Los humanos tenemos debilidad por las historias heroicas. A la luz de una fogata, en las clases de historia de la escuela, en las diversas pantallas que nos rodean y en los momentos que forman nuestra identidad nos gusta oír las hazañas de éxito de aquellos que derrotan a los monstruos que se encuentran. Y pensamos, quizás por culpa de nuestras neuronas espejo, que nosotros mismos podemos salir adelante de todos nuestros problemas y dificultades. Esperamos que, gracias a nuestro esfuerzo y alguna gracia o suerte externa, veamos luz al final, cuando el alba de dedos rosados nos reciba victoriosos.

Muchas de las figuras de nuestra cultura y literatura encarnan la fascinación por el triunfo, desde David y su onda, hasta Spiderman emergiendo de su tumba. Pero es Heracles (Hércules para los romanos) quien sintetiza en su figura e historia al héroe victorioso. Marcado por el destino desde su concepción, representa la fuerza civilizadora que domina lo salvaje. Con su fuerza y resistencia divinas, es capaz de realizar trabajos imposibles y de actualizar el destino.

Es Heracles el arquetipo del humano victorioso, de quien se redime a través del sufrimiento y la superación de pruebas. Todos lo admiramos y quisiéramos ser como él.

Sin embargo, hay momentos donde la oscuridad es superior a cualquiera de nuestras fuerzas y destrezas. Cuando la tormenta y los monstruos marinos abruman los frágiles navios, la carencia de un puerto seguro priva de esperanza y consuelo. Sin importar lo que hagamos, como individuos o en conjunto, el fatídico destino, el pago por nuestra hybris o la de otros nos alcanza y seguir luchando se vuelve inútil, irracional y sin sentido. Cada esfuerzo empeorará la situación, nos lastima, nos atrapa más. Edipo rinde sus fuerzas al descubrir que su destino se ha concretado y, en All Star Superman, Lex Luthor es derrotado no ante la fuerza del héroe, sino en un momento de lucidez para ver el enjambre o complejidad de la realidad, su orden, su logos.

Nadie podrá negar que las nubes de tormenta se acumulan en el horizonte. Genocidios en el Congo, Sudán, norte de Nigeria y Gaza; Israel controlado por su extrema derecha, la misma que imposibilita una solución pacífica dañando la legitimidad del Estado Judío. La intolerancia entre los extremos políticos es vista como una virtud. En México, a los problemas endémicos en economía y política hay que añadirle la violencia criminal, la convergencia sistémica entre las instituciones políticas y los cárteles criminales que se mezclan o entrelazan de modo tan profundo que no es posible distinguirlos en un status quo de captura del Estado. Todo esto en un contexto de sustitución de la discusión y debate político por una lucha de imposición irracional de discursos hegemónicos sin lugar a los matices, acuerdos y reglas de inferencia.

México parece condenado a las sombras y dolores del Tártaro.

No todos podemos ser el noble Heracles, algunos somos el olvidado Ificles. Medio hermano gemelo del héroe de héroes, Ificles es el paradigma del hombre irrelevante, el que pasa toda su vida en las sombras de la indiferencia. Sus luchas y logros, su vida y existencia son apenas una nota al pie de las grandes narraciones. Millones de almas han pisado, pisan y pisarán la tierra sin dejar huella; los años borrarán sus nombres, apenas sombras vagabundas en el Hades.

Y que nadie se engañe: la irrelevancia no se limita a los individuos, sino que se extiende a la especie misma. Un puñado de simios medianamente complejos, sistemas abiertos, creando en apenas un instante de la historia cósmica, sobre una insignificante roca orbitando una ordinaria estrella. Si lo anterior no fuera suficiente, para todos aquellos que buscan reivindicar al ser humano por nuestra capacidad de dar sentido, pareciera que al universo le es indiferente la capacidad emergente de asignar sentido, una consecuencia no intencional de la selección natural.

Esa es la derrota final.

Tres alternativas nos quedan ante las fatídicas derrotas: Dionisios, Sísifo y los nobles troyanos Héctor y Priamo.

