Un ave sin nombre sobrevuela el mundo.
No tiene plumaje brillante, ni canto distintivo, ni territorio propio.
Solo una certeza sin forma: no está completa.
Algo le falta.
Algo que no encuentra en el cielo abierto ni en los árboles altos, ni siquiera en el viento que la sostiene.
Entonces decide mirar hacia abajo.
Y probarse en los cuerpos.
No para encerrarse en ellos, sino para probar, aprender, recordar.
El primer cuerpo la recibe sin saberlo.
Es una mujer que barre el patio de tierra al amanecer.
El sol recién despierta, y su escoba dibuja círculos en el polvo.
El ave se posa en su pecho, apenas un instante, como un suspiro.
Y siente una vibración antigua.
Una música.
Tal vez una memoria.
Pero no es suya.
Agradece en silencio y sigue.
El segundo cuerpo duerme bajo un árbol:
un anciano de manos abiertas, como esperando que algo caiga del cielo.
El ave se acomoda en su columna.
Y allí, entre huesos lentos, entiende el paso del tiempo.
La pausa. La rendición sin derrota.
Cree encontrar allí un nombre para sí.
Pero no es aún el suyo.
Después llega un niño.
Corre sin motivo, descalzo, lleno de risa.
El ave lo habita como un juego.
Y por primera vez siente ligereza.
El vuelo no como escape, sino como risa que sube.
Una risa que no necesita alas.
Pero el cuerpo es joven, y su alegría no sabe guardar.
Así que el ave sigue.
Habita muchos otros.
Cuerpos que lloran.
Cuerpos que duermen con la boca entreabierta.
Cuerpos que se abrazan sin decir palabras.
Cuerpos cansados, cuerpos nuevos, cuerpos rotos.
Cada uno le ofrece algo.
Nunca todo.
Ella no impone su presencia.
No exige.
Es pasajera.
Una brisa que roza el lago sin dejarlo temblar.
Hasta que un día, encuentra una joven sentada frente al mar.
No mira el horizonte.
No espera nada.
Solo está.
Y el ave entra en ella sin tocarla.
Y en esa inmovilidad encuentra algo parecido a hogar.
Allí no hay música, ni fuerza, ni juego.
Solo un espacio interior abierto, sin muros.
Sin miedo.
No entiende del todo, pero siente que no tiene que hacerlo.
Se queda.
Durante tres días, no vuela.
No busca otros cuerpos.
Descansa.
El primero es sueño:
flota dentro del pecho de la joven, como una nube tibia.
Ambas respiran en sincronía, sin saber quién es quién.
El segundo es silencio:
el ave olvida el cielo.
La joven olvida su nombre.
Comparten ese vacío sin conflicto.
El tercero es revelación:
El ave ya no quiere irse.
Pero tampoco quedarse.
Porque ha comprendido.
Ella es todas.
Es la mujer del patio.
El anciano bajo el árbol.
El niño que ríe.
La joven que calla.
No necesita un solo cuerpo.
Ni una sola voz.
Su identidad no es una forma, sino un tejido.
Una red de experiencias, fragmentos, migas compartidas.
En la noche del tercer día, el viento cambia.
La joven se incorpora.
No sabe por qué, pero siente que algo dentro suyo se despide.
No con tristeza.
Con gratitud.
Mira al cielo.
No ve al ave.
Pero sabe que está.
Dentro.
Fuera.
En la memoria del mundo.
Desde entonces, en ciertos lugares, se siente su paso.
En la mujer que canta mientras lava los platos.
En el adolescente que llora a escondidas.
En la anciana que camina descalza por la orilla.
Todos, sin saberlo, le han dado forma.
Todos, en parte, la son.
El ave ya no necesita alas.
Ahora es relato.
Y el relato necesita solo una cosa para existir:
un cuerpo que escuche.
Epílogo: Aves para un cuerpo / Cuerpos para un ave
El cuerpo como jaula. El cuerpo como tránsito.
Este díptico literario propone una exploración poética y simbólica de la identidad, el deseo y la transformación, a través del contraste entre dos piezas que se reflejan, se contradicen y se completan.
En Aves para un cuerpo, una mujer moribunda alberga en su interior a cuatro aves de rapiña: instintos, memorias o fuerzas ancestrales que la fragmentan desde dentro. El cuerpo se presenta como jaula, como prisión biológica de pulsiones incompatibles. Hay un antídoto, una corrección médica que pretende silenciar lo incontrolable, pero que solo logra enterrar más profundo lo salvaje. El encierro no salva: desgasta, tensiona, asfixia.
En contrapunto, Cuerpos para un ave invierte la perspectiva: una sola ave, sin especie ni nombre, sobrevuela cuerpos humanos buscando su identidad. No hay lucha. No hay violencia. La travesía es silenciosa, delicada, casi invisible. El cuerpo no es cárcel sino estación, lugar de paso, posibilidad de encuentro. Cada cuerpo le ofrece un fragmento, una experiencia, un matiz. En esa multiplicidad, el ave comienza a construirse no como una esencia única, sino como un relato tejido por muchos.
Dualidades en espejo
Ambos textos funcionan como reflejos invertidos, no solo en sus protagonistas (una mujer conteniendo aves, un ave buscando cuerpo), sino también en sus emociones.
El conflicto entre lo que se contiene y lo que se comparte, entre lo que se impone desde dentro y lo que se construye con los otros.















