Olecram Otipaga ya no recordaba sus nombres. Todos lo llamaban “el viejo de la bolsa”. Y en verdad, eso era.

Desde hacía tiempo —no se sabía cuánto— vagaba por las calles de aquel barrio, siempre con innumerables bolsas cargadas de cachivaches. Su aspecto era desagradable, muy sombrío. Aunque en verdad, no era solo eso, era atemorizador, andrajoso, barbudo, totalmente despeinado, con una expresión de odio en sus ojos y un nauseabundo olor producto de meses sin bañarse, con un rostro marcado por incontables arrugas que no permitían acertar su edad (los niños decían que tenía 200 años).

Lo que menos transmitía era ternura. En todo el sector era un personaje más que conocido, pero más que nada, temido por la niñería. Ya era un lugar común asustar a los niños con “el viejo de la bolsa” que se los llevaría si se portaban mal. Y también los adultos, hay que confesarlo, se asustaban de solo verlo.

Olecram Otipaga lo sabía, pero parecía no inmutarse por ello. En ocasiones (en momentos de lucidez, podría decirse) trataba de hablar con algún niño que se le acercaba. Pero ninguno quería acercársele. Su apariencia asustaba. Realzaban su fealdad una enorme cicatriz que le atravesaba la cara y la singular renguera de su pierna derecha.

Nadie sabía mayor cosa de su vida. Era un personaje que desde tiempos inmemoriales merodeaba por allí, del que se contaban las más increíbles historias, pero del que, en realidad, nadie sabía nada en concreto. Lo que sí era evidente era que en todas las casas donde había niños tenía un papel preponderante, pues no había progenitores que no lo evocaran como amedrentador correctivo ante el mal comportamiento de sus vástagos.

Algunas personas mayores del barrio recordaban vagamente algo de sus padres y de los primeros años de Olecram. Todo el mundo se preguntaba por lo sumamente extraño de sus nombres. Nadie tenía una explicación certera al respecto. Don Alcibíades, un nonagenario de hablar pausado, alguna vez había contado cosas de esa rara familia de la que provenía “el viejo de la bolsa”. Según su relato (en el que no todos confiaban, dada su prolongada edad), el actual pordiosero había tenido una infancia muy infeliz y unos padres especialmente singulares.

Contaba este anciano que había crecido y envejecido con el barrio, que muchos años atrás había llegado a vivir allí una pareja muy especial, miembros de una esotérica secta mágico-religiosa. No se relacionaban con nadie y, según decían las habladurías, realizaban cultos al diablo, para venerarlo o para exorcizarlo; nadie lo tenía claro. Hasta se hablaba de sacrificios humanos. Parecía ser, según su relato, que aquellos por entonces jóvenes habían procreado a un niño que, en verdad, no deseaban. Don Alcibíades contaba esto con un aire doctoral que parecía transmitir una seguridad total. De todos modos, era muy difícil creer la historia que relataba: no estaba claro hasta dónde todo ello podía ser cierto. ¿Era fabulación del viejito ya algo senil o, efectivamente, se podía tratar de una familia de desquiciados mentales?

Según su narrativa, esta joven pareja se ufanaba de ser una muestra por excelencia de la pureza, de la no contaminación, lo que demostraban durmiendo desnudos en su cama, pero (y lo decían orgullosos) sin tocarse. Una sola vez habían tenido “esa asquerosidad decadente de relaciones carnales”, citaba literal el anciano, producto de lo cual había nacido el bebé de marras que hoy era ese inefable “viejo de la bolsa”.

Siempre según lo relatado por don Alcibíades, ese coito único había sido para buscar una niña, una mujer. Ese era el antídoto contra el Anticristo, narraba el anciano, repitiendo lo que, supuestamente, había escuchado de la rara pareja. Pero el destino les había jugado una mala pasada, siendo un niño varón el engendrado. Por tanto, no lo querían. Más aún, lo detestaban. El padre deseaba desembarazarse de ese “enviado del demonio y la contaminada decadencia”, pero la madre, en un acto de piadosa ternura, le había rogado mantenerlo vivo. Parece ser que lo negociaron, y el progenitor, aunque de mala gana, aceptó su vida y no su muerte.

Claro que esto fue a cambio de terribles concesiones por parte de la mujer: el niño se criaría como un animalito, falto de toda muestra de cariño, conviviendo con los perros que tenían en la casa, no asistiendo a la escuela y siendo humillado continuamente por haber llegado a incomodar.

