Pepe Fernández y Fernández, el escritor sentado frente al ordenador, apoya sus manos y brazos en el escritorio de madera barnizada, se inclina, cierra los ojos: recuerda las largas vacaciones de verano que pasó de niño (le llamaban Pepín) con sus abuelos en aquél pueblo serrano, Villanueva del Conde (Salamanca, España), famoso por sus jamones, su vino y su aceite de oliva virgen.
En todo el municipio solo había 6 fuentes públicas y 4 bombillas de 50 W. Las casas no tenían agua potable, tampoco tenían retrete. Las mujeres y niños se aliviaban haciendo estiércol en la cuadra de los animales con el burro Macareno y la jaca Eloisa de espectadores, mientras las gallinas picoteaban; los hombres iban al atrio de la iglesia y allí se limpiaban con hojas de higuera o con una piedra; no había periódicos ni papeles. Así fue hasta que llegó el suministro de agua potable a las casas —del manantial municipal— y alcantarillado público, eso a mitad de los años 60; las familias pudientes hicieron cuarto de baño con ducha.
La casa de los abuelos tenía 2 plantas (tenía porque ya la derribaron para hacer otra nueva), suelo de barro y techo de teja romana. La cuadra para los animales estaba a nivel de calle y 2 plantas encima. La última planta servía de almacén para patatas y frejones1 secos, y cocina de leña en el suelo; en esa cocina aprovechaban la grasa de los cerdos para hacer jabón. La planta de en medio, antiguamente con suelo de tablillas y caldeada con el calor de los animales que vivían debajo, tenía 3 estancias: una sala dormitorio para toda la familia con un ventanuco y la alcoba matrimonial apenas cerrada por una cortina blanca, un comedor de 4m2. y una sala con gran ventanal que servía como taller para el abuelo David —zapatero remendón—. Este ventanal se abría a la plaza de la iglesia.
El abuelo David, republicano vencido, vigilaba la entrada al pueblo tras los cristales, él siempre pronto a escapar por una trampilla en el tejado cuando avistaba la llegada de paramilitares falangistas; debajo de su silla de zapatero guardaba una pistola Astra 400 escondida, por si fuera menester defenderse mientras huía.
A Villanueva llegaban vendedores ambulantes, charlatanes, titiriteros, el afilador de cuchillos y tijeras, hojalateros nómadas remendones de cubos que se instalaban por un día en la plaza. El pregonero anunciaba los vendedores recién llegados haciendo sonar la corneta de esquina en esquina. Allí apareció Dulcecita (la hija del hojalatero), una mañana temprano, de ojos negros, cabellos negros rizados, vestido escaso, piel tostada a la intemperie, siempre descalza, ese fue el primer amor de Pepín con apenas 6 años de edad: con la hojalatera ambulante, que se fue un día después. Ya más crecido disfrutaba las excursiones al río con los amigos, cansadas pero muy alegres, eran correrías por caminos polvorientos para bañarse en agosto en el charco de aguas heladas (los niños en el charco de arriba, las niñas en otro charco medio kilómetro más abajo).
Pepín pasó muchos veranos de su infancia en aquella casa y en aquel pueblo serrano (como los jamones), la vida era muy divertida: todo el día en la calle jugando en Las Heras de tierra con otros niños, toreando muñecos hechos con los cuernos de toro robados a los perros que antes habían robado esos cuernos en el matadero, o chapoteando en los charcos de la fuente pública. Pepe sonríe reviviendo las caminatas con su abuelo David cogidos de la mano para ir a los huertos a regar tomates, los paseos en el burro Macareno o los andares a las viñas en busca de uvas; con un buen trozo de queso manchego, un taco de jamón serrano y pan de Castilla para merendar.
Celebraban la Fiesta mayor el 20 de enero, luego decidieron trasladarla al 20 de agosto porque los jóvenes habían emigrado (mano de obra barata) a Barcelona, Bilbao, Madrid... años después a Suiza o Alemania. En agosto, por el calor del verano español, cerraban las industrias de las grandes ciudades y los jóvenes volvían a pasar el mes de vacaciones "al pueblo", a su tierra natal; los jóvenes perdían aquí el anonimato de la gran ciudad y se convertían en protagonistas de la Fiesta mayor. La Fiesta era el momento de encuentro entre las familias desperdigadas, duraba 3 días y 3 noches; una comisión la preparaba durante todo el año: baile con orquesta cada noche, corrida de toros el segundo día y comer la carne del toro asada en la plaza pública el tercer día. Los bailes nocturnos recibían a todo el mundo: jóvenes y adolescentes buscando el primer roce, las abuelas vigilando a corta distancia. La corrida de toros era el principal acontecimiento que también atraía a forasteros de otras aldeas y a la Guardia civil para poner orden.
Siendo ya adolescentes, en la última noche de las vacaciones veraniegas, acurrucados en la penumbra de un portal a oscuras mientras sonaban lejos los pasodobles de la orquesta en Fiesta mayor, saltó el primer beso con su amiguita salmantina.
La española cuando besa
es que besa de verdad.
Y a ninguna le interesa
besar por frivolidad.(El beso2)
Pepín, el escritor, se enamoró ciegamente de Mercedes: larga melena rubia, piel rosada, nariz carnosa. Ya retornado a la gran ciudad, desde Barcelona escribió en secreto una carta en papel y sobre rosados, una carta de amor a su amada. Sin conocer ni apellido ni domicilio, solo puso en el sobre: "María de las Mercedes, Salamanca". La envió por correo postal, esperó respuesta durante todo el invierno y primavera, nada recibió.
Notas
1 Frejones: Judías verdes en lenguaje serrano.
2 El beso.















