Lo Uno, el único sabio, quiere y no quiere llamarse con el nombre de Zeus.
(Heráclito)
El rey que fundó y fortaleció el imperio persa en la segunda mitad del siglo VI a. C. fue Ciro II, el Grande. Su imperio, el mayor de la época, se extendió desde el Mediterráneo hasta la frontera noroccidental del subcontinente indio. Duró dos siglos hasta el incendio de Persépolis por Alejandro Magno en el año 332 a. C. Ciro II fue descendiente de los aqueménidas1 y conquistó el imperio medo y su capital, Ecbatana, habiendo sofocado varias rebeliones. Después de conquistar Media2, avasalló a su aliado, Lidia, reduciendo a Creso, su rey, condenándolo primero y perdonándolo, después3.
Penetrar Lidia fue tumultuoso, arremetiendo contra Sardes, la capital. Las conquistas del general Harpago, de Éfeso y Mileto, fueron inmediatas. Pero, el dominio persa en otras regiones, como Siria y Palestina, fue pacífico, con protectorados persas en algunas ciudades fenicias. En el siglo X, los griegos colonizaron Jonia en la costa de Asia Menor.
Después de someter a Babilonia y penetrar en la ciudad sin resistencia, los persas tuvieron apoyo de los judíos esclavos a los que liberaron, con la simpatía del sacerdocio local, porque el rey de Mesopotamia introdujo reformas que disgustaron a la clase sacerdotal. Pese a tantos y tan diversos triunfos, Ciro II fue derrotado por la reina escita Tomiris, de una tribu nómada en el noroeste del imperio.
A inicios del siglo V a. C., en las ciudades jonias hubo rebeliones exitosas contra los persas, protagonizadas por las ciudades tributarias de los lidios: Mileto en primer lugar. La rebelión se extendió a Chipre, Caria y ciudades de la costa del Mar de Mármara; también hubo la liberación de Sardes. Pero, los persas derrotaron con prestancia a los insurrectos, aniquilando la flota de Mileto y destruyendo la ciudad el año 493 a. C. En el proceso, Éfeso estuvo al margen de la guerra.
Ciro II se proclamó “rey del mundo” y “de los cuatro extremos de la Tierra”. También rey de Anshan, Persia, Sumer y Acad. Hizo propaganda para legitimar su conquista, se ridiculizó y vituperó a los líderes derrotados. Heródoto calificó a sus generales de crueles y despóticos; aunque Ciro II adoptó también otras tácticas como otorgar concesiones para forzar lealtades. Dio cargos jerárquicos a los líderes vencidos y en los enfrentamientos leves, apenas impuso una guarnición en la ciudad conquistada. No fue partícipe de la deportación masiva forzosa que practicaron asirios y babilonios, permitiendo que grupos sometidos retornaran a sus lugares de origen.
Los persas formaban satrapías después de la victoria. Eran provincias con el sátrapa como gobernador. Ciro II nombró sátrapas persas, también medos que colaboraron en las conquistas. Pese al tributo, el reclutamiento forzoso y traslado de las riquezas, las ciudades reducidas gozaron de autonomía; siendo notable que los persas se beneficien de la cultura de los pueblos conquistados, por ejemplo, continuando las funciones públicas. Persia se nutrió de las artes florecientes, construyó magníficos y bellos monumentos y almacenó los conocimientos con ventajosas aplicaciones.
Heráclito dio relevancia a la confrontación bélica, enunciando que la guerra es “el padre y rey de todas las cosas. A algunas ha convertido en dioses, a otras en hombres; a algunas ha esclavizado y a otras ha liberado”4. La belicosidad es parte del proceso social e histórico, y símbolo universal de la lucha de contrarios. La palabra traducida como “guerra” es Πόλεμος. Es un concepto personificado de la mitología griega: Pólemos fue el demonio o espíritu beligerante de las batallas, semejante a Ares, dios olímpico de la guerra. El espíritu del Grito de guerra (Alala) fue hija de Pólemos, asociado con la Discordia (Eris). Su opuesto fue la Paz (Eirene). Lexicográficamente, πόλεμος se traduce como “choque, combate, guerra, batalla, polémica o tumulto”5. Como interpreta Olof Gigon6, es la ley universal de la contienda que se extiende a las esferas de la vida y de la realidad; asimismo, Geoffrey Stephen Kirk7 dice que la guerra se plasma tanto en el nivel humano como en el cósmico. Pólemos es la ley universal de la naturaleza y la norma de la acción humana: de la contienda que guía el devenir del mundo, haciendo a algunos dioses y a otros, hombres; constituyendo la multiplicidad de las cosas y a algunos individuos, libres y; a otros, esclavos.