La madre, no pudiendo permitir matar a su retoño, aceptó ese infame trato. Uno de los castigos ejemplares al que fue condenado y en el que estuvieron de acuerdo ambos progenitores, es que debía dormir, si no lo hacía con los perros en el fondo de la casa, en una tina de corto tamaño, inmerso en agua fría. Eso, según luego pudo saberse, constituía un castigo ejemplar que la secta a la que ambos pertenecían imponía a los blasfemos hijos de Lucifer.

El niño creció, por tanto, en las peores condiciones. Don Alcibíades contaba que muchas veces los vecinos habían tratado de interceder ante las autoridades para que se evitara esa monstruosidad. Pero nunca fueron escuchados. La cicatriz en el rostro de la criatura, así como su cojera, eran secuelas de los malos tratos recibidos. La marca en la cara había sido provocada por un machetazo; la renguera era consecuencia de una provocada caída desde la terraza de la casa.

Escuchar ese relato se hacía muy inverosímil. Pero la seriedad con la que este venerable vecino la presentaba le daba un hálito de veracidad. Siempre que la contaba, la repetía exactamente igual, lo que permitía pensar que no se trataba de un mitómano.

Algo tan insólito como todo lo anterior resultaban sus nombres propios: Olecram Otipaga. Eran algo absolutamente incomprensibles. Con el tiempo, cuando el adolescente ya daba muestras de muy raros comportamientos, alguien pudo ir deduciendo el sentido oculto de esos galimatías. El joven era muy afecto a los palíndromos. De hecho, se jactaba de haber inventado uno: “Salta Lenin el Atlas”. Su afición por estos juegos de palabras era proverbial. Iba llenando las paredes del barrio con los más complejos que podían ocurrírsele, o que cosechaba por allí.

“A mamá, Roma le aviva el amor a papá, y a papá, Roma le aviva el amor a mamá”, “Anita lava la tina”, “Dábale arroz a la zorra el abad”, “No traces en ese cartón”, “Échele leche”. Todo eso permitió asociar esas raras (y también simpáticas, aunque inservibles) habilidades con el juego de palabras presente en sus nombres propios.

El personaje en cuestión nunca lo confirmó ni lo desmintió, pero era notorio ese gusto por estos trabalenguas tan peculiares. Efectivamente, podía haber alguna relación entre esa preferencia y la rareza de sus nombres. “Esta mierda nació al revés”, decía el anciano narrador haber escuchado proferir al padre de Olecram.

La rareza del muchacho, de acuerdo al relato de don Alcibíades, iba mucho más allá de los nombres propios. Pese a la pésima calidad de vida que había soportado en sus primeros años, habiendo pasado más tiempo con los perros que con sus padres, su capacidad para sobreponerse a todo eso fue proverbial.

Si bien los progenitores no lo habían enviado a estudiar a una institución formal, Olecram se las había arreglado para alfabetizarse. En alguna medida a partir del contacto con los escasos amigos que había tenido en el barrio y le transmitieron los rudimentos de la alfabetización, en parte por la buena voluntad de un grupo de voluntarios de la parroquia del lugar, quienes lo ayudaron en esas lides, el muchachito, sagaz como era, había logrado aprender a leer y a escribir. “Y aunque pareciera mentira”, afirmaba categórico don Alcibíades, “también había aprendido a hacerlo en otros dos idiomas”. “También”, siempre según su relato, exagerado o no, “hablaba en alemán”.

De hecho, don Rudolf, el boticario del barrio (él mismo lo confirmó), de ascendencia germánica, quien hablaba el alemán como lengua materna, al igual que el español, años atrás, cuando todavía era posible conversar con el viejo de la bolsa, había tenido jugosos intercambios con él. Para su sorpresa, narraba el descendiente de teutones, blanco como la leche y de ojos más azules que un cielo límpido, el raro personaje lo había dejado sorprendido, citando fórmulas químicas de alguna medicina… ¡en alemán!

No estaba claro si en esto había algo, mucho, o quizá nada de exageración por parte del abuelo que narraba esas historias. En el momento de escribirse este relato, el alemán Rudolf ya estaba muerto, por lo que no era posible corroborar ese dato. Pero muchos viejos vecinos del barrio, los llegados cuando esa zona todavía era campo virgen y recién comenzaba la urbanización, daban fe de la extrañeza del muchacho y de sus raras, increíbles habilidades.

Cuando don Alcibíades (y sucedía también con otros que le conocían desde largos años) se refería a Olecram, dejaba ver una mezcla de admiración junto con desprecio, fascinación y al mismo tiempo burla. “Era un pobre muchacho, nadie lo tomaba en serio”, decía, dejando ver un poco de lástima. Pero matizaba eso con una cuota de respeto reverencial. “Con las matemáticas no tenía igual”, agregaban varios, con una nada disimulada admiración.

