Otra vez se peina –o se despeina, según como se mire– simulando que no está preocupado ni ansioso ni asustado. Sin embargo, cualquiera adivinaría que apenas se abra el telón de esta entrevista, su boca masticará miedo, pues le teme a lo nuevo tanto o más que a sus propios fantasmas.

Luego de murmurar buen día o buenas tardes, Raúl deslizará sus manos por el poco cabello que le queda detrás de las orejas y contará que ha estado trabajando durante más de cuatro décadas en la cantina familiar que acaba de prescindir de sus servicios.

Don Julio ha sido un buen patrón. No obstante, sus herederos se niegan a continuar con el negocio tal como su padre lo soñó. Con el afán de modernizarlo, han cambiado por completo el color de las paredes, los tapizados, el menú y hasta su histórico nombre. El siguiente paso es solicitar camareras –eficientes, silenciosas, ágiles y bellas– que tomen los pedidos en sus tablets, en sintonía con los jóvenes chefs sin experiencia, recién contratados.

Justo le ocurre esto a él, un melancólico incurable, que no se siente capaz de hacer otra cosa que no sea preparar su delicioso lomo al horno –idolatrado por los comensales de su barrio– o ayudar a servir la mesa, convirtiéndose en mozo cuando es necesario.

Aún le faltan dos años para jubilarse y aunque así fuera, no podría sobrevivir sin un empleo. De manera que se arregla la corbata prestada, carraspea y se sienta en el borde de la silla esperando una bienvenida amable que no llega.

Mientras aguarda el turno de mostrar su fragilidad frente a un potencial empleador desconocido, repasa en su mente, entre suspiros, el modo en que ha quedado el escenario de sus hazañas culinarias.

Le da un último vistazo imaginario a la alacena. Las cebollas y las papas están en su lugar, junto a la antigua tabla de madera áspera. La botella de aceite luce impecable sobre el estante. Las ollas, bien limpias y los pálidos trapos, libres de malos olores.

Sabe que no puede seguir demorándose amarrado a las hilachas de dignidad del mantel escocés que ha acomodado con la misma dedicación en sus últimos cuarenta años.

Suspira de nuevo y casi por costumbre, busca el delantal para secarse las manos, ahora temblorosas e inexplicablemente húmedas.

Esta vez no lo encuentra atado a su cintura, recuerda entonces que desde hace tres días, ya no desempeña el rol de cocinero, por decisión de los innovadores hijos de don Julio.

–“La entrevista duró lo que tarda en dorarse un puñado de cebollas cortadas en juliana” –piensa Raúl al salir a la calle sin esperanza alguna.

Dobla en la esquina tan concentrado en la pena que siente por sí mismo, que ni siquiera nota el pisotón de un señor canoso, cuya risa le resulta conocida.

Disculpe… ¡Pero si sos vos! ¡Raul! ¡Tantos años! ¿Qué hacés por aquí? ¡Es increíble! ¿Te acordás de la señorita Cristina, la de 1° grado? ¿Y del calesitero que nos regalaba la sortija cuando no había monedas para otro boleto?¿Y de los tangos que cantábamos con mi guitarra en el picnic de la primavera?

Quien no deja de hablar a los gritos, visiblemente emocionado, es Ramón, su compañero de banco en la escuela. El asombro de Raúl reconoce al camarada infalible de tantas travesuras que marcaron el final de su adolescencia y el comienzo de su obligada adultez prematura.

Todas esas imágenes –nítidas, insistentes, nostálgicas– lo custodian durante el trayecto en colectivo hasta su casa, mezcladas con aquellas otras, las de sus dedos pelando cebollas entre las improbables cacerolas de don Julio. Y seguirán escoltándolo el próximo lunes, mientras levante la persiana de la carnicería de Ramón, su flamante e inesperado socio.

Tendré que buscar otra excusa –se dice– cuando algún cliente me pregunte a qué vienen estas lágrimas”…

Para reflexionar…

De emociones, cebollas cómplices y resiliencia

A menudo, lejos de mostrarse de un modo estruendoso, las emociones se esconden en un gesto mínimo, en una corbata prestada o en unas manos que tiemblan ante una entrevista. “La complicidad de las cebollas” nos lleva a ese territorio interno en el que conviven la angustia por lo perdido, el miedo al futuro y la ternura de los recuerdos.

Raúl, el personaje principal de esta historia, encarna el dolor de quien ha sido desplazado por un sistema que no siempre valora la experiencia ni la calidez del oficio. Sin embargo, lo que lo hace entrañable es eso: su vulnerabilidad emocional. Se disfraza de serenidad para enfrentar un mundo que lo intimida, pero su cuerpo habla: sus manos húmedas, sus suspiros, su silencio.

Raúl no reprime sus emociones: las habita. Las cebollas que solía pelar no solo representan su pasado culinario, sino también ese permiso de llorar sin justificación racional. Y es que, muchas veces, las lágrimas no brotan sólo por irritación ocular, sino por el alma removida. Esta capacidad de reconocer lo que sentimos es el primer paso para procesarlo de forma saludable y un signo de inteligencia emocional.

El reencuentro con Ramón, su amigo de infancia, introduce otra dimensión: la memoria afectiva como refugio y motor. La añoranza compartida despierta algo vital en Raúl. La tristeza no desaparece, se transforma: da lugar a una posibilidad. No es casual que el novedoso proyecto —una carnicería junto a ese viejo amigo— surja justo después de dicha coincidencia. Las emociones, cuando se reconocen y se integran, permiten construir sentido incluso en medio de las pérdidas.

Escribí este cuento como una invitación a escuchar nuestras emociones, a respetarlas (sin subestimarlas en el absurdo intento de controlar lo que sentimos) y a leerlas con honestidad, intuyendo que tal vez sean ellas quienes, llegado el caso, nos señalen la oportunidad de volver a florecer.