Desde las formas más altas de intensidad bélica protagonizadas por el imperio del siglo VI a. C., contra reinos y ciudades; hasta las formas más apacibles y estáticas de la sociedad; la naturaleza y el universo revisten infinidad de luchas de contrarios, siempre enfrentados.
Que algunas cosas sean objetos del reino natural; insectos, flores, montañas o tormentas; significa que son el producto de la lucha por la vida, efecto del forcejeo que adapta las especies al medio ambiente, resultado de las fuerzas telúricas que dibujan el relieve o expresiones de la convulsión latente que estalla. Que algunos hechos históricos decidan por décadas e incluso por siglos, el dominio que un imperio ejerce sobre varios pueblos; que el orden social anquilosado e inconmovible que impone un tirano, esconda las múltiples tensiones, la acumulación de contradicciones y el enfrentamiento de opuestos, afirma que, en todo, sin excepción, aparece en algún momento, la estampida del combate.
Sean guerras defensivas o de conquista; revoluciones, sublevaciones, aplastamiento de insurrecciones, ejecuciones y un largo etcétera; se trata de batallas que delinean los perfiles de los antagonistas, a veces dioses contra hombres; otras, dioses entre sí; hombres libres contra esclavos; y ciudadanos entre sí, incluso, esclavos contra ellos mismos. Lo mismo se produce de la multiplicidad de entes que puebla el cosmos, de los astros del cielo, los fenómenos siderales y galácticos, las estrellas, la Luna y el Sol; en todos, el tumulto y el choque son ineluctables.
Una imagen sugestiva que Heráclito emplea de la convulsión general es el fragmento 125°. El filósofo afirma lo siguiente: “También el brebaje se descompone si no se lo agita”8. Se traduce κυκεών (“ciceón”) como brebaje. Existe aquí un juego de palabras intencional. En Grecia, κυκεών fue la bebida ancestral de cebada, hierbas y agua, y κυκάω significa “remover y mezclar”. El ciceón fue una bebida que requería ser batida para beberla. Si sus componentes no se agitan, si no “chocan” en “tumulto”, pierde sus cualidades. Se la emplea en contextos como el clímax ritual de los misterios de Eleusis. Así, la agitación, el movimiento, la mezcla y el enfrentamiento de los componentes, hace que cada cosa sea lo que debe ser. La cebada estaba contaminada con substancias psicotrópicas como el ácido lisérgico del cornezuelo de centeno, produciendo éxtasis y alucinaciones rituales. El ciceón tiene propiedades digestivas y mezclado con miel y otros ingredientes, fue la poción mágica de Circe. La guerra no es solo la medición de similares en escenarios de confrontación; sino, constituye la génesis de lo diverso.
Es la causa de todo en el círculo de su existencia, resultado de procesos infinitos de transformación y nacimiento con existencias a veces circunstancialmente efímeras y, otras, relativamente largas. Toda mezcla termina sobreponiendo algo a lo demás, llenándolo de su cariz, su olor y su presencia temporalmente; donde reina su victoria, hay descomposición y desparramamiento del ser. La guerra es la síntesis que afirma, la negación parcial de una fuerza que se aminora, que termina sometiendo y aplastando a su antagonista: salto a otra realidad donde el dominio define la exterioridad emergente con fuerza victoriosa que comienza a imponerse, sometiendo a la inferior y subyugada.
Negar la guerra es dispersar los contendientes que deambulan por caminos diferentes sin medirse, renuentes al enfrentamiento y deseosos de acabar apartados de cualquier batalla. Negar la guerra no es afirmar la paz, es extenuar el ser. La paz existe en una filigrana tan delicada como efímera, es límite y producto de la guerra. La putrefacción de los cadáveres insepultos y la sangre en el campo de batalla son los abonos fértiles para la nueva tierra, como el teatro para el próximo dominio; no tenerla, es afirmar la dispersión de las partes que terminan en el nauseabundo final de lo estéril. Negar la guerra es afirmar la nada donde aparece el protagonismo de actores impotentes.
