Que cómo podía soñar con eso, se preguntó, mientras se refregaba los ojos y la luz de la lámpara iluminaba un dos cincuenta y tres sobre la pantallita del reloj digital.

Que cómo después de tantos años divisaba en pesadillas hasta el último rincón de un inmueble añejado que desde hacía tantos años se había dedicado a olvidar.

Que cuánto tiempo le había llevado quitar de su cabeza toda esa pesadumbre para poder recuperar de súbito tantos matices de recuerdos atorados en el inconsciente, ahora traídos a su momento presente y con la voluntad dispuesta a volverlos a archivar.

Entonces… ahí estaba, de nuevo una niña, asustada, saturada por el miedo nocturno, sumida en la oscuridad, sin una mano fraternal que acariciara su cabello para que recobrara la liviandad de quien, en su máximo confort, pudiera conciliar el sueño. La salvaba la ínfima luz de una lamparita apoyada sobre la mesa de noche, luz que chocaba contra los libros apilados en pose de lectura acopiada durante meses y semanas, que ya empezaban a juntar el polvo del desinterés no programado.

Se encontraba en la vigilia, interrogada por varios jueces con veredictos lapidarios sobre su persona. ¿Por qué ahora se ponía a acordarse de su madre? ¿Un jueves a la noche? Justo a las casi tres de la madrugada, después de haber sugestionado su mente con la idea de que a esa hora algún ánima te respira en la nuca si es que, en una de esas, te despertás abruptamente.

—Sabrá Dios —le decía; aunque no estaba segura de creer en algún dios, decirse eso le ayudaba a no sentirse tan sola. Realmente sentía miedo, pero ¿por qué? Se preguntaba por qué seguía temerosa ciento veintitrés minutos después de haberse despertado de un simple sueño, pesadilla, de terror, sí, mas sueño al fin. Irreal.

La noche siguiente soñó lo mismo. Y también se volvió a despertar toda sudada y apretando los dientes; el corazón le latía apresuradamente. Pensaba: “¿Acaso el trauma no se ha ido del todo?”. Había recorrido un largo y exasperante camino hacia dentro de sí misma, más aquella sensación, súbita descarga de energía que en su pecho le hacía sentir un agudo espasmo, la perturbaba, haciéndole recordar que, antaño, una noche cualquiera habría experimentado la misma desazón. Perdida en los pensamientos, rememoraba aquella angustia penetrante que la desestabilizaba por completo, alejándola de una armonía tan anhelada desde su primera infancia. El reloj marcaba las tres y treinta y tres. Estas serían las primeras de muchas noches sin precedente.

Una mañana como cualquier otra, mientras caminaba por la sombra, un día de calor aberrante y con ochenta por ciento de humedad, petrificó su cuerpo sobre el asfalto recalcitrante cuando divisó, a eso de una cuadra y media, una figura aparentemente similar a la de un viejo conocido: su abuelo. El hombre, difunto desde hacía más de dos décadas, parecía tener un doble idéntico al otro lado del mundo dispuesto a posarse frente a ella, quien comenzaba a lagrimear súbitamente como un niño que entiende que sus padres se olvidaron de pasarlo a buscar a la salida de la escuela. Atónita, sacudió la cabeza, entendiendo que aquello no tendría sentido alguno, y en un abrir y cerrar de ojos, vio acercarse al señor que, evidentemente, era un tipo entrado en edad, pero de cerca no tenía mucho parecido al abuelo.

Al momento de cruzarse cara a cara con el nonagenario, notó que este la miraba fijamente y, sin desviarle la mirada, siguió posando sus ojos en ella mientras seguía caminando. Aún una cuadra adelante, el viejo la seguía mirando, y ella, desconcertada pero escéptica, prefirió seguir su camino hacia el trabajo, pensando en por qué se confundiría a un tipo cualquiera con alguien que ya había partido hacía más de veinticuatro años.

Ya en la oficina se encontraba, con la cabeza apoyada sobre sus puños, en el escritorio —un poco desordenado, por cierto—, pensando en cómo haría para acostarse a la noche, sola, carente de compañía… y en cómo haría para conciliar el sueño. La idea de que todo estaría a oscuras a eso de las once de la noche, que era el horario en el que solía irse a la cama, prender la tele y buscar algún capítulo de alguna de las tantas series que tenía acumuladas en la lista de su aplicación de streaming preferida para, luego de sintonizarlo por no más de quince minutos, caer rendida en un profundo sueño, la aterraba. Porque sabía bien, ya lo venía presintiendo desde que se había levantado, preparado el café negro de todas las mañanas y mirado hacia la ventana que da a la calle mientras el sol alumbraba de lleno los frentes de las casas aledañas, que no lo lograría.

No iba a lograr dormirse porque tenía miedo. Un miedo conocido, antiguo, bien guardado en lo profundo de su subconsciente que ahora salía para jugarle una broma, bastante pesada, al tenerla disociando durante la jornada matutina, apoyada sobre sus brazos sobre la madera reluciente del escritorio.

