Al parecer, la mayor parte de los historiadores están de acuerdo en que el siglo XXI comienza con la caída del Muro de Berlín. Ese acontecimiento, que marcó el fin de la Guerra Fría, dio paso al tiempo que ahora nos vive y del que somos parte integrante, aunque nuestro protagonismo se reduzca al de meros consumidores y observadores pasivos. Sin embargo, esta abulia con la que enfrentamos el futuro no debe hacernos olvidar episodios que, por su extrema crueldad, cuestionan radicalmente cualquier concepción amable del mundo en que vivimos, y, por lo mismo, esa atmósfera de aparente tranquilidad en la que se desenvuelve el curso de nuestros días.
Ejemplo para el recuerdo, y acicate de la memoria, sería la explosiva división que tuvo lugar en los territorios de la antigua Yugoslavia.
Unida tras la Segunda Guerra Mundial bajo la denominación de República Federativa Socialista de Yugoslavia, el antiguo Reino de los serbios, croatas y eslovenos conoció, bajo el liderazgo de Josip Broz, Tito, cierta prosperidad que, tras la ruptura de la Liga de los Comunistas Yugoslavos con las directrices procedentes de Stalin, proyectó el país hacia una posición independiente capaz de mantener una estrategia adecuada entre el Este y el Oeste. Así, su modelo de crecimiento, basado en una concepción autónoma del socialismo que incorporaba cierto grado de autogestión obrera, se desarrolló con notable éxito al reducir las tensiones nacionalistas, culturales, étnicas y religiosas que habían perdurado en su seno durante un largo período histórico. Reducir, que no eliminar o neutralizar por completo.
Tal vez, como señalara en su momento Milovan Djilas1 —marxista disidente cuyo dictamen de la experiencia desarrollada bajo la férula de Tito no resultó positivo—, la falta de una auténtica democracia y el progresivo elitismo de la burocracia en el seno del partido, fueron los responsables de un distanciamiento de la realidad social que, fallecido Tito2 en 1980, no hizo otra cosa que aumentar. Lo cual, entre otros, tendría el efecto indeseable de atizar las diferencias que empezaron a manifestarse en el interior de las distintas etnias y nacionalidades que conformaron hasta ese momento el mosaico federal yugoslavo.
Desgraciadamente, todos recordamos el corolario de aquel ensayo que bien pudo haber tomado otros derroteros que los de la destrucción y la barbarie. Pero alguien, en algún lugar, determinó que de esa experiencia no debía quedar recordación ninguna. Que la tentativa de construir un socialismo autogestionario resultaba demasiado peligrosa si la misma, siquiera imaginariamente, era tomada como referencia en otras latitudes.
Así es como se explica el hecho de que nadie tomara cartas en aquel tenebroso asunto cuando, años antes del estallido, la Academia de Ciencias de Belgrado empezó a propalar la quimera de una pesadilla irrealizable: la construcción de la Gran Serbia. Ese nacionalismo, agresivo, identitario y excluyente, unido al de otros estados federados, provocó la erupción del peligroso volcán de los Balcanes.
Las imágenes del sitio de Sarajevo, entre otras campañas criminales, todavía persisten en nuestra retina. Una vergüenza que la desidia de la Unión Europea no supo, o no quiso, detener cuando aún estábamos a tiempo de impedir la sangría que tuvo lugar ante los ojos atónitos de todo el mundo.
En las redacciones de algunos diarios, con los que tuve la oportunidad de colaborar entonces, corría el rumor de que entre los temibles francotiradores que aterrorizaban la ciudad se cruzaban apuestas para ver quién mataba más y mejor a los indefensos ciudadanos que, despavoridos, trataban de esquivar las balas que lograron cebarse en infinidad de ellos. Nadie, en ese momento, pudo contrastar la veracidad de tales informaciones. Se comprende, pues, que no pocos periodistas destacados en aquel «teatro de operaciones» permaneciesen en sus respectivos hoteles antes que arriesgarse a explorar territorio comanche.
Hoy, en cambio, tenemos la confirmación, corregida y aumentada, de cuanto sospechábamos y que tuvo lugar durante el largo asedio que sufrió la ciudad de Sarajevo.
Un escritor italiano, Ezio Gavazzeni, ha tenido el coraje de denunciar ante la Fiscalía de Milán aquello que ha sido confirmado, entre otros, por un antiguo agente adscrito al servicio de información de Bosnia-Herzegovina durante la guerra: Hombres adinerados —probablemente honrados padres de familia, hijos predilectos de no importa qué Iglesia e industriosos empresarios italianos— llegaron a pagar hasta cien mil euros por participar en batidas de caza, organizadas durante varios fines de semana, contra aquellas personas que, acorraladas, tuvieran la mala suerte de no poder escapar del cerco tendido por las tropas serbias. Al parecer, ese precio subía si la pieza que deseaban cobrar era un niño o una mujer embarazada.
Además de italianos, se detectó la presencia de individuos procedentes de otros países: ingleses, norteamericanos, franceses, españoles… Vamos… lo mejor de cada casa.
