Cuando las puertas del Panteón se cerraron, emergieron las tres amigas de entre sus escondites de mármol; yacimientos eternos de personajes cuya marcial figura podía ya apenas vislumbrarse.
Dos se habían escondido entre las frías tumbas por un impulso travieso. La tercera aún permanecía en su elegido rincón, mas por un motivo distinto: se había quedado cautivada por la figura de un hombre.
Ella sabía de sobra que don Juan de Austria, el hombre que la había fascinado, había dado su último respiro hacía más de quinientos años. Sin embargo, ahora que lo admiraba de cerca, parecía que respirara bajo la inerte piedra.
— Bueno, pues es oficial —anunció la autora de la fechoría grupal—. ¡Vamos a pasar la noche de Difuntos rodeadas de muertos!
— No los llames así —intervino la segunda—. Hay que respetar a los muertos. Digo, ¡a los espíritus que aquí descansan! —exclamó, como si quisiera hacer llegar su mensaje a quienes allí yacían.
— Esto no es «El Monte de las Ánimas», boba. Ni estamos en Zaragoza, ni tenemos una bufanda que podamos perder para enfadar a los muertos en estas catacumbas.
— Cinta —intervino al fin la tercera, aún ensimismada—. Lo que pierde Beatriz es una cinta, no una bufanda. Y no transcurre en Zaragoza, sino en Soria. Y esto no son catacumbas, sino un Panteón. Las catacumbas las visitamos en París.
La primera puso los ojos en blanco. La obsesión de su amiga por las Leyendas de Bécquer empezaba a resultar enfermiza.
— ¿Pretendes augarme la fiesta corrigiéndome toda la noche? Porque si es así, ¡no hace falta que hagas el tour!
— Se dice «aguarme», no augarme. Ni estás augurando ni ahogándote. Y ya que lo dices, cierto es que prefiero quedarme.
— ¿Estás segura? —preguntó la segunda. Ella misma se estaba haciendo esa pregunta internamente.
— Pues claro. ¿Por qué te crees que está aquí? Para ver a un hombre…
— ¡Un hombre! ¿Te ha seguido algún antiguo admirador hasta aquí o algo así?
Esta vez fue la tercera quien puso los ojos en blanco.
— ¡Claro que no! Eso no tiene ningún sentido. ¿A quién se le ocurriría?
— Pues a tus admiradores, que son tan raros como tú. Entonces, ¡cuéntame quién es el hombre!
— ¡No hay! A quien se está refiriendo no es un hombre… sino una escultura.
Los ojos de su amiga se agrandaron.
— Crecimos oyendo historias sobre Juan de Austria —intervino la primera—. Un tío superviejo que está enterrado aquí. Casualmente, donde ella se ha ido a esconder.
— ¡No me digas que te has encaprichado de un muerto! Digo, ¡espíritu!
— ¡No me he encaprichado de ningún muerto! Simplemente quería verlo.
— ¿Al muerto?
— ¡Su escultura, boba! He escuchado tantas historias que tenía que venir. Pero era imposible apreciarlo entre tantos turistas; por eso me he quedado con vosotras.
La segunda, boquiabierta, asintió lentamente, como si quisiera darle la razón creyéndola loca.
— Bueno, pues… Te dejamos, entonces. Volveremos en un rato.
— En un rato largo —dijo la primera—. Que tengan tiempo de sobra para apreciarse.
De inmediato le lanzó una mirada fulminante a su amiga.
— Que os divirtáis en vuestro tour grotesco, ilegal y poco ético —dijo con sarcasmo.
— Gracias. Luego nos cuentas qué tal la cita con Juan.
La segunda no pudo evitar reírse pese a ser más benevolente. ¡Bah! Podían burlarse cuanto quisieran. Ella al menos no había tenido una motivación morbosa para cometer su fechoría. Ella tan solo había querido ver a quien tanto le había fascinado desde siempre.
Una vez sola regresó al lado de la escultura para admirar sus facciones con mayor detenimiento. Bajo el rayo de luna que entraba por la ventana, su marmóreo perfil resplandecía entre las apagadas figuras que a su alrededor descansaban; más provisto de vida que cuando lo había admirado a la luz del día.