¿Qué pasaba entonces? ¿Por qué pensaba tanto en no poder dormir por la noche cuando faltaban tantas horas para ocuparse de tal faena? ¿Por qué seguía trayendo a su memoria la cara del señor parecido al abuelo? Algo dentro suyo le decía que todo eso no podía ser solo casualidad. El escozor en la piel le empezaba a molestar y el punzante dolor de cabeza ya no se iría hasta pasada la medianoche. ¡Qué aguante! Todo un día con jaqueca y pensamientos basura que la hacían girar en bucle dentro de un acelerado tornado mental.

Fue esa misma noche en la que decidió tomar acción. Ya sabía que cuanto más alimentaba un pensamiento negativo y lo rumiaba, le daba poder e intensificaba la sensación de malestar que ese mismo pensamiento le generaba. Lo sabía porque hacía meses que había leído Deja de ser tú y hecho los ejercicios frente al espejo de Louise Hay. Pero desde que esas distinguidas noches de insomnio comenzaron a volverse habituales, la paz interior que había ido cosechando empezó a marchitarse lentamente. Por esa misma razón, y luego de despertarse, esta vez, a las tres y tres de la madrugada, sudada y habiendo soñado de nuevo con la casa de su infancia, dio un salto de la cama y se puso a orar.

Nunca había sido una mujer devota; de hecho, todo lo referido al cristianismo siempre le había generado rechazo desde que era una niña. Sin embargo, harta de despertar de golpe siempre en el mismo rango horario y desvelarse por horas hasta volverse a dormir y parecer un zombi durante todo el día, juntó sus palmas, se arrodilló frente al sofá de la habitación y dijo en voz alta mientras cerraba los ojos:

—Dios, Universo, Fuente, quien quiera que sea que me haya dado la oportunidad de pisar este plano terrenal, te pido fervientemente de todo corazón que me reveles qué está sucediendo en mi vida… y en mi cabeza. Hace semanas que me despierto de la nada, asustada, sudando muchas veces, que sueño cosas raras, cosas que ya quisiera olvidar. Sabes bien todo lo que he tenido que dejar atrás, mi pasado, mis manías y mis obsesiones… ¿Acaso, Dios, Universo, Inteligencia Superior, son mis traumas sin resolver los que proyectan estos miedos insensatos?

Me dispongo a orar en este momento, en esta hora tan particular, porque creo conocer que a las tres de la madrugada, cuando muchos dedican sus esfuerzos a derramar sobre la tierra oscuras ceremonias y rituales macabros, la importancia de orar y contrarrestar tanta oscuridad en este mundo, se intensifica.

Acepto que yo no oro desde hace treinta años, y no sé bien por qué estoy haciéndolo ahora. Quizá por miedo; aún le temo a la oscuridad y despertar a esta hora me llena de pavor. Aunque prefiero hacer esto antes que empezar con la diarrea mental que me sostiene así hasta que me duermo a pocas horas de que suene el despertador.

Sea por lo que sea… si esto tiene un significado espiritual o no, pido revelación. Revélame, ¡oh, Universo, Dios, Consciencia Superior!, qué es lo que estos sueños significan y a dónde me quieren llevar.

¿Amén?...

Abrió los ojos y sintió un tremendo escalofrío que la hizo pegar un grito seco. Había empezado a respirar más fuerte de lo normal. Se percató de que estaba sumida en total oscuridad y se levantó precipitadamente a encender la luz. Le tomó unos minutos recuperarse, pero se sintió bien al notar que había permanecido a oscuras sin sentir miedo. Pronto el sueño empezó a ganarle y se arrastró a la cama, desplomándose y quedando dormida en un instante.

Soñó una vez más con la casa. Esta vez ella estaba en el patio, un día radiante de sol, tenía alrededor de ocho años y jugaba con uno de los perros que habían pasado por su vida. Le estaba preparando una torta de barro mientras le cantaba el feliz cumpleaños. Detrás de ella, su madre le extendía el brazo derecho en ademán de querer entregarle algo. A la izquierda, su padre permanecía inmóvil con la mirada fija hacia su madre. La cara del hombre denotaba angustia y desesperanza. De repente, el perro se ponía a ladrar de forma estridente, la torta de barro se deshacía en trozos de tierra seca, y el cielo se nublaba hasta que las gotas comenzaban a emanar de unos gigantes nubarrones grises. En pocos segundos la lluvia se convertía en diluvio y ella, en el medio del patio, veía como todo a su alrededor se desvanecía mientras el agua, que ahora caía torrencialmente, le quemaba la piel como ácido nítrico.

De un manotazo tiró la lámpara que la alumbraba desde la mesita de luz. Agitada, se doblaba entre las sábanas mientras se tapaba con las manos la cara y agradecía, por dentro, el que su piel no estuviese chamuscada. Esa mañana compró un boleto. No lo pensó mucho, ya estaba acobardada de pensar. Al llegar a casa del trabajo, armó bastante rápido la valija, comió ligero y se dirigió al aeropuerto, casi en modo automático.

