Lo arrastró el río hasta donde las piedras y la basura lo detienen todo. Era mi amigo, ojos grandes, y el sol sobre su espalda. Un mordisco, dos o tres tal vez, las manos rígidas ¿sosteniendo algo invisible?, no sé. Antes de esa noche se despidió bebiendo hasta la última gota, ¿cómo lo hizo o por qué? Su ansiedad y ánimo frío quizás lo aconsejaron. Los días y la ciudad hace rato le parecían grotescas circunstancias, un Dédalo sin salida, me llamaba a horas desconcertantes, a veces ponía música, otras veces leía durante horas, versos que sepultan o desentierran, total todos terminaremos cultivando malvas bajo tierra. Metió una moneda en el teléfono público y me dijo:

-Hasta mañana en el puente, donde siempre, en las sopaipillas de Santa María.

-Vale, mañana te veo, descansa y no le des tanto a la cabeza, sopla el ruido.

Nos juntamos en el puente de Pio Nono a las 9, después de un abrazo y comernos un par de sopaipillas con mostaza y pebre caminamos por Pio Nono, entre la gente, y doblamos a la derecha por Dardignac y subimos hacia Constitución. Mientras caminábamos ese breve trayecto rumbo al boliche me dijo:

-¿No sientes en el cuerpo una extraña sensación de crepúsculo eterno, como si nunca cambiara la hora y que entre la bajada de la oscuridad y el sol hubiese una complicidad implacable?

-No lo veo tan así, ya me cuentas con más detalles, no te veo muy iluminado, estás en modo ocaso. Las penumbras no son buenas, tomémonos algo, te relajará.

-No me escuchas, es porque no lo sientes, estamos ahora en ella.

-Porque es de noche.

-Eso es, es siempre igual…

Nos detuvimos en el boliche, restaurante Galindo, un viejo local de la Chimba, regentada por Galindo Acevedo su dueño, quien en los años 80 y en plena dictadura hirió con su escopeta a dos conocidos artistas emergentes que estaban grafiteando la fachada de su local. Fue durante un toque de queda, dejaban un mensaje que quedó inconcluso, una desafortunada performance que desapareció de la hemeroteca. Galindo se granjeó el sobrenombre de Huaso facho.

Era un lugar popular de comida de campo y de náufragos bohemios y borrachos a secas, cada uno con sus historias contadas a través del vaso, ojos de buey con vistas a un pasado fantasioso en algún lugar del mundo.

Para acceder al único baño después de beber a destajo, había que esquivar a los habitués, cruzar por debajo de la barra, donde algunos borrachos no superaban la prueba y eran barridos a escobazos. Luego de cruzar, uno llegaba inmediatamente a la cocina donde también estaba el baño. Junto a la precaria puerta de este había sacos de papas y cebollas apilados. Sobre las papas dormía un gato y se podían ver los fogones de la cocina y la gente trabajando, una mujer desgranando porotos mientras veía la teleserie y otras revolviendo ollas enormes de aluminio donde preparaban sus apreciados platos y sándwiches, como si estuvieran en su casa, los mozos entraban y salían, tenían buenas rodillas para sortear la barra, algunos también caían.

El baño estaba inmundo a esa hora de la noche, más bien asqueroso, con olor a amoniaco por el orín esparcido y salpicado por todo el suelo. El inodoro estaba sin tapa y muchas veces sin agua en el estanque, acumulando la mierda y el papel de periódico en la taza. En la pared había una cadena de la que colgaba una guía de teléfonos que se utilizaba a modo de papel higiénico después del amasado de rigor para suavizarlo. Las moscas hacían arcadas y eran confidentes de los clientes.

La cocina era similar a una cocina de campo. Antes de llegar al baño, que estaba al fondo, había que saludar al personal e incluso al loro Pelayo, un pájaro parlanchín adiestrado del boliche, que estaba en una jaula, y que se había aprendido un jingle, que canturreaba:

-Rico, rico el pipeñito, dulcecito el pipeñito, los mejores son del Galindito, tómate otro pipeñito.

Cuando Galindo llevaba en el hombro a Pelayo, al comedor a eso de las 9 de la noche, era el pregón del happy hour. Era un espectáculo ver al loro promocionando el pipeño. Repetía su parloteo en cada mesa y en la barra, desatando la sed colectiva de la hora feliz.

El boliche tenía distintos ritmos según la hora del día, y al anochecer era su hora más concurrida y donde aparecía su distinguida clientela. El olor a taberna aumentaba con el paso de las horas. El pipeño era barato al alcance de todos los parroquianos, algunos tenían cuenta de crédito y pedían sus pipeños al lápiz.