Eso sí, efectivamente, era cierto. Podemos dar fe de que tenía una veta genial con el mundo de los números. De jovencito deslumbraba a todo el mundo con su capacidad para realizar las operaciones más complejas. “¿Cuánto es 56 X 19, Olecram?”, le preguntaban, no sin cierto toque sarcástico. Con la velocidad de un rayo respondía: “1.064”. “¿Y el quíntuple de eso menos 122?”. “5.198”, respondía sin vacilar. Quienes le preguntaban corroboraban sus respuestas con una calculadora. Siempre acertaba la cifra correcta.

Pero más impresionado que nadie quedó Ricardito, el estudiante de ingeniería, hijo de don Ricardo y doña Gladys, quien ahora es ingeniero en jefe en una gran empresa de Estados Unidos. Mofándose un poco desde su formación universitaria, una vez preguntó algo más complejo: integrales y cálculos trigonométricos. No podía entender cómo el viejo de la bolsa respondía con exactitud milimétrica a cada desafío. “¡Este no es loco! Se hace el loco para no trabajar y vivir mendigando”.

Pero Olecram nunca mendigaba: comía de las sobras, de los basureros, jamás usaba jabón ni pasta dentífrica, mucho menos papel higiénico, y su ropa (los jirones que portaba, mejor dicho) venía de la basura. Jamás en su vida había pedido nada a nadie.

Gustaba de hacer piruetas numéricas ante algún ocasional oyente, como por ejemplo, repetir la tabla del, digamos, 82, pero en sentido decreciente: “82 X 10 = 820, 82 X 9 = 738, 82 X 8 = 656”, etcétera. Claro que a una velocidad infernal, sin errores. Eso atraía la atención de algunos vecinos, quienes disfrutaban de esa suerte de espectáculo quasi-circense. Y si alguien osaba dejarle una limosna luego del acto, Olecram la rechazaba categóricamente. “Puede metérsela en el culo”, decía con voz grave.

Divertía, al par que llamaba a una actitud de cierta conmiseración. “Pobre loco, con ese nombrecito tan extraño y estas extravagancias. ¡“Si eso le sirviera para algo!”, no faltaba quien dijera. De lejos (era raro que alguien se le acercara a más de cinco metros, porque espantaba el solo verlo) le gritaban: “Viejo sucio: diga un número capicúa de nueve cifras”, reto ante el cual el vagabundo matemático gritaba más fuerte aún, acompañando su respuesta con algún fuerte improperio: “976.679, ¡hijo de la gran puta!”, y hacía algún gesto obsceno, o enseñaba sus órganos genitales.

En realidad esas insólitas capacidades no le servían para mucho más que para divertir a un ocasional público. Le habían sugerido sacarle provecho presentándose en algún canal de televisión. Esas insólitas demostraciones de rapidez mental (lo mismo era con los trabalenguas que solía repetir a toda velocidad) fascinaban, pero sin pasar de arrancar una benevolente sonrisa a quien lo veía. Olecram parecía disfrutar con esas migajas de algún aplauso o una cara sonriente.

Alguna vez, nadie sabía bien cuándo, cómo ni por qué sus padres desaparecieron del barrio sin dejar rastro. Desalquilaron la vivienda que ocupaban, dejando algunas pocas pertenencias sin mayor valor y sin decir nada a nadie (ni a su hijo, que para ese entonces ya tenía alrededor de 20 años), se marcharon silenciosamente. Olecram quedó en el desamparo total.

Almas caritativas le sugirieron que se ganara la vida sacándole provecho a esas raras pero muy pintorescas habilidades. Repetir a velocidad infernal, sin equivocarse, los más complicados trabalenguas (“Tres tristes tigres tragaban trigo en un trigal, en tres tristes trastos tragaban trigo tres tristes tigres”, “Cucharita, cucaracha, chacarita”, “esternocleidomastoideo, desoxirribonucleico, retículo endoplasmático protocataléptico”, “Tres clavitos clavó Pablito, ¿cuántos clavitos clavó Pablito en la calva de un calvito?”, “Pepe Pecas pica papas con un pico, con un pico pica papas Pepe Pecas”), resolver mentalmente complejas operaciones aritméticas o enseñar los más osados palíndromos podían ser una vía de ganarse honradamente la vida.

Pero jamás lo hizo. Parecía vivir muy a gusto encerrado en sus extravagancias, comiendo sobras y durmiendo con los perros que se atrevían a acercársele.