Los rizos de su pelo y la curvatura de su recortada barba complementaban la belleza de su prístina tez, liberada de las arrugas causadas por tribulaciones en vida. Su exquisita vestimenta, los numerosos anillos que adornaban sus delicadas y elegantes manos y la espada que sostenían completaban su planta de caballero.
Era un hombre que solo podía encontrarse en un cuento de hadas.
— Ojalá encontrara un caballero como tú, Joaquín —se oyó a sí misma decir al tiempo que acariciaba su gélido rostro.
De pronto le sobrevino una suerte de alucinación. Los ojos de don Juan habían parpadeado cuando ella lo había llamado «Joaquín», su nombre bautismal.
La joven parpadeó varias veces, tratando de deshacerse del fantasma de la fantasía. Seguro que había sido una ilusión provocada por su imaginativa y romántica mente. Además, los bellos ojos de don Juan habían sido esculpidos de manera tal que pareciera que fueran a abrirse en cualquier momento, entrecerrados como lucían. Era natural haber tenido la impresión de que parpadeaba.
No obstante, no se apartó. Ahora que estaba ahí junto a él, junto al hombre más etéreo y más real, más frío y más bello que jamás había visto, sentía la imperiosa necesidad de confiarle esos extraños anhelos que siempre había sentido por el hombre que había conocido cinco siglos más tarde; pese a sospecharse y sospechar sus anhelos cerca de la locura.
— Ojalá haber nacido cuando tú lo hiciste y habernos encontrado… Aquí, quinientos años atrás, en la corte del rey… Cómo me habría gustado admirarte en vida, Joaquín.
Quedóse lívida. Ahora sí que no había duda: su caballero ideal acababa de parpadear ante la mención de su nombre. ¿Qué suerte de quimera becqueriana era aquella? No podía ser cierto…
Sepulcro de don Juan de Austria († 1578), hijo Carlos I de España, Panteón de Infantes, Monasterio de El Escorial, España.
— ¿Seguís de cita romántica? —oyó de pronto, causándole gran sobresalto.
En su búsqueda de empirismo no se había percatado de que sus amigas habían regresado, de pie frente a ella. Volvía a ser objeto de burla, pero se vio incapaz de contestar dada su alteración.
— ¿Te encuentras bien? Estás pálida. ¡No me digas que has vuelto a ponerte enferma!
— No me extrañaría. ¡Aquí hace un frío que pela! Ponte mi abrigo, que es más gordo que el tuyo —dijo su burlona amiga mientras abrigaba la estatua en la que la joven se había transformado de la impresión. Aprovechando el acercamiento, la primera echó un vistazo al caballero—. En serio, ¿qué le ves? Y lo digo literalmente. ¡No se ve nada!
— Él me ha hablado —soltó abruptamente la petrificada joven—. Al decir su nombre, él… ha parpadeado.
— ¿Qué? —dijo su otra amiga, quien había ido a buscar su linterna y su cigarrillo electrónico.
— ¿Acabas de decir que la piedra de este tío muerto te ha guiñado el ojo, o lo he entendido mal?
— No me ha guiñado el ojo. Ha… parpadeado.
Ambas amigas estallaron en carcajadas.
Era de esperarse, por desgracia.
La primera le arrebató la linterna a la segunda, quien ya había empezado a fumar de puro desconcierto. Como si de un tercer grado policial se tratase, sometió el rostro del caballero a la cegadora luz de la linterna.
— ¿Qué haces? —preguntó la causante del desconcierto grupal.
— Juan, parpadea si me estás oyendo.
— ¿Qué?
— ¿Cuál era su nombre real? ¿Jorge? ¿Fermín?
— Joaquín…. — Pues eso. Joaquín, Joaco, si me estás oyendo, parpadea.
La figura permaneció inmóvil; en ese, y en todos los intentos siguientes de poner a prueba la veracidad del relato de su amiga.
La joven que había creído haber resucitado de algún modo a su idílica figura, se sintió terriblemente avergonzada. No había sido más que una fantasía.
La autora del interrogatorio a la escultura tocó la frente de su amiga.
— Creo que tienes fiebre. ¿Te has quedado aquí parada como un poste todo este rato, con el frío que hace aquí?