Antes de entrar al Galindo, en la puerta, me dijo:

-Los ojos sangran cuando no queda nada por ver.

-Ad augusta per angusta, hacia lo grande a través de dificultades, nada es tan oscuro.

-Ese es el problema, el que sale a la luz se quema.

Se dilataron sus pupilas como los de un depredador nocturno al acecho, su mirada era torva. Entramos despejando las cortinas de carnicería, tiras de plástico disuasorias para las moscas en días calurosos, y que separaban el interior del exterior, mundos que coexistían.

Alrededor de las lámparas bailaban en círculos hipnotizadas por la luz, mariposas nocturnas y otros insectos deslumbrados. Se acercaban tanto a la lámpara que se les quemaban las alas y se precipitaban hasta el fondo. Ajenos a esto los parroquianos bebían en el lugar, que vestía con el relajo del día viernes por la noche, pipeños con naranja acompañados por sándwiches de pernil, mechada o alguna cazuela. Otros solo se podían permitir el pan y pebre para untar, cortesía de la casa, para que aguantaran más y siguieran bebiendo.

Relacioné a mi amigo con las mariposas atrapadas en la lámpara. Entramos y nos dirigimos hasta una mesa en una esquina, con una buena panorámica del bar, desde donde se podía ver quién entraba y quién salía del local, nos gustaba mirar. En las paredes habían espejos antiguos con marcos de yeso pintados de antiguo dorado sin resplandor desconchados. Estaban sucios y desgastados por el tiempo, estos reflejaban una visión polvorienta y melancólica, cuadros vivos de los asistentes que se renovaban constantemente salvo los más acólitos a la bebida, que siempre estaban en ellos.

Nos sentamos hombro con hombro, y los reflejos de frente. La jarra de pipeño no tardó en llegar, todas las mesas estaban llenas, el ruido existente desapareció cuando escanció los vasos hasta el borde. Su postura era intranquila, inquietante. Le dije bruscamente, mientras lo tomaba de los hombros.

-No sigas ese camino ahí no hay nada, lo tienes todo. ¿Por qué te inclinas hacia el lado oscuro?, te acercas al acantilado innecesariamente sin saber volar.

Me corrió los brazos lentamente, mientras cantaba:

Soy piloto de juguetes entre nubes voy Cruzo el valle en mi frágil planeador.

La gente pasaba, un vendedor de rosas nos ignoró y se fue a las mesas con mujeres y sus respectivos galanes.

-No entiendes, los dados los manejo yo, el número da lo mismo. El tiempo es un invento para no sentir nuestra soledad, y esclavizarnos entre el trabajo del día y el peso de la noche. Si no hay luz, ¿cómo sabes qué hora y día es? ¿ Acaso son visiones de un sonámbulo esquizoide, nihilista en un espacio ingrávido? La libertad está en tus actos, volar es necesario, es el viaje del héroe, la realidad es una ilusión persistente. Calendarios rayados, ecuaciones sin solución, marcas de carbón circulares en las paredes de una prisión para no enloquecer.

-Me parece que estás pasando por un eclipse interior. Son pensamientos intrusivos, no te conviertas en mártir, somos jóvenes y aún no publicas, eres muy buen poeta. Piensa en tus textos y en los libros que harán viajar a los demás, en los amores a lo Farewell, un amor en cada puerto. El dolor es semilla fértil. Narciso murió de deseo por sí mismo, el espejismo y la máscara.

-El prodigio está en atrapar el instante en que uno resucita. Tras ahogarse de idolatría o placer, somos erizos rojos en los bolsillos de otros. ¿Te gustan las almejas?

Bebió todo el pipeño del vaso de un trago y volvió a llenarlo mirándome. Unas mujeres a juego con el ambiente nos observaban con curiosidad. No parecían tan viejas por el efecto de la luz tenue y el vino. Lo cual aseguraba su éxito, irse acompañadas. Ese día no queríamos medias de rejillas ni exceso de lápiz labial y rimmel corrido por el sudor.

Levantaba mi vaso y me terminaba el pipeño también de un sorbo siguiendo su ritmo. Así pasaron varias rondas de jarras de pipeño. Comenzamos con nuestro ritual de hacer un cadáver exquisito al descubierto, sin pliegues, en unas hojas que sacó de su cuaderno. Del cadáver exquisito de esa noche rescato estos versos suyos:

Imagina que un concurso de poemas recorre tu vientre
como un sueño en versiones de César
Un muchacho pobre al que fausto convierte en Rey
Investidura que adorna las calles.

