Tal vez estás con sentimientos encontrados porque sientes que la Navidad o las fiestas de fin de año, te trae ese dolorcillo al corazón y lo llena de nostalgia.

También el mío lo siento así, pues mientras más pasa el tiempo más sola y solo nos vamos quedando, no porque no tengamos amigos, sino porque los que amamos ya han partido y es precisamente en este tiempo, cuando más los extrañamos.

Recuerdo la navidad en la casa de mi abuela, mi Nina, la matriarca de la familia, la que logró por décadas que todos nos uniéramos entorno a su mesa, la mesa que se fue alargando en medida del crecimiento de la familia. La mesa que, no era plegable, pero que milagrosamente se abarcaba con felicidad y generosidad a todos los dichosos que éramos invitados a esa cena. Éramos tan ricos y no lo sabíamos, estábamos todos los que teníamos que estar, los imprescindibles, los inmortales y los eternos. Con los ojos de niña los veía a todos tan grandes, tan fuertes e invencibles.

Los días previos, la mesa del planchado, se transformaba en la mesa de los regalos, ¡había tantos! Y con alegría y curiosidad ayudábamos a nuestras tías y Nina a envolver los regalos, cuánta emoción invadía nuestros pequeños corazones cuando mi tía Gloria decía: «niñas, cierren los ojos que este regalo es para la Carmencita», y nosotras no podíamos creer que habría uno igual para cada una de nosotras.

No sé cómo lo habrán hecho, pero, nunca vi un árbol con más regalos que cuando era pequeña, en la casa de la Nina. No eran regalos costosos, ni de marca, eran muchos pequeños regalos pensados para nosotras, era eso lo grandioso. Nos juntábamos todos, los siete tíos y sus familias y mi papá con nosotras.

Aún recuerdo la emoción que sentía cuando, la Nina, sentada en su sillón de mimbre nos veía llegar y nos recibía con una enorme sonrisa, caminaba hasta el pilar del corredor y corríamos para estrecharla y colgarnos de su cuello fuerte como un tronco. El corazón me latía a mil y se calmaba sólo al abrazar a esa mujer de brazos y pechos grandes, brazos que partieron leña, que lavaron y plancharon toda una vida, pechos que dieron el alimento necesario para criar ocho hijos.

Hubo un momento de mi vida en que el espíritu navideño me abandonó por completo, los intocables fueron tocados por la muerte, la que llega cuando menos te la esperas, sin mirar a los ojos de nadie y se lleva lo más preciado de tu vida. Mi abuela, que todos los años amenazaba diciendo «este es mi último fin de año con ustedes» … bueno, ese fin de año sin ella, llegó. Fue la primera en partir y el dolor nos marcó a todos. Es entonces cuando te dan ganas de cerrar la puerta a todas las ilusiones que tuviste de niña y que se sigue compartiendo de generación en generación, a los hijos, a los sobrinos, a los amigos, a los que están solos con el corazón congelado por la tristeza, porque sientes que la magia de las fiestas es una mentira.

Hoy de la «gran familia» queda el recuerdo de los grandes que fueron y de todo el amor que nos brindaron en el momento más importante de nuestra existencia, la infancia, cuando los recuerdos se quedan marcados a fuego en la memoria.

Hoy ni siquiera existe la emoción de envolver un regalo porque basta que cuando compras uno, digas «para regalo, por favor» y listo, ahí está, pronto para ser entregado, igual a tantos que serán compartidos este fin de año.

Quizás no tendremos motivación para sacar los adornos de la caja y preparar nuestro pesebre, tal vez en nuestro árbol no habrá regalos porque nos hemos convertido en adultos programados hasta en los más mínimos detalles y nuestro corazón ha ido perdiendo sensibilidad.

Pero ¿sabes qué? Me pondré unos lentes brillantes y miraré mi árbol con los ojos del ayer, mi casa se llenará de gente que amo, porque nuestros muertos no nos abandonan jamás, sentiré las risas y bromas pesadas de mi tío José, mi abuelo me cerrará el ojo y mi abuela me apretujará en su pecho y sabré que todo estará bien porque en mi árbol habrá regalos preciosos: recuerdos, mis tesoros.

No perdamos la ilusión de la navidad, porque los que ya no están, fueron quienes nos enseñaron a vivirla.