No entiendo lo que me dices, pero entiendo que dices la verdad.
(Mariano Peyro)
La ensoñación bisexual no ha vuelto, ni la he buscado. Fue puntual. Desapareció. Te la contaré en alguna ocasión. Ahora estoy de nuevo en ese otro lugar. Fatiga y desasosiego.
Esta semana tengo a las niñas. Bien. Pero una rabia resurge: ella se ha ido con el otro, de viaje, solos. Al final lo han conseguido. Ya sé que me vas a poner el grito en el cielo, que tienen derecho, que ella puede hacer lo que quiera. Pero quiero decirle que es siempre contradictoria: ¿no era madre de la nueva maternidad?
Sí, ya te estoy oyendo, que sueno machista, que acabo en razonamientos pseudofascistas asquerosos que a ti te alejan y que te parezco mi madre cuando dice «la puta esa que te dejó por un barriobajero». Pero es que hay una parte de esa nueva maternidad que desexualiza; de hecho, eso acabó con parte de nuestra relación y, ahora mira, aprovecha cualquier rato para un revolcón cutre con el otro.
La ambigüedad de estética me crispa ahora, sí, ya sé que le reí la gracia durante años y que permití que sometiera a las niñas a esa ridícula disciplina vegetariana y naturista. También yo compartía esas ideas y ahora pienso que tenían que ver con mi propio egoísmo de mantenerla contenta pero que en realidad ni prestaba atención a su retórica. Entonces puede ser verdad su reproche de que no le prestaba atención, de que se sentía poco entendida.
Relación muy sexualizada, dijo la terapeuta esa a la que me mandaste y que acertó bastante. También me enganchaba lo que ahora me mata. Tantas contradicciones: toda su valentía y arrojo se apoya en un miedo insuperable. Esto lo vi claro al poco de conocerla y comprobar que escondía nuestro tonteo como escondía un adulterio una señora de provincias en los años cincuenta.
Recuerda ese espacio tan abierto y tan supuestamente dialogante, nos conocimos en el círculo de estudios, pues ella se ponía reaccionaria hasta en el rictus. Yo me quedé atónito un día que íbamos por la calle de la mano y me soltó bruscamente porque le pareció ver de lejos el coche de su hermano y, obviamente, no era más que su pánico a ser descubierta. Tiene mucho miedo al juicio del otro, pero mantiene un discurso externo libertario en el que propone lo contrario.
Predicábamos el poliamor (etiqueta ya obsoleta, lo sé, estoy de broma) y mira, como dos ñoños de pueblo. Yo el primero que me he muerto de angustia al descubrir que sus escarceos con el otro eran una historia sentimental y sexual que llevaba muchos meses en marcha. Ella ahora mantiene que siente que vivió con un maltratador, que conmigo tenía miedo, pero tú sabes que a la vez busca constantemente que yo esté pendiente y haga esfuerzos, que no rompa el amarre. ¿Y quién maltrata?
Fue el otro el que me rompió la nariz frente a las niñas y yo no denuncié por no complicarla a ella y por mantener, una vez más, la esperanza de acercamiento. Una esperanza que ella alimenta permanentemente. Y a la vez, le conviene engordar la idea de que estoy desequilibrado para legitimar su nueva relación.
De nuevo los patrones convencionales que la avergüenzan conmigo, que trata de ocultarme y que le provocan agresividad. Nos conocimos militando contra todo esto, tú sabes que es esperpéntico que rompa así nuestras reglas afectivas. Hace un mes ya adelantó con tono imperativo «Si respetas mi vida privada puedo darte 200 euros al mes para los gastos de las niñas». Yo le dije que no dijera privada cuando en realidad quería decir íntima. Pero en realidad no sabía bien a qué se refería. No soy tan ingenuo, pero me refugio en ese infantilismo que ha sido un buen parapeto. Siempre me has criticado esa inacción, esa pasividad, porque dices que es cómoda y que es lo contrario a la militancia activa en cualquier cosa.
A menudo me decías que era sacerdotal (cura laico, me llamabas). Es verdad que he escuchado tus regañinas como quien oye llover, sabiendo que no tienen consecuencias, que, aunque no cambie, vas a estar ahí, incondicional. Me vas a decir ahora que siga adelante, que busque un trabajo normal y deje la pintura, que deje de ser su mantenido neurótico, que soy un gorrón. Era nuestro pacto, era así y ella decidió romperlo. ¿No es normal que yo siga queriendo esa vida? Por eso ahora busco el odio conscientemente, para liberarme de otras angustias de las que son más complejas y me obligan a profundizar más. Ayer pensaba, ser un «hombre» o ser un «gallina».
Tanta puta dialéctica para volver a las dicotomías del pleno franquismo. Y pensaba en Durruti, en los de la FAI como auténticos guerreros heroicos y que además tenían legitimación histórica. Sí, claro, y también Humphrey Bogart. Pensaba: fui un gallina desde niño. En ese colegio sofisticado en el que trataban de darle la vuelta a los tópicos, que era el bastión de la clase intelectual discretamente antifranquista, pero que bebía de los privilegios del poder establecido, en el que nos obligaban a hacer deporte, casi desnudos, en invierno y verano, con una estética que parecía nazi.
Un gallina igualmente. Por eso ahora mi ensoñación, mi fantasía, es entrar en un coma temporal. Despertar quizás seis meses después. Recuperar lucidez o distancia o desapego. Ayer cumplí cincuenta y cuatro. No me llamó nadie. Siempre he pasado de esas cosas, ya lo sabes. Ahora me dirás que hasta lo he llevado a gala. De las niñas sí me apetecía recibir la felicitación. Pero ella este año ni se acordó. Luego puso una excusa. Breve. Estaba en el pueblo de su abuela, con las niñas, claro, y yo supe que con el otro. Esta mañana, Marina me ha dicho, «¿Sabes, papi? la gente se creía que Pablo era nuestro papá».