El sol se deslizaba entre las montañas, dejando un rastro de luz dorada que se fundía en tonos violáceos. La tierra, aún tibia por el día, desprendía un aroma terroso mezclado con el perfume dulzón de las flores silvestres que crecían al borde del camino. Ella avanzaba con pasos lentos pero firmes, los pies descalzos hundiéndose levemente en la tierra húmeda. Cada movimiento suyo parecía despertar el entorno, como si el mundo contuviera la respiración hasta que ella decidiera dar el siguiente paso.

Llevaba consigo una bolsa de tela gastada, desgastada por el tiempo y los viajes. Dentro guardaba lo poco que le quedaba: unas cuantas semillas, un trozo de pan reseco y una piedra lisa que había recogido del lecho de un río. La piedra era su talismán, un recordatorio de que incluso en la corriente más violenta, algo podía permanecer intacto. La apretó entre sus dedos antes de seguir adelante.

El camino se dividía una y otra vez, como si el paisaje mismo dudara de hacia dónde debía dirigirse. Ella no consultaba mapas ni brújulas. Confiaba en esa voz interna que le susurraba al oído, una voz que parecía surgir de algún lugar profundo, casi olvidado. A veces, se detenía a escuchar el canto de los pájaros, como si en sus trinos hubiera un mensaje cifrado, una advertencia o un consejo que solo ella podía descifrar.

En una de esas pausas, algo se movió entre los arbustos. Era un zorro, pequeño y astuto, con el pelaje rojizo brillando bajo la luz del crepúsculo. El animal la miró fijamente, como si intentara leer sus intenciones. Ella contuvo la respiración, inmóvil, hasta que el zorro desapareció entre la maleza con un movimiento ágil y silencioso. Aquel encuentro le dejó una sensación extraña, como si el animal hubiera dejado algo en ella, una pregunta sin respuesta.

Siguió caminando, pero ahora con una ligereza que no había sentido antes. El camino se estrechó, y la vegetación se volvió más densa. Las ramas de los árboles se entrelazaban sobre su cabeza, formando un dosel que filtraba la luz del atardecer. El aire era más fresco aquí, casi frío, y el silencio más profundo. Solo se escuchaba el crujido de las hojas bajo sus pies y el latido de su propio corazón, que parecía acelerarse con cada paso.

De pronto, llegó a un claro. En el centro había un estanque de aguas cristalinas, rodeado de piedras musgosas y flores blancas que parecían brillar con luz propia. Se acercó con cautela, como si temiera perturbar la paz del lugar. Al mirar su reflejo en el agua, vio que su rostro estaba cansado, pero sus ojos brillaban con una intensidad que no recordaba haber visto antes.

Se arrodilló junto al estanque y sumergió las manos en el agua. El frío la hizo estremecer, pero no apartó las manos. Sintió que algo se desprendía de ella, como si el agua estuviera lavando no solo su piel, sino también su alma. Las cadenas invisibles que había arrastrado durante tanto tiempo parecían disolverse, esfumarse en la quietud del estanque.

Cuando salió del agua, notó que la bolsa que llevaba consigo estaba más ligera. Al abrirla, vio que las semillas habían germinado, brotando pequeños tallos verdes que se enredaban entre sí. El pan duro se había convertido en una hogaza fresca, y la piedra lisa brillaba como si acabara de ser pulida.

Se sentó en el borde del estanque y comió un trozo de pan, saboreando cada bocado como si fuera un manjar. Mientras comía, observó cómo las flores blancas que rodeaban el estanque comenzaban a cerrarse, como si se prepararan para la noche. El cielo se oscurecía rápidamente, y las primeras estrellas aparecían en el firmamento.

Se preguntó si debía quedarse allí, en ese lugar que parecía fuera del tiempo, o si debía seguir adelante. La voz interior que la guiaba permanecía en silencio, como si esperara que ella tomara la decisión por sí misma. Finalmente, se levantó y ajustó la bolsa sobre su hombro. El camino no había terminado, y ella no estaba lista para detenerse.

Caminó hacia el otro lado del claro, donde el sendero continuaba entre los árboles. Antes de adentrarse en la oscuridad, se volvió para mirar el estanque una última vez. Las flores ya estaban completamente cerradas, y el agua parecía inmóvil, como un espejo que reflejaba el cielo nocturno.

Siguió adelante, sintiendo que algo había cambiado en ella, aunque no podía explicar exactamente qué. Las cadenas ya no pesaban, pero sabía que el camino aún guardaba desafíos. Y estaba lista para enfrentarlos, con la luz de las estrellas como guía y el eco de sus pasos como compañía. Comenzó a cantar una dulce melodía mientras se sacudía de lado a lado y de su espalda le brotaron unas espectaculares alas color carmín. Como si hubiese sido algo que estuvo esperando toda su vida, les echó un vistazo fugaz y se dispuso a volar y rápidamente se perdió en el horizonte.