¿Se preguntaron alguna vez por qué seguimos hablando de mitos, miles de años después de que fueran contados por primera vez?
Tal vez esto se deba a que no se trata de simples relatos del pasado. Sino, de símbolos vivos, mapas del alma. En lugar de darnos respuestas directas, nos invitan a descubrirlas. No apelan tanto a la razón, sino más bien a algo más profundo… algo que una parte de nosotros ya conoce, por más de que la haya olvidado.
Entre los mitos más antiguos que se conservan, el de Osiris ocupa un lugar muy especial. Sin embargo, para entenderlo, primero hay que entrar en la mirada egipcia del mundo: una mirada simbólica, espiritual, donde nada es totalmente literal y todo guarda un sentido más profundo y oculto.
Uno de los mayores obstáculos a la hora de analizar una civilización tan antigua como la egipcia, es que tendemos a mirarla con los ojos puestos en el presente, con parámetros modernos y materialistas. Es así como se suele enseñar, por ejemplo, que los egipcios “adoraban” animales, cuando en realidad, los usaban como símbolos para representar fuerzas de la naturaleza, aspectos del orden cósmico y del alma humana.
También tenían una certeza profunda: la vida en la Tierra era sólo un pasaje, una especie de prueba. Un ciclo que podía repetirse muchas veces, hasta que el alma estuviera lista para habitar el Amenti, la tierra de los dioses.
Desde esta mirada, el mito de Osiris se vuelve más que un cuento. Es un símbolo del alma humana, de su caída y de su retorno a la Unidad.
El relato
Dicen que en los albores del tiempo, Geb (la Tierra) y Nut (el Cielo) tuvieron cuatro hijos: Osiris, su esposa Isis, Seth y Neftis.
Estos cuatro hermanos fueron enviados a la Tierra para ordenarla. Simbólicamente, representan los cuatro puntos cardinales: Osiris, el norte, asociado a lo oscuro y al origen; Seth, el sur, su contracara; Isis, el este, por donde nace el Sol y la vida; y Neftis, el oeste, donde el Sol se oculta y deja el mundo.
También pueden verse como dos pares de opuestos: Osiris e Isis, lo visible, lo manifestado, la vida terrestre; Seth y Neftis, lo invisible, lo oculto, la vida celeste.
Cuentan que hubo un tiempo de oro en la Tierra, una era en la que reinaba la armonía. Osiris gobernaba con sabiduría y justicia, e Isis lo acompañaba como su reina. Era una época de abundancia, de paz, de unidad.
Pero esa armonía no duraría para siempre, ya que Seth, movido por los celos, decidió arrebatarle el trono. Organizó una fiesta en su honor e invitó a todos los dioses. Allí propuso un juego: quien encajara perfectamente en el sarcófago, se lo quedaría. Uno a uno, los dioses lo intentaron, pero ninguno calzaba… hasta que llegó el turno de Osiris. Cuando se recostó, el sarcófago le quedaba perfecto. Seth no lo dudó: cerró la tapa, la selló con plomo y lo arrojó al río Nilo.
Desde entonces, la Tierra, poco a poco, comenzó a cambiar: La armonía se rompió. Nacieron la violencia, la muerte y la confusión entre los hombres.
El sarcófago fue arrastrado por las aguas del Nilo hasta llegar a la ciudad de Biblos. Allí quedó atrapado entre las raíces de un sicomoro, que creció y creció, envolviendo en su tronco al dios dormido. El árbol era tan hermoso que el rey de Biblos lo mandó a cortar y lo convirtió en una de las columnas de su palacio.
Isis, desesperada por encontrar a su esposo, salió a buscarlo. Con la ayuda de un espejo mágico descubrió dónde estaba y se dirigió a Biblos, disfrazada de mujer común. Allí se ganó la confianza de la reina, cuidó a su hijo enfermo y, gracias a sus poderes, lo fue curando.
Cada noche lo depositaba sobre unas brasas mágicas para hacerlo inmortal. Una noche, la reina la sorprendió en pleno ritual y rompió el hechizo. Entonces Isis reveló su verdadera identidad y exigió la devolución de la columna que contenía a Osiris.
