No, no era su vocación. No te permitas creer eso. Tampoco fueron las casualidades que el destino te pone enfrente. Aunque no creo que haya sido algo de mala voluntad. Fue una valoración rapidísima, de esas que se hacen en un instante y le cambian la vida a las personas para siempre. Nadie la recuerda por su nombre, todos se saben el apodo que se ganó por su oficio: la comepecados.
Nos da miedo. Si nos la topamos en la calle, nos cambiamos de banqueta. Es callada, de andar lento, pasos pausados y una postura jorobada que se le nota más porque creció mucho y las mujeres no debieran crecer tanto. Se ve más larga porque usa ropa negra, siempre negra. Las faldas le llegan hasta los zapatos y le tapan los pies. Dicen que va flotando en vez de pisar el suelo. Se cubre la cabeza y la espalda con un rebozo que le regalaron y que jamás ha lavado. Bueno, yo creo que jamás ha lavado. En misa, nadie se sienta junto a ella porque huele a vinagre y se nos revuelve el estómago.
Pero a la hora buena, todos le llaman y ella va. Jamás se niega. Es cumplida y muy confiable. Podría ser millonaria, pero está pagando una deuda que le heredaron. Cada mes, llega el sobre de los misioneros combonianos y ella da casi todo lo que tiene para que los del instituto que fundó San Daniel Comboni sigan llevando la palabra de Dios a los pueblos que aún no la conocen. Me preguntó si los que reciben su dinero la conocen a ella.
Yo estuve ahí. Yo vi cuando la convirtieron en la comepecados. Eran esos tiempos en los que llevábamos a enterrar a nuestros muertos por la noche. Don Celestino se cayó muerto en el comedor de su casa, o eso fue lo que Tita su esposa le contó a la policía. “Mi marido se agarró la garganta, se fue de espaldas y se pegó con el escalón”. Eso dijo. Pero en el pueblo andaban diciendo que eso no pasó así, que Pipo, el mayor, le dio un empujón y lo mando al sueño eterno. Ve tú a saber lo que en verdad pasó.
Pero con lo bueno que era Don Celestino, porque todos los ricos son buenos si te ayudan —él era muy ayudador— y todos los muertos son santos. Si preguntas, la gente te va a decir que Don Celestino era tan bueno que estaba listo para llegar a los altares, pero si sigues averiguando, como que la imagen del señor se iba empolvando. A lo mejor no era tan bueno, a lo mejor era un santo. Sabrá Dios.
Lo que sí sé, porque me acuerdo muy bien a pesar de que era una niña chica, es que Don Celestino se murió en la tarde y esa misma noche lo fuimos a enterrar. Todos murmuraban que cuál era la urgencia. Ni siquiera lo velaron suficiente. El cuerpo todavía estaba caliente cuando salió de su casa rumbo al cementerio. Seis hombres iban cargando la caja: sus cuatro hijos y dos de sus ahijados. Las hijas, las ahijadas y la esposa del difunto iban detrás. La señora agarró la canasta que preparó a toda prisa y la iba cargando ella sola.
Y, ahí nos fuimos, como una procesión de almas en pena, recorriendo las calles del pueblo con velas encendidas en las manos, tocando campanillas para anunciar que íbamos en cortejo fúnebre. Hasta adelante iba el monaguillo, que llevaba un caldero con agua en una mano y una cruz en a otra. Usaba una sotana negra con un capuchón que parecía un sombrero de pico. Ya estaba oscura la noche cuando llegamos al panteón. Por suerte, no hacía aire que apagara la luz de las velas.
Como Pepe, el sepulturero, no había terminado de hacer el hoyo para poner a Don Celestino, lo bajaron al suelo. Tita, su esposa, dibujo un círculo de cal alrededor de la caja y puso la canasta sobre el féretro. Se encendieron muchas ceras más para iluminar mejor. Mandaron a uno de los trabajadores del muerto a ayudar a cavar. No lo hizo por voluntad propia, le daba miedo escarbar la tierra el camposanto, pero no le quedó mucho remedio más que obedecer a la patrona.