Quince años desde la última vez. Varias veces se había dicho “el año que viene, el año que viene voy. Unas semanas aunque sea”. Nunca se decidía realmente a ir. Así se fueron yendo varios, había perdido completamente la conexión con ese lugar, con esas personas. Y no es que lo sintiera como un arrepentimiento. Su casa era otra desde hacía veinte años y bueno, mejor no le podía haber ido. Al menos hasta hacía un año.

La llamada de su hermano, hacía un año atrás, la había dejado helada, pero no lograba conectarse lo suficiente como para animarse a volar hasta allá. Pensaba “de todas formas ya es un cuerpo ahora, ¿de qué sirve que vaya? ¿De quién me voy a despedir?”. La última vez que lo había visto, al viejo se lo veía bastante bien, aunque con la mirada perdida. Ella le mandaba de vez en cuando los pasajes para que fuese a visitarla. Pero era tan corto el tiempo que él se quedaba, que, como hija, prefería evitar los momentos incómodos de preguntas intimidantes e invitarlo a abrirse —si así el otro quería— con un pasajero: “¿algo que quieras contarme? ¿Lo que sea?”. Ya él no sacaba a relucir ningún reproche a la vida, estaba medio entregado, aunque ella lo interpretaba como cosas de la edad.

Su padre murió repentinamente. Un día de otoño, realmente nadie se lo esperaba. Su madre, esa misma mañana, le había dejado algunas llamadas perdidas. Ella no le correspondió a su intento de comunicación. Solamente se preguntaba cómo, veintisiete años después, podía una mujer seguir tan pendiente de la vida de un otro que se le había distanciado hacía muchos años más. Y ahí estaba, la vieja, pendiente, mortificándose en la pérdida; una pérdida eterna de ella misma, cuyo costo era no volverse a hallarse completa. Y ahora no había cuerpo sobre el cuál proyectar la pérdida. Más aún había quedado en el ideal la imagen de un hombre, roída por el tiempo, y devuelta como una figura desconocida.

Seis meses después, murió la madre, una tarde de plena primavera. Esas tardes relucientes, que penetran en la retina porque manifiestan que se acerca el calor y con él, la vida, dónde todo renace y las pieles pueden respirar de nuevo desnudas al viento. Todo, acaso, todo lo que la rodeaba la separaba de su madre. Del otro lado del mundo, cuando ella muriera, hiciese frío. Un frío helado y húmedo, que te espabila las ideas y te adormece los músculos. No debe ser lindo cuando se está acercando el invierno. Ella se la imaginaba a su madre en un entorno poco sutil, de soledad constante y arrepentimiento punitivo.

Pero no sentía dolor, no sentía pérdida. Solamente miraba la ventana y una sensación de liberación le brotaba desde el pecho, veía las hojas de los árboles, de un verde exquisito, casi fluorescente, que la invitaba a salir a pasear por ahí, sin un rumbo fijo. La despidió a su manera, cómo a su padre, pero tampoco asistió a su velorio. A la vieja hacía más de una década que no la veía. En sus sesenta, la mujer se había puesto intensa, de nuevo, reincidente con la obsesión hacia su padre, que había logrado dejar de lado por varios años y volvía intensificada. Ella, como hija, adulta mayor ahora, y ser humano harto de intentar relacionarse con alguien que cada tanto volvía a caer en el mismo círculo de mental, optó por alejarse. Está vez, permanentemente.

Se sabía a sí misma con cuestiones sin resolver. Se daba cuenta de que podía no llegar a concordar nunca con alguien lo suficiente como para tolerarse mutuamente. Pero se sentía satisfecha, había encontrado ese afecto en otras formas y se sentía triunfante con el hecho de no estar sujeta a fijaciones y cavilaciones respecto a la vida de otro. Se decía a sí misma “en la próxima reencarnación, quizá, tenga resuelto esto”. Y se reía, aun incrédula.

El día que llegó a su ciudad natal, sintió que hacía pie en tierra desconocida. No es que hubiese querido jugar a ser otra persona, sin embargo, ya lo era desde antes de irse por primera vez a dónde hoy consideraba, era su hábitat.

El hecho de no haber asistido a los funerales de ninguno de sus padres, la había hecho alejarse mucho más de su hermano, con quién, de por sí, ya no tenía mucho feeling desde la juventud temprana. Como si el tener a los mismos progenitores fuese el nexo que, a medias tintas, los unía desde entonces.

No aceptó la invitación de éste de quedarse en su casa, aunque no le llamó la atención que él la quisiera de huésped. De hecho, el hombre había intentado varias veces acercarse más a su hermana. La había llamado en varias ocasiones invitándola a que fuese a visitarlo, como modo de recuperar una hermandad ya disuelta con los años, todo esto sin mucho éxito. Ella se limitaba a responder que iba a evaluarlo, pero la realidad es que no se sentía cómoda retomando un vínculo que no le nacía.