Dionisos para los griegos y Baco para los romanos es el dios del vino, la desinhibición, la ruptura de normas y la catarsis. Es el dios del éxtasis, la pérdida de los límites del yo, el frenesí y la locura. En Nietzsche es el opuesto a lo apolíneo, el caos fértil, la vitalidad desbordada, lo irracional creativo. Ante la certeza de la derrota, cuando de nada sirve seguir peleando, Dionisos o Baco es el dios que encarna las fuerzas sociales que escapan al control normativo. Disfrutemos lo poco que tenemos, quememos las naves y volvamos al regazo de los placeres concubisibles.

Disfrutemos mientras podamos.

Sería una falta de respeto decir algo más sobre Sísifo y su felicidad. Albert Camus propone aceptar la falta de sentido y, aun así, elegir la vida. Vivir como un acto de conciencia y rebeldía. No trata de ofrecernos un consuelo sino asumir la vida tal y como es, sin engaños ni esperanzas ni ilusiones. Para Camus, la felicidad se encuentra viviendo con plena conciencia del absurdo y siguiendo adelante, con dignidad y sin autoengaño. Por eso concluye que "hay que imaginar a Sísifo feliz".

Los más famosos y nobles derrotados son los troyanos, recogidos por Virgilio como origen del Imperio Romano en la Eneida y por la Universidad del Sur de California con sus "troyanos" en competencias deportivas. La mítica ciudad de Troya es sitiada por 10 años, en los que ve a sus hijos, aliados y héroes caer en combate para, al final del día, ser arrasada por los aqueos. Tres figuras encarnan la derrota troyana: Eneidas, Héctor y Priamo.

Los dos primeros entran dentro del arquetipo del Héroe al estilo de Heracles. Siempre combativos, echados para adelante, guerreros que ante el fatídico final no se rinden. Es conmovedor ver la valentía con la que Héctor va de frente contra Aquiles, con la certeza de su derrota a las manos del de Pies Ligeros, siendo Andrómaca, su esposa, testigo de su horrible muerte. Eneida logra huir de la destrucción de su ciudad, con su hijo de la mano y cargando a su padre, para fundar una nueva Troya en Italia.

Pero es Priamo la figura más importante frente al fracaso. El viejo rey, noble y digno, ve el horror del mundo en dos momentos incónicos. Primero, cuando la ira de Aquiles roba y denigra el cadáver de Héctor; con el alma rota por la muerte de su primigenio va y se humilla a los pies de su enemigo para recuperar el cadáver. La segunda cuando se enfrenta a su muerte.

Los griegos, aqueos, han ganado la Guerra de Troya, han logrado entrar a la ciudad. Ahora Priamo es rey de una ciudad destruida, con sus mujeres convertidas en esclavas y sus hombres asesinados. Cuando los griegos irrumpen en el palacio real, Príamo, sin esperanza, sin sentido, simula un intento por defender su hogar. Se pone la armadura y se niega a las súplicas de su esposa Hécuba para que se refugie con ella y sus hijas. Sabe que no hay diferencia real, que cualquier esfuerzo es vano y solo le queda su final. En ese momento, su hijo Polites entra corriendo al altar familiar huyendo de Neoptólemo, hijo de Aquiles. Sin piedad, Neoptólemo atraviesa a Polites frente a los ojos de su hijo. Príamo, indignado pero sin alternativa, increpa al asesino de su hijo, recordando la nobleza de Aquiles y comparándola con su crueldad. Con el cuerpo de su hijo, Priamo acepta la fatalidad de su destino, el sin sentido de seguir peleando. Neoptólemo indiferente, lo mata sin piedad.

La escena ocurre ante el altar doméstico, símbolo máximo de sacralidad. Su muerte representa la caída total del orden troyano, la ruptura de toda norma religiosa y humana, y la banalidad de oponerse a la oscuridad. Es la figura de Priamo la del hombre que acepta haber sido venido y humillado, la que nos expone ante la más profunda realidad de la experiencia humana.

Eneida II:
Príamo grita a Neoptólemo:
“Si alguna piedad hay en ti, recuerda a mi edad y quién fui yo.
Tu padre Aquiles me respetó como enemigo y me devolvió el cadáver de Héctor…
No así tú, que mancillas su nombre”.
Neoptólemo, furioso, lo toma del cabello y lo arrastra hasta el altar.
“Así morirás, anciano. Ve a contarle a mi padre mi crueldad”.
Y entonces:
“Dijo, y hundió su espada en el costado del rey,
arrancando la vida de aquel que fuera señor de Asia”.