Hola.
Mi nombre era Cainana.
No porque yo eligiese el nombre, sino porque me fue dado, como tantas otras cosas que vinieron antes de mi existencia.

Aún así, cuando escucho esas sílabas respondo a la llamada, por desgracia, a la de cualquiera.
¡Cainana, haz esto, haz lo otro y sé de esta manera! -decía mi padre.
Pero ya no. No respondo.
Pensaba que llevaba años escribiendo el relato de mi propia vida.
Pero no. Solo me estaba hablando a mí misma, como ahora.
Y como no lo he conseguido, he tenido que hacer una carta.
Una carta de despedida.
Me despido de cosas que me emocionaron, de aquello que me interfirió. En busca de una nueva identidad, rechazo todo pasado y le recuerdo a mi persona que este es el verdadero comienzo. El éxodo.
En esta carta, yo sentencio y me regalo, mi propio renacer. Adiós, Cainana.

La protagonista de la historia sale de la habitación y me deja doblado donde se encuentra la colección de apuntes del instituto, de esas que los humanos guardan sin saber bien cuándo volverán a serles necesarios los trabajos de historia. Estoy dentro de una de esas agendas donde, más que deberes, Cainana apuntó lo que hacía y lo que sentía.
Ha pensado que es una buena idea esconderme y dejar que el tiempo pase hasta que no se acuerde de mí. Seguramente cuando vuelva a aparecer, le asustaré, ¡como el trompazo que se da una al leer sobre una vida pasada que sigue aún viviendo! No sé si me siguen.

Cainana no quiere saber de la despedida; solo del futuro, del cambio. Aunque no sé si yo mismo debo dejar de nombrarla por su nombre, que yo mismo deje de contradecir lo que se ha escrito sobre mí, que soy solo un papel en su cajón.
Pasan los años en la habitación y los objetos dejan de murmurar, ya desprovistos de diálogo ante la ausencia de quien allí vivía. El sujeto, ahora sin nombre, debe tener alguna forma de ser reconocido en esta historia, aunque respetemos su decisión de desaparecer.

Entonces la renombraré como la ‘Ausente’.

A la Ausente, cuando era una recién llegada al mundo, siempre le decían que su fuerte era el atractivo de un espíritu salvaje, que regalaba ensoñaciones a aquellas que la rodeaban, lugares lejanos a la realidad.
Ausente solía pirarse a la luna con sus amigas, en sueños donde los dioses griegos, los caballos, las fugas del colegio y el robo de pegatinas eran grandes aventuras a vivir. Desempeñaba con entusiasmo el rol de directora del grupo. Disfrutaba haciendo disfrutar a las otras mientras escupía en alto sobre su creatividad expansiva. Aún ocultando en el interior el secreto que la revelaba como incrédula: era la única que no creía verdaderamente en esas fantasías. Y solo podía creer a través de la vivencia de las otras, mirando profundamente en la verdad que habitaba en las pupilas ajenas. Sin poder reflejar su ser en sus propios ojos, decidió dejar de mirarse al espejo y jugar todo lo que pudiera.

Jugar hasta que un día le dijo a su amiga de grandes y exaltados ojos azules: Ya somos algo mayores, ¿no?, lo digo porque nos están mirando todos los de quinto y sexto con esa cara, ¿ves?
La fantasía no es que fuera deteriorándose, sino que, poco a poco, se aceptó que solamente eran eso, fantasías. Que no se debía comer sin modales cual animal ni correr como un hada ni dejarse las uñas demasiado largas. Ausente quiso emprender la búsqueda permanente de estilos, habitual de la pubertad, donde lo que realmente se está buscando es una identidad. ¿Quién soy? Día tras día, otra vez, se repetía. Ausente entendió que tenia un cuerpo, que tener un cuerpo suponía mucho más que ser un organismo vivo y funcional, que el cuerpo había que representarlo. Ausente creía que el cuerpo no se auto-representaba por sí mismo porque siempre había ignorado todo lo respectivo a su ‘atractivo sexual’. O deberíamos decir, sexualizado.

Fue entonces, al haber dicho con once años y frívolamente a su madre tras una clase de gimnasia rítmica: “creo que estoy perdiendo la infancia”, cuando empezó́ la secundaria. Cuando tuvo sexo con múltiples hombres que tendían a ser mayores, cuando creyó que tenia el gran poder de regalar fantasías a otras. Una vez más. El gran poder de la desilusión que vendría seguido por el desencanto del despertar . La Ausente estaba ausente de lo que realmente ocurría. No tenía ningún superpoder, y esta vez no sabia si le habían mentido o se había engañado a sí misma. Se preguntó cuál era verdaderamente el placer y qué significaba el amor. Quien soy. Qué amo. Qué quiero. Qué necesito.
Un día se dejó crecer los pelos de todo su cuerpo, dejó de ser una rosa macerada por cremas de Mercadona y empezó́ la selva a apoderarse de su ‘yo’, llenándose de una esencia primaria que no se había vuelto a permitir tener.

