Una de las tantas cosas que me sorprenden, es que los que quieren cambiar el mundo, a menudo hacen el contrario y replican los mismos códigos comportamentales que quieren superar. En el caso del feminismo sería el patriarcado. Me recuerdo que hace años, como estudiante, participé en una investigación que pretendía describir el impacto de las diferencias ideologías en el trabajo o vida cotidiana. Uno de los dominios seleccionados fue el mundo de los párvulos y jardines infantiles. La conclusión fue que a pesar de las grandes diferencias que existían a nivel ideológico en la práctica laboral, no se percibían grandes divergencias.

En una conversación reciente, discutíamos cómo podríamos medir el impacto del feminismo a nivel cultural y la respuesta no fue fácil. Por otro lado, si todos los «movimientos sociales» no cambian la realidad cuál es su valor o es la lucha por el poder algo que podríamos reducir al control directo del poder y esto último nos lleva a un largo viaje.

El estudio del lenguaje, el significado y los significantes llevó rápidamente a un descubrimiento: los conceptos tienen sentido en relación a sus opuestos. Para definir hombre, tenemos que hablar de mujer, para saber de los pobres tenemos que pensar también en los ricos. Cada expresión o categoría existe en una red de significados que la define. El perro es diferente del gato y no es un lobo; siendo así tenemos que pensar en la diferencia, que hace necesario el concepto con todos sus tonos y contenido. Estas elucubraciones son parte de un universo que fue llamado estructuralismo y el método pasó a la antropología con Levy Strauss y a los análisis de fenómenos socioculturales. Con los años aparecieron el post estructuralismo y la deconstrucción. No existe nada fuera del texto o, dicho de otro modo, no existen relaciones posibles fuera del sistema y estas relaciones son las que determinan y reproducen el poder o las relaciones de poder como nos hace entender Foucault. Al mismo tiempo, el sujeto que usa el código dominante lo repite y a veces lo altera creando nuevos espacios y, en este sentido, el discurso está asociado al hacer. Es decir, a las implicaciones prácticas.

En sus estudios sobre el problema del género y la relación entre este y sexo, poder y realidad, Judith Butler focalizó en performance, entendido como hacer y actuar, es decir, las implicaciones concretas de cambio y se esforzó en describir lo que determina el cambio y lo que lo niega, presentada la identidad de género como un tema cerrado culturalmente y reproducido por las relaciones familiares, expectativas, juegos y al mismo tiempo abierto a la experimentación y la búsqueda de nuevas posibilidades negadas por la concepción binaria.

Una pregunta podría ser: ¿cuál es la esencia de ser mujer? La respuesta incluiría dimensiones como ser madre, vivir en condiciones menos favorables, ser subordinada a los hombres y ocuparse de las actividades domésticas. El rol del feminismo sería la defensa de una feminidad abierta, no subordinada y con posibilidades fuera y dentro de la casa. Este feminismo requiere un nuevo código, un nuevo lenguaje, nuevas relaciones de poder y nuevos espacios. Todo esto tendría que reflejarse y afirmarse en una nueva forma de ser y comunicar. La différence en el lenguaje de Derrida, podría ser más o menos palpable.

No dudo que un análisis detallado de los «nuevos códigos feministas» en cierta medida nos llevarían a una triste observación. La realidad no ha cambiado radicalmente, quizás porque el feminismo aún no ha tomado conciencia de su propia potencialidad. Y si nos preguntamos qué es necesario para cambiar, la respuesta es simple: la realidad, el modo de actuar y el espacio del ser, forjando cotidianamente una nueva realidad, que vaya más allá de la resistencia inicial y que cree un tiempo y una nueva modalidad. En pocas palabras: un nuevo código que redefina el significado de mujer, hombre, género, familia y, a la vez, amar, compartir y querer. El feminismo es una promesa aún no realizada.