Isis intentó revivir a Osiris con su aliento divino, pero el malvado Seth descubrió su paradero. Furioso, tomó el cuerpo de Osiris y lo cortó en pedazos —siete, catorce o cuarenta y nueve, según la versión— y los esparció por todo Egipto para evitar que Isis pudiera devolverle la vida.
Sin embargo, Isis no se rindió. Con la ayuda de su hermana Neftis y del dios Anubis, fue recogiendo, una a una, cada parte de su cuerpo. La única parte que no pudieron encontrar fue su miembro viril, pero, con su lazo mágico, unieron todas las demás partes, creando así la primera momia.
Osiris, entonces, ya no pertenecía al mundo de los vivos, pero tampoco al de los muertos: se convirtió así en un dios inmortal, señor del Amenti.
Y aunque la muerte parecía definitiva, Isis quedó embarazada milagrosamente de él. De esa unión nació Horus, quien crecería en secreto hasta poder enfrentarse a Seth y restaurar el equilibrio y la paz en la Tierra.
Claves simbólicas en el mito osiriano
Este maravilloso mito no solo nos habla de dioses. Nos habla de nosotros. Nos habla de transformación.
Si lo analizamos un poco, el reinado de Osiris representa una edad de oro, un tiempo perfecto… pero inmóvil.
Sin conflicto, no hay movimiento. Sin caída, no hay evolución, no hay crecimiento. Por eso, en los mitos, toda edad dorada termina abruptamente. Y lo mismo sucede en la vida: las crisis nos sacuden, nos sacan de la zona de confort y nos obligan a crecer.
Así como la niñez es nuestra edad de oro, la adolescencia y la adultez nos enfrentan con desafíos. Y es en esos desafíos donde realmente nos conocemos.
Seth, entonces, no sería, simplemente, “el malo de la película”. Representa a esa fuerza que provoca la ruptura necesaria, la prueba, el impulso que nos obliga a salir del cascarón de la comodidad para evolucionar. Sin Seth, Osiris no habría podido transformarse. No habría podido volver al Amenti como un dios completo.
Y eso es lo que busca el alma: volver a casa, pero transmutada. No puede volver igual a como partió y esa es una de las grandes claves que encierra este mito.
Osiris, al igual que nosotros, es hijo del Cielo y de la Tierra, de Nuth y de Geb, de ahí su doble naturaleza: material y espiritual. Sería ese espíritu que desciende a la materia, pero antes de volver a su hogar, a la unidad, a donde pertenece, tiene que dividirse, tiene que caer en la pluralidad del mundo para poder ser puesto a prueba.
El fraccionamiento del cuerpo de Osiris simboliza esa caída en la pluralidad, es el alma que se fragmenta al llegar al mundo manifestado. El proceso de reunir sus partes, de recomponerse con la ayuda de lo femenino —Isis y Neftis— representa el trabajo interior, la alquimia que el alma tiene que lograr para convertir el plomo en oro.
Isis, con su lazo, representa la fuerza que une, que reúne. Es la vida visible, la que ayuda al alma a elevarse. Neftis, su hermana gemela, es la vida invisible, la vivencia interior. Juntas, representan los dos aspectos de la existencia: lo que se ve y lo que no se ve a simple vista. Ambas necesarias. Dos caras de la vida una.
Que su miembro viril no haya sido hallado, y que sin embargo Isis haya concebido, nos habla de una nueva forma de crear: ya no material, sino espiritual. Horus es ese fruto sutil: esa nueva conciencia que nace luego de una gran pérdida, tras haber experimentado una transformación profunda.
El mensaje profundo de este mito es claro: estamos aquí para transformarnos. Para conocernos, para crecer, para volver a reunir las piezas de nuestro rompecabezas interno. Las pruebas de nuestra vida no son obstáculos: son oportunidades. Son las maestras que nos ayudan a armonizar nuestras dualidades, hasta poder sostenernos en un solo pie como Osiris momificado. Estables. Íntegros. Y así, volver a casa.