Nadie sabe con exactitud cuándo fue, pero desde algún momento, sin dudas incierto (¿Tres años atrás? ¿Cinco? ¿Más de 20?), Olecram dejó de ser esa llamativa atracción para pasar a ser un vagabundo indigente. Su aspecto fue cambiando cada vez más, tornándose una piltrafa. El olor a orines y heces anunciaba su llegada. Comía habitualmente solo de tarros de basura, rechazando algún eventual donativo que podían hacerle, durmiendo donde lo cogiera la noche, en cualquier recoveco. La policía del sector ya lo conocía, sabiendo que, más allá de su aspecto lúgubre, quizá atemorizante, no mataba ni a una mosca. La figura de “raptor de niños traviesos y desobedientes” que se fue ganando lo hacía sonreír.

En ciertos momentos de lucidez, cuando alguien se permitía compartir una charla con ese marginal, con esa triste parodia de ser humano, maloliente e impresentable, podía descubrir que estaba con un personaje sumamente insólito, extravagante y, simultáneamente, sorprendente, con una inteligencia y una memoria descomunales. Un loco que dormía a la intemperie, rodeado de perros callejeros, llevando un saco repleto de basura y cosas inservibles, pero que al mismo tiempo citaba, en una mezcla algo confusa a veces, a Platón y Aristóteles, o pasajes de Hegel, en alemán: “Die Arbeit ist das Wesen, das sich bewähren Wesen des Menschen”.

Los vecinos no letrados (la mayoría) no podían establecer si se trataba de un delirio, de un chiste mordaz que les estaba jugando o de una genialidad incomprensible para los humanos normales. Los poco letrados que había en el barrio, jóvenes fundamentalmente, quienes habían tenido la dicha de llegar a la universidad (cosa muy poco frecuente en esa barriada humilde, donde casi solo obreros y amas de casa podían encontrarse) veían en el “viejo de la bolsa” algo desconcertante.

¿Cómo era posible que esa suerte de escoria humana pudiera razonar con esa inusitada lucidez, mezcla de genialidad y de delirio, sin que estuviera claro dónde estaba la línea demarcatoria? “La vida es un conglomerado heterogéneo de circunstancias adversas y dispersas por una lucha titánica que busca la perpetuidad, sabiendo que el límite y la finitud son nuestras marcas indelebles, de lo cual queremos siempre escapar, sin lograrlo. He ahí nuestra humana condición”.

Formulaciones de ese tenor dejaban atónitos a quienes lo escuchaban. O, más bien, a quienes se permitían escucharlo con atención y no solo lo desacreditaban ni bien comenzaba a hablar, tomándolo de inmediato solo como un loco extravagante, un psicótico alucinado que debería estar en un manicomio. Tan atónitos, tan estupefactos que alguna vez (nunca se supo bien cómo fue exactamente) un telenoticiero llegó al barrio para entrevistarlo, buscando presentarlo como una curiosidad fuera de lo común, un tesoro escondido. Olecram se negó a recibirlos y los corrió a pedradas.

En medio de ese hermético discurso, a veces llamativamente profundo, otras veces risible por lo absurdo, lo incomprensible y deshilvanado, tenía chispazos que sorprendían: “Sé que soy el temor de los chiquilines, pero eso no me incomoda. Siempre es necesaria una figura a la que temerle. ¿No es eso lo que nos hace humanos?” Sesuda reflexión sobre el papel que parecía haberle tocado en su triste vida. “Siempre son necesarios los viejos de la bolsa. ¿Cómo, si no, lograr que un niño tenga temor y se incorpore a la imprescindible normativa social, si no es asustándose de lo que puede pasarle si incumple los mandatos preestablecidos?”

Lo llamativo de todo eso era que, luego de una aguda consideración como esa, podía seguir un galimatías tan absurdo como hilarante: “Los inconmensurables apotegmas periféricos no obstan para el cuero cabelludo, sino que, por el contrario, inervan a Clotilde”. Para sus ocasionales oyentes (nunca infantes, quienes inexorablemente se aterrorizaban con su presencia), no había criterio con el que juzgar lo dicho: ¿Genio o loco?

Cuando sucedió lo peor, había comenzado su furia, si así puede llamársele, por los palíndromos. Con lo que podía conseguir (una piedra, algún lápiz de grafito, pomada para zapatos, materia fecal, suya o de perros callejeros, cosa que indignaba a los dueños de las casas perjudicadas) escribía en las paredes del vecindario los que iba recogiendo por allí o inventaba. Nadie acertaba cómo los lograba.