A día de hoy, se especula con que las autoridades de Milán posean ya una primera lista de sospechosos de participar en esas cacerías y que, evidentemente, antes de propalar a los cuatro vientos los nombres de esos monstruos, tendrían que verificar todos y cada uno de los extremos de las acusaciones e indicios que pesen sobre ellos.
Bien. Con independencia de la acción que estime la Justicia en cada momento de este proceso, se imponen ciertas reflexiones y/o consideraciones a tenor de lo ya dicho en numerosos medios internacionales.
La mayor parte de los comentarios publicados estima que la especie humana no tiene remedio alguno. Todos ellos, invariablemente, giran alrededor de un lugar común: la fatalidad del Mal. Como si éste fuera un absoluto inevitable que surgiera siempre y con independencia de las condiciones económicas, políticas, sociales, culturales… que se dan en el seno de cualquier civilización. Esas columnas de opinión transmiten la idea de que nuestra especie es ajena al círculo infernal en que se halla confinada, ese circuito cerrado construido por un sistema depredador y despiadado que no admite más reforma que la que contribuya al aumento de su propia lógica demoledora. En resumidas cuentas: nos están diciendo que la nuestra es una naturaleza ingobernable, atemporal, cuya universalidad sería la de repetir hasta la náusea el signo de Caín, inscrito desde la noche de los tiempos en su ADN y que conforma la sombra de un destino maldito, sin posible escapatoria, y, como tal, dictado de antemano.
Nunca faltan, en este y otros casos, palabras que nos recuerden la inutilidad tanto de reformas como de revoluciones que pretendan transformar el mundo y cambiar la vida. La vida, como una canción cuya letra no admite variación alguna, sigue igual, idéntica a sí misma. Noria que gira y sigue girando para extraer un agua que, en contra de lo que diga Heráclito, siempre será la misma. Tan estéril como implacable cuando se desborda.
En esta ideología que oculta su verdadera intención comprobamos, una vez más, cómo las palabras están al servicio no de desvelar y comprender mejor la realidad que nos rodea, la naturaleza de las cosas, sino de elaborar las coartadas precisas para que el orden establecido perdure por los siglos de los siglos. Como si ello fuera posible.
Incluso un cierto psicoanálisis, apoyándose en una visión abiertamente pesimista del ser humano, abunda en estos presupuestos; ignorando que lo decisivo, lo que en verdad puede cambiar el rumbo de los acontecimientos, es la fuerza del deseo ligada a un impulso ético que fortalezca la confianza en el devenir de la vida.
Hoy, sin embargo, frente a revelaciones tan espeluznantes como las publicadas recientemente sobre la guerra de Bosnia, las grandes cadenas de información que nos atan a tecnologías pretendidamente liberadoras, nos dicen que cualquier empeño por cambiar el carácter de los tiempos que vivimos no sólo sería vano; podría, incluso, resultar peligroso. ¿Peligroso para quién? Nos preguntamos.
Sin duda, para ese Nuevo Orden Global (NOG) que, al amparo de la sombra y del silencio, se despliega ante nosotros con el propósito de convertir en habitual cuanto habían imaginado pesadillas como las desarrolladas por George Orwell o Aldous Huxley en sus respectivas, y bien documentadas, obras de ficción. Ficciones que devienen realidades en la trama que la araña del Poder teje pacientemente con el objeto de envolvernos en una malla inextricable sin salida y sin fin.
Frente a todo ello no queda más alternativa que la de recordar, una vez más, y ante el desánimo que nos rodea, que sólo una firme alianza de fuerzas procedentes del Trabajo y la Cultura podrá detener la deriva que han emprendido potencias que sólo parecen ansiar el fin de la humanidad tal y como la hemos conocido hasta ahora.
Ninguna inteligencia artificial podrá salvarnos.
Sólo el hombre es capaz de salvarse a sí mismo y evitar que los fines de semana terminen en un tiovivo sangriento.
Notas
1 Autor, entre otros títulos, de La nueva clase. Análisis del régimen comunista (Buenos Aires, Sudamericana, 1963), Djilas ejerció una crítica severa, de carácter netamente marxista, que le valió ser encarcelado varias veces por el mariscal Tito después de haber participado como partisano en la guerra contra los nazis y de desempeñar cargos relevantes en el Gobierno de Yugoslavia en distintos momentos de su vida. Firme partidario de un socialismo democrático, Djilas falleció en Belgrado en 1995; no sin antes alertar de los graves riesgos que se cernían sobre su patria como consecuencia del rampante nacionalismo extremista que desembocó en las guerras que ensangrentaron los Balcanes entre los años 1992 y 1996.
2 Popularmente conocido bajo el nombre de Tito, la ascensión al poder de Josip Broz no estuvo exenta de polémica. Su idealizada imagen quedó gravemente comprometida cuando se supo que en 1936 denunció al Secretario General del Partido Comunista de Yugoslavia, Milan Gorkic, acusándolo de traidor y trotskista. Prisionero en Moscú, Gorkic, un año después, sería asesinado por el régimen estalinista, lo cual facilitó que Josip Broz, Tito, se hiciera con el cargo de Secretario General en 1940.