En el fragmento 80°, Heráclito dice9: “Debemos saber que la guerra es común a todos y que la discordia es justicia y que todas las cosas se engendran en discordia y necesidad”. De la diosa de la Discordia, Eris (Ἒρις) nacieron varios demonios de la guerra, como el Fragor de la batalla (Homados), la Embestida y la Retirada (Proioxis y Palioxis) y la Confusión (Cidoimos). Es la Discordia, opuesta a la Harmonía. Eris originó, con la manzana que lanzó a Hera, Atenea y Afrodita, la guerra de Troya, por la disputa de quién era “la más hermosa”, Paris eligió a Afrodita, que lo sobornó ofreciéndole a la mortal más bella: Helena, reina de Esparta. Eris parió a la Pena (Ponos), al Olvido (Lete), al Hambre (Limos), al Dolor (Algos), a las Disputas (Hisminas), a las Matanzas (Fonos), a las Masacres (Androctasias), a los Odios (Neikea), a las Mentiras (Pseudologos), a las Ambigüedades (Anfilogías), al Desorden (Disnomia), a la Ruina (Ate) y al Juramento (Horcos) que, vulnerado en el perjurio, castiga gravemente. Habría dos Eris: la hija de la Noche y del Tiempo, amable, provechosa y elogiada por los hombres, motivadora de la competencia auspiciosa y que evita la holgazanería. Y la Discordia censurable y nociva; promotora de la guerra y de las batallas malvadas, cruel y severa con los hombres.
El dolor se asocia con las disputas; los odios, con las masacres y en el desorden y la desolación aparecen el hambre y la ruina. Son efectos de la discordia, las mentiras y las ambigüedades, los acuerdos incumplidos, las promesas no realizadas y los juramentos en balde. Pero, la discordia también es madre del olvido; en medio de calamidades y desastres, surgen realidades que brevemente, anuncian lo precedente como inexistente o como requisito, etapa, condición o pauta para cierta disposición ordenada del mundo que surgirá de la guerra.
La diosa griega de la justicia es Dike (Δίκη). Siendo una de las tres horas, resguarda el orden. Las otras dos horas son Eunomia, diosa de la ley y la legislación; y Eirene, diosa de la paz y la riqueza. Dike castiga con severidad la injusticia, penetra una espada en el corazón de los injustos; pero, también recompensa la virtud. Guarda los actos humanos y se lamenta cuando un juez viola la justicia. Enemiga de la falsedad, protege la sabia administración de la justicia, con su hija, la Tranquilidad de espíritu, Hesiquia. Son sus hijas la Concordia, la Rectitud y la Virtud.
Notas
1 Aquemenes fundó la dinastía en el siglo VII a. C. La ascendencia de Ciro II gobernó a los persas del reino de Elam, con su residencia en Pasargadas. Cfr. el primer libro de Historias de Heródoto, Trad. Bartolome Pou, Madrid, 1878.
2 No es seguro que Ciro II fuera hijo de Cambises I, “rey de Anshan”, y de Mandane, hija de un rey medo y de una princesa lidia. Cfr. Historias, Op. Cit. Cap. 46° y 75°.
3 Creso consultó al oráculo de Delfos sobre atacar a los persas. La pitonisa dijo que, si atacaba, “destruiría un gran imperio”. La interpretación equivocada de Creso le precipitó atacar logrando solo destruir su propio imperio: Lidia. Sus aliados espartanos, babilonios y egipcios no le ayudaron. Ídem, capítulo 53°.
4 Cfr. Frag. 53°, Heráclito: Fragmentos, Trad. Luis Farré. Aguilar. Iniciación filosófica, Buenos Aires, 1977, p. 126.
5 Cfr. Diccionario griego-español ilustrado. Tomo I, Rufo Mendizabal et alii, Razón y fe. Quinta edición. Madrid, 1995, p. 433.
6 Citado por Rodolfo Mondolfo en Heráclito: Textos y problemas de su interpretación, Trad. Oberdan Caletti. Siglo XXI. México, 2007, p. 168. Gigon adoptó en sus últimos escritos (Der Ursprung der griechische Philosophie, p. 210), una posición diferente a la anterior (Untersuchungen zu Heraklit, p. 118). Al final, interpretó a Pólemos como concepto que domina las cosas, divinas y humanas, identificándolo con Zeus.
7 Cfr. de G. S. Kirk, Heraclitus. The Cosmic Fragments, p. 248. Cita de Rodolfo Mondolfo en su obra referida, pp. 168-9.
8 Heráclito: Fragmentos. Op. Cit., p. 155.
9 Ídem, p. 138.