Lo cierto que en ese momento arreció especialmente la cantidad de los que presentaba, en cuanto lugar se podía imaginar: “A mamá, Roma le aviva el amor a papá, y a papá, Roma le aviva el amor a mamá”, “Anita lava la tina”, “Dábale arroz a la zorra el abad”, “No traces en ese cartón”, “Échele leche”, “A Mercedes, ese de crema”, “La ruta natural”, “Sé verlas al revés”, “Yo hago yoga hoy”, “Somos o no somos”, “Se corta Sarita a tiras atroces”, “La ruta nos aportó otro paso natural”, “¿Acaso hubo búhos acá?”, “Ella te dará detalle”.

Los que más se repetían, apareciendo a diario en innumerables paredes (hasta en el frente de la estación policial), eran dos: “Anita lava la tina” y “Ella te dará detalle”.

En esa época (no podríamos precisar exactamente cuándo comenzó; fue hace algunos años) empezó a darse la desaparición de niños en el barrio. Primero uno, lo que encolerizó a todos los vecinos. Luego varios, lo cual ya comenzó a asustar a todo el mundo, obligando a la policía a tomar acción. Luego se desató una verdadera epidemia de desapariciones (casi una docena), que llevó a encender las alarmas en toda la ciudad, convirtiéndose en noticia a nivel nacional. Fue allí que se generó una verdadera psicosis en la población, con un miedo que se extendió por todos los barrios. Nadie permitía que sus hijos caminaran solos por las calles. Se redoblaron las vigilancias y el miedo inundó todo el espacio urbano.

La respuesta casi inmediata (visceral, podría decirse) de todo el vecindario fue apuntar hacia el viejo de la bolsa. “Hay que linchar a ese viejo loco, asesino”. En un santiamén, la cólera indignada se expandió imparable. Las voces enardecidas de todo el mundo se levantaron airadas: “¡Siempre dijimos que había que encerrar en el loquero a ese viejo maniático!” “Tenemos que hacerle confesar qué hizo con nuestros hijos, y que los devuelva”. “Hijo de la gran puta: verdaderamente le hace honor a su nombre. ¡Es un verdadero alacrán!” Todos los desaparecidos eran niños varones.

Hasta el presidente de la república tomó cartas en el asunto, llegando incluso a dirigir un mensaje al país por cadena nacional, intentando tranquilizar los ánimos y calmar a una población tan enardecida como aterrorizada.

El viejo de la bolsa fue tomado por la muchedumbre y, entre golpes e insultos, fue obligado a confesar lo sucedido. Sin inmutarse, Olecram dijo altivo: “Se los dije muchas veces, básicamente con los dos palíndromos que más escribí estos días. Por favor, ¡léanlos con atención!” La intervención de la policía le salvó del linchamiento a manos de una turba encendida que, agresiva, pedía incinerarlo vivo.

También en la comisaría, en un rapto de lucidez, indicó infinitas veces que en esos dos fundamentales juegos de palabra debía buscarse la solución del flagelo. Ningún policía podía creerle y ni siquiera los primeros golpes de la tortura lograban cambiarle su declaración.

Pero en el medio de un exasperante interrogatorio, una mujer policía, la más joven, la oficial Cindy, tuvo una ocurrencia: “Mire, viejo de la bolsa, ni recuerdo cómo putas se llama usted, con ese nombre de porquería. Podríamos sacarle la confesión a puro golpe, pero le doy una última oportunidad. ¿Por qué insiste tanto en esa Ana que lava la tina y que ella nos dará detalles? ¿Qué mierda quiere decirnos con eso, viejo cochino?”

“Ustedes son los policías, ¿no? Si averiguan bien quién es esa tal Ana, van a tener la respuesta. ¿No vieron acaso que llegó una pareja nueva al barrio, en la calle T., donde la muchacha se llama Ana? Investiguen y van a descubrirlo. Averigüen si tienen una tina en su casa y pregunten para qué la utilizan”.

En vez de seguir golpeándolo, la intuición de esta agente permitió abrir esa misma noche una nueva línea de investigación. Lo dicho por el viejo de la bolsa parecía muy loco, pero ¿por qué no considerarlo? Las pesquisas policiales rápidamente dieron resultado: la familia instalada hacía un par de meses en el vecindario pertenecía a una oscura secta asociada a ritos satánicos, la misma a la que habían pertenecido los padres de Olecram.

El acucioso seguimiento de esa tal Anita y su esposo Efraín permitió descubrir que el mencionado grupo esotérico que tenía en esa pareja su avanzada en ese barrio había sido quien secuestró a estos niños para seguir con sus delirantes y sanguinarios ritos sacrificiales. Niños, igual que Olecram años atrás, eran los sacrificados, nunca niñas. El viejo de la bolsa descubrió muy rápidamente qué había detrás de las primeras desapariciones, por eso su explosión de palíndromos. Nadie los supo leer a tiempo.