— He perdido la noción del tiempo, y… Tan solo quería acercarme más a él…
Su amiga resopló, hastiada.
— Tu obsesión con el muerto este empieza a ser preocupante. ¿No podías interesarte por una persona viva, de este siglo y de carne y hueso, como la gente normal?
— No me importa lo corpóreo. Yo busco un amor como lo describía Bécquer. Un amor que vaya más allá de la razón, de la vida misma…
Sus dos amigas se mofaron de su repentina, pastelera y anacrónica confesión.
— ¡Por favor, no puedes estar hablando en serio! Estás delirando del todo. ¿Te ha poseído Bécquer, o qué?
— Mira: sabemos que te alucina todo ese rollo místico-romántico, pero se te está empezando a ir de las manos. ¡Estás hablando de amor por una escultura!
— Qué esperas que haga, ¿pedirte que te conviertas al mármol y seas su novia? ¿O que te dé un beso con esos labios tan vivos a la luz de la luna? ¡Por favor! Deja ya de decir tonterías, que nos vas a acabar asustando.
Un beso de don Juan… ¿No sería acaso el mejor recuerdo que podría llevarse de allí?
Pero, ¡qué estaba diciendo! Se sentía embotada. La cabeza le dolía y la frente le ardía. Empezaba a difuminar los límites entre lo real y lo imaginado; lo racional y lo delirante, hasta lo ridículo. Pero un beso…
— Anda, vamos a sentarnos. En cuanto comas y entres en calor, te sentirás mucho mejor y dejarás de hablar en español viejo o lo que sea que estés hablando. Y no te preocupes, que yo te encuentro un tío simpático. Y vivo.
«Un beso de don Juan…»
Tratando en vano de olvidar lo que había creído ver y querer más que nada, la joven comió y bebió hasta sentir que tanto el estómago como la cabeza podrían explotarle. El humo de los cigarrillos electrónicos de sus amigas habían dejado la sala en una suerte de mística neblina que no hacía sino aumentar su dolor de cabeza y su confusión entre empírico e imaginado.
Ella había creído verlo parpadear ante la mención de su nombre… No. No podía dejarse llevar por el idilio de un amor supraterrenal. ¡Era ridículo!
Pero un beso… Solo un beso… ¡No! La fiebre le estaba aumentando, y con ella lo hacía su majadería. Lo mejor sería descansar y olvidarse de todo aquel delirio.
Para cuando se quedó dormida, ya era oficialmente la noche de Difuntos.
Bum-bum. Bum-bum. Bum-bum.
La joven se despertó sobresaltada. La cabeza parecía ir a explotarle y se sentía arder, febril. Quizás había sido una ilusión sonora dentro de una pesadilla, fruto de la cual había aparecido aquella repentina pátina de sudor en su cuerpo.
Bum-bum.
El corazón le dio un vuelco. Ahora lo oía bien despierta, alto y claro.
Eran las tres de la mañana. Sus amigas dormían profundamente, como si sus sentidos no hubieran registrado el sonido que a ella le había despertado.
Bum-bum. Bum-bum. Bum-bum.
El sonido… parecía proceder de la sala donde había estado y soñado tanto horas antes. Con el miedo marcando el compás de sus débiles pasos, la joven siguió el sonido hasta llegar a su lugar de origen.
Cuando sus sospechas quedaron confirmadas por poco se le cayó el mechero de su amiga; el único aliado que había encontrado contra la oscuridad que no fuera a despertar a sus amigas.
BUM-BUM. BUM-BUM. BUM-BUM.
No era un sonido cualquiera. Era el latido de un corazón. Más concretamente, el latido del corazón de don Juan. Aunque ahora ya no sabía si era su propio corazón el que oía latir con fuerza. El mechero iluminó la trémula figura yacente. No había duda: aquel latido procedía del pecho del caballero. Pero, ¿cómo?
Cada vez su piel transpiraba más, como si estar junto al caballero de sus delirantes pensamientos le hiciera arder. El beso del frío mármol podría calmarla…
Depositó una mano en el pecho del caballero, la otra cubriendo su delicada mano. Bajo su viva y palpitante palma latía el corazón de su querido don Juan. Pero, ¡cómo!