Hasta la muerte de algún insecto almidonado,
que adorna tu solapa
pesar sobre mis hombros
cuando camino hasta donde nace el sol
que alumbra mi rostro
como presagio
que pesa como traje de alimentos
para el largo viaje de regreso.

¿Cuántas veces miraste en el espejo
el sin fin de colores de un ojo?
Será que el tedio humea en las bocas
recién mordidas
O los duraznos maduran frigorizados
Las manos no calzan en las empuñaduras
y un viejo barbado termina su último trago
sentado en el marco falso de una ventana
pensando qué hacer con su saco roto
Cuántas veces el espejo mostró tu ojo con espanto,
cuántas veces con los colores del día, en tu oscuridad
sin reflejo.

Vivencias oníricas
prisiones
Cuadro por cuadro,
das los años de infancia
y el recuerdo en hojas de papel fotográfico
cuando el calendario emerja
y aplaste el ocio obsesionado
con el juego del sentido y la razón.

Rio que lentamente cae,
del solitario árbol cuyas ramas hablan
de retornos
Oigo gritos allá abajo
de los encarcelados
tras los muros
ocultos
bajo otros ríos
más profundos.

Encerrado entre las claridas paredes del epitafio
donde el nacimiento extermina los abracadabras
del poder; destripa el amor al verdugo(el de la guillotina)
y lo erigen señor, sin cláusulas para bajar la puerta,
Sin vasos santos ni golondrinas, en su encierro
de tiempo extinto con los años en una mujer sin manto
le dejo mi saco y continuo despojándome de todo.

Podía sentir su sensación de hastío, sin embargo, no quería embarcarme en tan oscuro propósito, cambiábamos de silla, era para mantener la imparcialidad del juego. Con insistencia dijo,

-¿No me ves en tus pupilas?

Salía y entraba de ellas. De la mesa contigua las mujeres se nos insinuaban llamándonos con sus gestos, eran tal vez nuestra salvación, pero no les presté atención, él les sonrió cortésmente y continuamos con nuestra conversación. Cada mesa es una historia, una subatmósfera dentro del local.

-Necesito ser un espectro, huir, esconderme para siempre dentro de un cuaderno en blanco. Mejor ser el antihéroe de un poema sucio que no deja huella. Estoy cansado de ir de la oficina a la casa, de la maldita rutina que nos aplasta, me doy cuenta de la vida cuando veo la suela de mis zapatos. Quiero escapar de la montaña de Sísifo, soltar la roca. Nos norman con sus reglas, eres lo que tienes, en este mundo donde se valora más el tener que el ser. No soy nada, pero tal vez sea el que rompió las cadenas de la ilusión. Sabes, me gusta una mujer de un café con piernas de una galería del centro, ella no lo sabe pero estamos enamorados.

Siempre tuve miedo a escuchar las voces de la locura, sobre todo cuando las máscaras se revuelven y se transforman personajes que desconozco. Nunca les quise escuchar, aunque a veces los soliloquios suelen ser más perturbadores.

Un día lo acompañé al café pero no me gustó el olor a azufre. Me presentó a su amada la Negra, una mujer caribeña, de la cual solo recuerdo una tanga fluorescente, unos pechos grandes y su sonrisa blanca producto de la luz ultravioleta.

A media noche sacó la última hoja y su lapicera de la chaqueta, escribió en ella durante un rato, mientras yo miraba a las dos mujeres que antes habíamos rechazado unas horas antes, conversaban animadamente con unos incautos estudiantes que se sentían en racha. Nunca se sabe quién es el depredador y quién la presa.

Una vez que terminó de escribir su texto, dobló la hoja y se la guardó en un bolsillo del abrigo. Y continuó nuestra densa conversación.

-No queda nada por ver, nada por ver y lo sabes… solo podemos cruzar un horizonte falso en el crepúsculo donde caminan los funambulistas.

-No estoy de acuerdo, para subir a la cuerda floja siempre hay que tener una malla de contención para las caídas. Piensa en el mar y entrando en la casa de las musas. Las chicas de Avignon, la sonrisa blanca de la Negra. ¿Eso quieres para nosotros? En ese camino solo hay espacios baldíos. Nada crece en ellas, solo dedos con ojos.

-Bla bla bla, el desierto no es un paisaje sino un estado emocional. Vi esos cactus, pero con lenguas y colibríes de colores metálicos.

-¡Basta de excusas! ¿Vienes o no vienes? ¿Estás preparado?

-¿Preparado para qué?

-Para volar ya te lo dije, sígueme. ¿Por qué todos se esconden dentro de sus mismas celdas?