No sé cuánto tiempo nos quedamos oyendo las paladas de tierra. A mí se me hizo una eternidad. A lo mejor no fue tanto. No me acuerdo, pero lo que sí me acuerdo es del grito que pegó la señora Tita cuando terminaron de hacer el hoyo. No podían meter la caja. Se le olvidó pagar para que viniera un comepecados. Antes no era una sola persona como ahora. Antes, se traía a algún descastado: a un convicto de la cárcel, a algún loco del manicomio, a un limosnero. Gente así, se entiende. Hombres, no mujeres. Jamás niñas.
Doña Tita elevaba las manos al cielo y daba de vueltas sobre su propio eje. Le gritaba a Polo y lo regañaba, porque ni siquiera de eso se pudo hacer cargo. El monaguillo echaba agua bendita sobre el cajón del muerto con el isopo, Pepe el sepulturero esperaba a que le dieran instrucciones para bajar el féretro y todos los demás estábamos calladitos. Pero cuando Doña Tita la señaló, hubo un sobresalto que se escuchó hasta el cielo.
—Tú — le dijo, —tú te vas a comer lo que traje en la canasta.
La señalaron a ella, que era una niñita de unos 13 años que abrazaba a una muñeca de trapo. Era la huérfana que Don Celestino recogió una noche que se la dejaron en la puerta de su casa y que Doña Tita recibió un poco a fuerzas y un mucho de mala gana.
—Tú, tú te vas a comer lo que traje en la canasta.
La niña apretó la muñeca contra el pecho.
—Tita, es una niña — le dijeron.
—No puedo dejar que lo entierren así.
Los grandes sabían que alguien se tenía que hacer cargo de lo que había en la canasta. En el pueblo se cree que debe haber una persona que se coma los alimentos con los que estuvo en contacto el muerto para que pueda entrar directito al cielo, pero el que se los coma, adquiere el peso de los pecados del difunto y tendrá que pagar por ellos en vida. Por eso, los comepecados eran gente vieja a la que le quedara poco tiempo para llevar esa carga o gente que ya tuviera el alma pesada y no le importara echarse encima algo más. Pero ¿una niña? Por favor.
Tita la acercó al cajón.
—Te prometo que si te comes todo, te regalo la casa del Zarco.
—Pero, papá dijo que la casa del Zarco era para los combonianos — le recordó Pipo.
La señora ni lo miró ni lo escuchó. Sacó una manzana y un pan, se los extendió a la niña. Al principio, la nena se quedó mirando. El monaguillo le explicó con palabras sencillas lo que eso significaba y las obligaciones que adquiría. La señora le recordó que fue Don Celestino el que la rescató de la muerte en una noche oscura como esa misma.
La niña soltó la muñeca y mordió la manzana, luego el pan. Se acercó a la canasta, sacó el sombrero del muerto y se lo puso. El rumor de los asistentes parecía el de un enjambre de abejas. Te juro que cuando terminó de comerse todo, ya le había cambiado la cara. Envejeció en minutos.
La comepecados se quedó con la casa del Zarco que era para los combonianos, con toda la carga de las malhechuras de Don Celestino y con la deuda moral de vivir en un lugar que le dijeron que no era para ella, pero que Doña Tita le prometió dar y le dio con toda generosidad.
No, no era su vocación. No te permitas creer eso. Tampoco fueron las casualidades que el destino te pone enfrente. Aunque no creo que haya sido algo de mala voluntad. Fue una valoración rapidísima, de esas que se hacen en un instante y les cambian la vida a las personas para siempre. Aunque, bien mirado, tal vez no haya sido tan inocente la valoración ni tan generosa la oferta. Los que conocieron bien a Don Celestino dicen que la niña era idéntica a él. Eso yo no te lo puedo confirmar.
Pero no le tengas miedo. Tal vez la puedas necesitar. Si le llamas, seguro viene. Se comerá todos los pecados que le pidas, se conformará con lo que le des. Seguirá metiendo los billetes en ese sobre que le llega mes a mes y que va a dar a las arcas de los misioneros combonianos que espero que pidan a Dios por el perdón de todos los pecados que esta mujer no cometió y sí se comió.