alegría veraniega, hace más de cuarenta años. La fatal inundación de 1985 hizo de Epecuén un lugar en el que la vida humana es cosa del pasado. Y –sorprendentemente o no– es en esas condiciones que la naturaleza, representada por algunas especies de algas y de aves adaptadas a las cualidades en extremo particulares del lugar, ha logrado establecerse con la prosperidad permitida por las propias limitaciones ambientales.
Para entrar a los restos de la villa, los turistas deben abonar una entrada muy accesible a la Municipalidad de Carhué, que luego de la inundación volvió a comprar las propiedades a quienes tenían allí sus viviendas y emprendimientos comerciales por –se rumorea en el pueblo– bastante menos de su valor fiscal. Con el ticket de ingreso, el visitante recibe también una advertencia: debido a que los interiores de los edificios están en peligro de derrumbe y el tránsito humano por las veredas implica el riesgo de caer en un pozo ciego, quienes recorren las ruinas sólo tienen permitido transitar por las calles. Es así que, al traspasar el portal de ingreso, el viajero comienza a andar por otro mundo, uno en el que Av. de Mayo es también una calle principal (nombrada de ese modo en homenaje a la tradicional avenida porteña).
La caminata de ingreso y el recorrido por la villa sumerge a los visitantes en un silencio solemne. La actitud de profundo respeto acompañará a quienes recorren el lugar observando silenciosamente los restos de lo que supo existir. Las conversaciones se dan en susurros y se camina con una ceremoniosa lentitud, avanzando poco a poco y progresivamente en el grado de intromisión, como pidiendo permiso para recorrer las ruinas. ¿Será por la sensación de tragedia que emana de esos restos? ¿O el silencio formará parte del duelo en señal de respeto hacia las pérdidas que se produjeron en el lugar? ¿O quizás porque es difícil no sentir que se está invadiendo la privacidad de sus antiguos pobladores, debido a que esas ruinas nos dejan entrever algunos íntimos detalles de su vida cotidiana? En este punto, las similitudes de Epecuén con la ciudad italiana de Pompeya son innegables: la vida cotidiana del lugar quedó congelada en el tiempo y conservada por un fenómeno natural. En Pompeya, el desencadenante fue la erupción del Vesubio y, en Epecuén, la inundación causada por el desborde de la laguna.
El recorrido por el lugar implica un viaje doble. Por un lado, Epecuen nos permite viajar al pasado: botellas viejas, neumáticos de automóviles que no se fabrican hace décadas, timbres oxidados, jaboneras de cerámica colgadas de los pedazos de paredes que quedaron en pie, mobiliario de otros tiempos y las ruinas de pintorescos edificios que constituyen los restos de inversiones económicas que tuvieron una corta duración en el tiempo. Por otro lado, recorrer el lugar nos permite observar el fabuloso renacimiento de la naturaleza, que se erige como una joya natural emergente entre las ruinas de las creaciones del ser humano.
Paulatinamente, en Epecuén se fue conformando de forma espontánea un ambiente maravilloso y por demás singular a partir de los restos de la tragedia humana. Una numerosa colonia de flamencos australes se asentó en la laguna; las algas se enredan entre los restos de botellas, tejas, ladrillos e inodoros viejos; y varias colonias de aves han construido sus nidos en lo poco que quedó en pie de las paredes, techos, tanques y piletas derrumbados. Estos son, al día de hoy, los únicos habitantes de una villa que llegó a contabilizar hasta 1500 residentes estables.
Las ruinas del Antiguo Cementerio de Carhué merecen una mención aparte. Hoy en día, aún habiéndose retirado las aguas, el mismo se encuentra a muy pocos metros de la laguna. El desborde causó la rápida inundación del cementerio y, unos días después, los habitantes del lugar comenzaron a ver féretros flotando por causa del agua salada. Los lugareños iban y venían desde Carhué hasta Epecuén en botes a remo esquivando las enormes cajas de madera con restos humanos que bailaban al ritmo del oleaje de la laguna. El cementerio estuvo sumergido por más de veinte años y, por ende, poco queda de la presencia física de las personas allí sepultadas, a excepción de los fragmentos pequeños de huesos desperdigados por ahí y algunas fotos viejas que, de alguna manera, lograron perdurar al paso del tiempo y a la corrosión del agua.
Por una consecuencia paradójica del destino, las tumbas más opulentamente construidas del cementerio (los altos panteones, con bellas estatuas talladas por la mano experta de un esmerado artesano) fueron las que más sufrieron el avance de la laguna. Las humildes lápidas de cemento fueron las que mejor sobrevivieron a la inundación. Algunas de estas tumbas se encuentran actualmente adornadas con flores plásticas de colores brillantes que las hacen sobresalir –relucientes y con fuerza– por sobre la opacidad del gris paisaje. En la mayoría de ellas, el nombre del difunto está borrado o extraviaron la placa identificatoria.
El suelo del cementerio está regado de restos de alas de ángeles; trozos de huesos; piedras y cascotes; astillas de madera y fragmentos de cruces católicas. Las aves carroñeras terminan de pintar un paisaje espeluznante en el que la muerte encontró algo más mortífero aún: Epecuén es un lugar en el que a la muerte humana le sobrevino la despiadada vandalización de esos muertos por parte de la naturaleza. Estos cuerpos, lejos del descanso eterno, iban a ser objeto de otro despiadado destino, aquel derivado del mismo ciclo de vida de Epecuén.
Por lo dicho anteriormente, las ruinas de esta villa inundada constituyen la visita obligada de aquel viajero que siente curiosidad por el pasado, la vida natural y la condición humana. Transitar por estos desolados espacios y observar los detalles de una exultante vida que supo existir constituyen un viaje hacia el pasado y el reverdecer natural contemporáneo.
Notas
1 Comentario recuperado de la siguiente nota.
2 Para ampliar en este aspecto, consultar este artículo.