De pronto recordó algo.
— Dicen que tu corazón aún permanece enterrado lejos de aquí1. ¿Cómo es posible que yo pueda oírlo, Joaquín?
El sudor empezaba a caer en la prístina piel de su marmóreo idilio. Necesitaba enfriarse, calmar su delirante afección. Quizás él necesitaba un corazón que pudiera ocupar el hueco vacío en su pecho…
La mano que había estado sosteniendo de pronto rodeó la suya. Aunque aún inmóvil, la escultura ahora parecía más viva que nunca, su mano cubriendo la de la joven en un movimiento que a ella se le había escapado; su quimérico corazón latiendo como loco.
La marmórea figura abrió los ojos, clavando sus pupilas en las de la ardiente joven cuyo corazón también latía desbocado.
Ella habría gritado, pero su deseo ahora imperativo de besar aquellos fríos labios la mantenía muda, hipnotizada. Él estaba ahí, vivo bajo la luz de la luna, y la estaba mirando a ella.
La yacente figura aprovechó la unión de sus manos para atraer a la joven hacia sí, instándola por fin a sellar aquel beso; aquel encuentro de frío y calor, de mármol y piel… De vida y muerte.
Cuando las dos jóvenes se levantaron al día siguiente, no lograron encontrar a su amiga. Buscaron y buscaron, pero no la hallaron.
Cuando fueron a inspeccionar de forma más exhaustiva aquella estatua que tanto había cautivado a su amiga, en el suelo encontraron el mechero que hacía unas horas había servido de guía. Miraron fijamente a los ojos a aquel hombre inerte, en busca de ya desesperadas sobrenaturales respuestas.
Ambas gritaron cuando el caballero les sonrió. No porque lo hiciera, sino porque en aquella sonrisa se entreveía la huella de unos labios humanos. Junto a esa sonrisa, un latido de corazón que palpitaba con humano vigor.
Cuenta la leyenda que aquel beso en la noche de Difuntos entregó a sus protagonistas lo que más anhelaban a través de su simbiosis. A ella le proporcionó el amor que tanto había deseado, más allá de lo real. A él, un entregado corazón humano con el que al fin poder latir, por comunión de vida y muerte, eternamente. Fin.
Obras de Gustavo A. Becquert: 1 Leyendas. 2. Leyendas ; Desde mi celda; Cartas-literarias. Artículos. Rimas.
Por si acaso empezabas ya a sopesarlo seriamente no, no he sido poseída por el espíritu de Bécquer. Simplemente, quería hacer algo diferente en esta ocasión.
Las Leyendas de Bécquer se hicieron con el monopolio de mis neuronas en mi último semestre en Cambridge, pues mi disertación versó sobre ellas. Aún me persiguen.
El Escorial es uno de mis lugares favoritos, especialmente sus jardines y su biblioteca (vaya sorpresa). Cuando visité el Panteón del Monasterio de El Escorial, quedé impresionada con la escultura sobre la tumba de D. Juan de Austria. La delicadeza y belleza de sus detalles son extraordinarias. (Te recomiendo encarecidamente visitar El Escorial y, ya que estás, hacerle una visitilla a Juan).
Siendo Bécquer uno de mis autores favoritos y El Escorial uno de mis lugares predilectos, llevaba mucho tiempo deseando unir ambos por escrito. Reescribir esta leyenda de Bécquer es una idea que ha permanecido adormecida en mi mente desde que vi la tumba de D. Juan de Austria, incapaz de encontrar espacio o formato en el que poder plasmar mi quimera literaria. Gracias a Meer y a mi editora he podido al fin trasladar mi idea al papel, ¡lo que ha sido un absoluto placer!
Espero que te haya gustado mi propia versión de la leyenda. También espero que te inste a leer/releer la original, El beso; y que tal lectura te lleve a descubrir/redescubrir la maravillosa obra de Bécquer, formidable autor del Romanticismo español. Y recuerda: siempre que puedas, ¡permítele a tu imaginación volar (pero nada de besar esculturas difuntas)!
Nota
1 Se especula que el corazón de D. Juan de Austria se encuentra aún enterrado en la Catedral de Namur, Bélgica.