Los relatos breves nos acompañan desde el inicio de los tiempos. Son historias que, en mayor o menor medida, representan parcelas de nuestra existencia. Leemos sobre lo que tememos ser y escribimos lo que soñamos hacer. En la literatura encontramos la posibilidad de experimentar mil vidas, mientras quien no lee, vive una sola, como lo dice George R.R Martin. Hay historias que exploran los aspectos más oscuros o temidos de la naturaleza humana. Hablan de elementos que son parte de nuestra cotidianidad pero en un momento determinado se convierten en algo desconocido que representa una amenaza. El siguiente relato explora esta posibilidad.
Al filo de la cordura
Una mañana más de subir cuatro pisos para llegar a esa ínfima habitación que alquilé con el nombre de Suite, será una terraza mal construida con un cuarto y una cocina separados de manera estrepitosa. De todos modos, no me angustia subir las escaleras, disfruto observar cada una de las gradas de mármol jaspeado, las plantas que decoran los descansos y esos cuadros con manchas que asemejan un cuadro de la selva. En fin, nada fuera de lo normal.
Ese día estaba de vuelta del trabajo, había llegado temprano y la luz entraba de manera distinta por los vitrales del edificio. Alumbraba un pico dentro del cuadro ubicado en el cuarto piso, justamente antes de girar hacia mi espacio de vivienda. Había visto el mismo cuadro todos los días, sin ninguna atención en específico. Manchas que dibujaban hojas sin más. Pero ahora, las hojas enmarcaban a la perfección un pico rojo que destacaba casi con violencia. Quise aprovechar mi día de descanso, por lo que no me fijé demasiado en él, pero la imagen del extremo puntiagudo continuaba en mi cabeza. Me recosté a ver una serie, estirar la espalda, olvidar cualquier problema que pudiera interponerse ante mi tranquilidad, pero al cerrar los ojos, el pico seguía ahí.
La casera era una señora muy amable, ya de avanzada edad y que amaba conversar, por lo que le pregunté por el origen de los cuadros que adornaban el edificio, en particular el del último piso que daba la bienvenida a mi habitación. Me comentó que era muy preciado para ella puesto que se lo había regalado su hija antes de casarse, cuando aún tenía tiempo para pintar. Y ¡qué hermoso pintaba!, exclamaba la dulce señora, absorta en sus recuerdos. Yo seguía sin entender el arte detrás de un montón de hojas mal pintadas que apuntaran a un pico que ni siquiera pertenecía a un cuerpo. Parecía que la cabeza se había perdido en medio de la vegetación y había olvidado ese retazo del ave que representaba.
De todas maneras, mi vida debía continuar, así que fui al trabajo todos los días, como de costumbre, y al regresar procuraba desviar la vista para no presenciar el desmembramiento del pobre pájaro buscando su pico rojo. No lo lograba, aunque cerrara los ojos, la imagen seguía ahí. Procuraba descansar, pero la imagen persistía, amenazante, perversa, como si quisiera darme un mensaje de advertencia. Yo no lograba descifrar qué me pasaba, tal vez era mejor eliminar la cafeína de mi dieta, hacer más ejercicio, pasar menos tiempo en casa. Era probable que el espacio me estuviera volviendo loco. Buscaría un lugar para mudarme cuanto antes.
Mi contrato terminaba en seis meses, por lo que si me iba, perdería mi garantía. Pero nada valía más que mi cordura. Mientras buscaba algún sitio que se ajustara a mi presupuesto, los tonos del cuadro empezaban a cambiar, las hojas desaparecían en un verde pantanoso y todo lo que quedaba era el fragmento del pájaro, ese pico, cada vez más filudo, que amenazaba con romper el cuadro.
Finalmente había encontrado el lugar y llegó el día de la mudanza. Empaqué todas mis cosas, pero no podía irme así nada más, sentía el deber de destruir el cuadro para que ese pico no me persiguiera. Cuidadosamente, tomé el desarmador que había utilizado para desarmar mi cama y rasgué el lienzo, lo partí por la mitad, separando por siempre al pájaro de la jungla ―que quizás era una jaula― pero no había atinado a destruir el pico, seguía ahí, completo, intacto. Cómo hubiera deseado tener unas tijeras, pero ya no quedaba tiempo. Debía empacar toda la evidencia y partir antes de que la casera volviera y se percatara de la ausencia del cuadro de su hija.
Estaba decidido, una vez cruzada la puerta, desaparecería, sin dejar rastro ni contacto, cambiaría mi número o sencillamente dejaría de contestar. Consideré cambiar mi identidad, pero un atisbo de cordura volvió a mí. Esa pobre viejita no asociaría mi partida a la desaparición del cuadro, dejaría la puerta abierta para simular que alguien ha podido entrar a robar las cosas y al no encontrar nada de valor, se llevaría el cuadro, seguramente valioso por su nivel de abstracción.
Saqué mi maleta, dejé las bolsas de basura que contenían el cuadro roto afuera de mi nuevo edificio y pude divisar un filo puntiagudo que destacaba en medio de la bolsa, amenazando con romperla, de la misma forma en la que había roto mi cordura.