Estiró su mano queriéndome llevar. Rehusé su oferta y mirada agarrando el vaso y encogiéndome de hombros, esquivándolo como a mi mismo.

Se puso de pie con dificultad producto de la embriaguez, mientras tanto tapaban la jaula de Pelayo y se lo llevaban a la cocina. Mi amigo sacó de su abrigo su último escrito y me lo acercó.

-Me voy, tengo que cumplir con la Negra. Se que te gustaría si la conocieras como la conozco yo, es bella, tan bella como fría e injuriable. Me habla solo a mí. Tal vez para ti sea solo una sonrisa blanca con líneas fluorescentes…

-La gata del país de las maravillas, quédate no es necesario ir afuera, no cruces la cortina.

Dejó el dinero de la cuenta sobre el texto y se fue esquivando a los parroquianos taciturnos. Sentí la puerta que lo succionaba todo de una exhalación. El humo y el ruido del local lo hacían todo más confuso. Fue un instante en que todo cambió de posición.

Esperé durante un rato apoyado en el vaso, mientras escuchaba la conversación de las mesas de al lado, las cuales no entendía mucho por el ruido interno que me alejaba del exterior, del bullicio del boliche. Mire al espejo de enfrente y lo vi en el reflejo junto a mí, al mirar a mi lado no estaba, pero permaneció en el espejo como su poema del ojo. Es solo una ilusión, pensé. A continuación para dejar de verlo, tome el papel de la mesa, lo desdoblé y lo leí.

Será una prueba también a nuestro favor. No quedará ninguna bebida ni drogas convencionales
En la soledad absoluta, las multitudes parecen acercarse
Física y explícitamente aplastantes
Alba ternura de leales Camelias
Cuando una torre construida
Bajo las últimas hojas del extrañamiento
Y la urgente obra periférica de Babel
Confunda el futuro con un ceremonioso
Desentierro de la vida
Las estrellas cuando mueren se transforman en cometas.
Hasta que se apaga su luz.
El pasado encanta y nos encantamos viviendo la tristeza irracional
eso es el ser, la nada y el tiempo.
Al despertar,
volver a enfrentar la montaña.

Las farolas seguían generando estrellas fugaces con alas. Me sentí borracho, culpable de mi destino, todas las personas en el lugar tenían su mirada, los mismos ojos acechantes, y yo también tenía la mirada torva. Éramos personajes, reflejos de la casa de los espejos.

Me levanté de la mesa con un mal presagio, y con dificultad llegué a la caja para pagar entre interrupciones y conversaciones que nunca escuché. No les presté atención porque estaba reducido, fatigado como en un pesado sueño del cual no se puede salir. Una vez que crucé la cortina, en el exterior, paulatinamente fui perdiendo la embriaguez lo cual me hizo buscarlo, no soportaría los remordimientos si le llegase a pasar algo y no hubiese intentado salvarlo.

Caminé primero y luego corrí hasta verlo caminando por la calle Santa María. Mi mente estaba creando situaciones vertiginosas, terroríficas, la noche estaba cubierta de neblina y comenzaba a llover, árboles desnudos de extrañas formas me atemorizaban, los faroles buscaban afanosamente mi cara. Pensé en irme, tenía miedo, pero continué siguiéndolo hasta encontrarlo. Lo cogí del brazo en la subida del puente para detenerlo, se zafó y corrió hacia la cima del puente Racamalac, también subí hasta alcanzarlo. En el punto más alto del arcoíris de hormigón volamos atravesando el umbral para salvarnos.

image host
Nicolás Cisternas Mar © 2025

Al amanecer en la orilla del río, nuestras manos aferradas al cuaderno. Dentro de los curiosos que se asomaron por el puente, un vecino lo reconoce y lamenta la pérdida del poeta. Otro le rebate diciéndole que es el borrachito del Galindo. Y un tercero, les dice que son la misma persona. Estaba enfermo, deliraba diciendo que era poeta. Yo creo que no es quien ustedes dicen que es. Al alba lo vi pasar por la esquina con su madre como de costumbre.

Mientras íbamos subiendo sentimos el viento abriendo las nubes, dejando entrar el sol, iluminando a niños pequeños que cantan mientras bailan una ronda, tomados de las manos, en el parque forestal. La canción y el parque van desvaneciéndose a medida que subimos, hasta desaparecer.

Lindo, lindo, lindo día, a comenzar con energía,
lindo, lindo, lindo día, a disfrutar de la vida.
lindo, lindo, lindo día…

Dedicado a mi amigo Sergio Torres Muñoz.