Ella era pelos y pelos que ocultaban las zonas sensibles de un cuerpo doliente. En esa época también la llamaban ‘Peluda’. El amigo ‘Spotify’ le dijo frente a otros tipos que cómo podía dejarse los pelos en el sobaco, que jamás había visto algo igual. Ausente, tan ingenua en ese momento, le pidió que levantase el brazo y vio que él también tenia. Le preguntó perpleja por qué, era qué, los tenia él.
Siempre había ocultado que fuese una fuente de pelos, pero tras haber renegado de los sistemas depilatorios, se confirmaba que no era solo un problema privado.

Se quedó perpleja mucho tiempo. Hasta el día en que su padre le dio una hostia y la amenazó por tener conductas ‘libertinas’, (sí, mejor que suene del como del siglo XVIII), y entonces fuera enviada a un psicólogo que por fin le dijese ‘eso del pelo es muy feminista’ y Ausente dijera ¿eso qué es? Hasta ahí duró la perplejidad. Luego continuó con el no entendimiento al entender muchas cosas.
Este amigo, generador del dilema capilar, ha sido llamado como el ‘Spotify’ porque mientras Ausente y él hacían los dibujos de la asignatura de plástica, él compartía en sus auriculares música indie que Ausente no conocía y que le fascinaba.
-No le digas a nadie que escucho esta música. A mis colegas les parece ridícula. Como muy marica. ¿Entiendes?
-No. Cortó Ausente. Pero me gusta tu música.

Seguramente, desde aquellos tiempos hasta los infinitos, Ausente siga adherida a sus auriculares, amigos invisibilizadores de la sociedad.
Hasta quedar sorda o aceptar el ruido.
Así pasaron los años, soñando con un futuro que le prometiera ventajas, aún habiendo descubierto que tenía menos privilegios que algunos; soñaba, soñaba, y encima soñaba con ser artista.
Ausente era ya demasiado agresiva, cerrada sobre sus hombros avergonzados de las puñaladas que permitió entrar, enseñaba los dientes cada vez que un hombre la miraba a los ojos.
Ausente se declaró más masculina que ellos, lo gritaba cada día con una mirada de limón entrecortada y con los vacíos de sus orificios nasales queriendo salir de sí mismos.

“No se atrevan a decir mi nombre sin mi permiso, nadie dirá que soy Cainana; estoy fuera de los términos duales, soy otra cosa, soy especial, soy lo que quiera, estoy en contra de quien me cuestione, os odio, os odio porque me odiáis a mí y a lo que se supone que represento, os odio”.
Así pensaba. Aunque no siempre lo decía.
La verdad es que la mitad de las veces seguía asintiendo, solo que ahora lo hacía enfadada.
No toleraba la autoridad, no toleraba al profesor, al compañero, al que se supone le hacía un favor, al padre, al hermano. Pero solo se sentía cerca de ellos. Imantada al conflicto buscando ser valorada por su propio odio.

De esta manera se consumió hasta que la mecha se evaporó, en un momento dado la vela se había convertido en charquito triste, cansado y fatigado. Por momentos, solo quería volver a ser vulnerable. Llorar en todas partes.
Antes de que su propia carta hablase, muchas otras le fueron escritas, testamentos amorosos y copiosos de densa indigestión temporal rebasaron los limites del interés por lo que ya resonaba configurado en su mente como ‘genero opuesto’.
“Me dijiste que me querías. Eres una mentira”,

En la habitación suena una canción del pasado y no hay quien la escuche para darle un recuerdo. Solo su antiguo reproductor de discos quiere pronunciarse, haciéndome saber que conoce la respuesta sobre el futuro de Ausente:
Yo siempre escuché. Las repeticiones en bucle, los saltos inesperados, la mezcla de géneros, las letras que se aprendía y las que no. Estoy convencido de que se ha alejado de lo conocido para volver a reencontrarse con ello. Buscará la canción ideal y se reconciliará.
Intuyo que le gusta idealizar y romantizar su propia vida como buen sujeto del S.XXI. Incluso puede que llegue a autoafirmarse en el dolor y la duda. Y quizá, escoja su antiguo nombre. Y este nombre le suene a nana, a ¡ay! me caí, me duele, cántame una nana para sanar. Nana nai caí.
Por eso se ha ido y no ha querido narrar más.

Tener que definirse adulta, sin saber qué pasó en medio, es una bajona. Entendió que la letra ya se había escrito. No es tan complicado. En el fondo nadie quiere ser una canción pop.
En cualquier caso, si han pasado diez años y Ausente no habla, es porque ya se ha encontrado con el mundo real y está deconstruyéndolo para que le recuerde a su niñe interior. La narradora diría que simplemente está aquí́, escribiendo sobre sí misma otra vez.