Nuria Florencia Setti
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Nuria Florencia Setti

Durante toda mi vida, me apasionaron tanto los procesos socioculturales como el mundo natural. Estos intereses, en apariencia irreconciliables, sólo lo fueron hasta el descubrimiento de una maravillosa disciplina que logra atender, en cierta medida, a ambos: las ciencias antropológicas. Mi formación académica de base proviene del ámbito de la antropología sociocultural: soy una orgullosa graduada de la Universidad de Buenos Aires (Argentina).

Siempre me sentí muy cómoda habitando los bordes. La hibridez y la fluidez son movimientos necesarios para mí. Es por ello que, unos años después de haber recibido mi diploma de grado, decidí cursar una carrera de posgrado vinculada a procesos discursivos. A la base de esta decisión bullía en mí un fuerte interés por sumar nuevas herramientas que me permitieran abordar los procesos del mundo sociocultural a partir de otros materiales e instrumentos metodológicos. Buscaba, en ese entonces, la posibilidad de hacer antropología a partir de un material empírico nuevo: los discursos sociales.

Esta carrera, además de brindarme una excelente formación en un marco teórico y metodológico para analizar la dimensión discursiva de los procesos sociales, fue una instancia de entrenamiento intensiva en investigación y escritura académicas. Luego de mucho trabajo y algunos años de cursada, tuve el orgullo de finalizar la Maestría en Análisis del Discurso de la Universidad de Buenos Aires. Mi tesis buscó incorporar de forma relacional varios de mis intereses personales: los viajes, los diarios personales, los denominados “discursos del saber” y la práctica científica.

Entre la lectoescritura y el contacto interpersonal del trabajo docente, con la mente en la ciencia y el corazón en el arte, mis horas libres se debaten entre la música, el yoga, el cine, la fotografía, la gastronomía y los viajes. Estos últimos no siempre adoptan la forma de un desplazamiento físico. De lunes a viernes, mis piernas caminan incansablemente las infinitas calles de la Ciudad de Buenos Aires y los barrios del Conurbano Bonaerense. Y cuando llega el fin de semana, mi cuerpo me plantea, con una insistencia tenaz, la urgente necesidad de respirar aire libre y alejarme del ruido, las multitudes, el concreto y los autos.

Viajar es una necesidad para mí. Irme lejos, moverme, llevar mi mente y –si es posible– mi cuerpo a otros lugares, conectar con otros entornos, otros colores, personas y aromas. Ver tierra, sol, barro, horizontes, amaneceres, atardeceres y realizar descubrimientos minúsculos de cosas maravillosas. El contacto con la alteridad es fuente de vida, es mi fuente de vida. En este sentido, no puedo dejar de coincidir con Michel Maffesoli, quien encuentra el nomadismo inscrito en la misma naturaleza humana. Para este autor, se trataría de una especie de pulsión que nos empuja, irrenunciablemente, a movernos.

Por la confluencia de una serie de circunstancias que se dieron en mi vida, en el último tiempo tuve la oportunidad de recorrer varios miles de kilómetros del maravilloso país en el que tuve la suerte de nacer. Esto me permitió tomar contacto con entornos naturales inmensos y con una vida sencilla que nos pone justamente en nuestro lugar: no somos más que seres pequeñísimos y, sin duda, insignificantes frente a la enorme majestuosidad de la naturaleza. Ese tipo de experiencias son las que nos permiten entender que lo importante en nuestra vida no es lo que el hartazgo cotidiano nos tienta a pensar, sino que lo que verdaderamente vale la pena es sólo un pequeño puñado de elementos. En su mayor parte, vinculares.

En esto del interminable autoconocimiento, hace unos años me descubrí senderista. Una senderista amateur, claro, que aún no logra calmar la respiración en espacios donde lo único que se debe hacer es, precisamente, respirar. Paisajes serranos, puneños y montañeses regalan, a quien tenga el coraje de encararlos, una serie de senderos sólo accesibles a pie que suelen tener su punto de llegada en un lugar tan puro como la sociedad contemporánea lo permite y de una belleza natural indecible. Comencé a encontrar un placer inmenso tanto en las llegadas como en los caminos en sí mismos. Llevar el cuerpo al límite y lograr trascenderlo; observar los ejemplares minúsculos del reino vegetal, animal y fungi. Y, por sobre todas las cosas, no dejar de caminar, entregarse de cuerpo y mente a ese ritual (el que deviene casi una procesión); y, finalmente, llegar a un lugar colosal, tan maravilloso que no hay sistema lingüístico al que le alcancen las palabras para describirlo con algún grado de justicia.

Esta persona es quien vengo siendo.

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