La sociedad está corrompida y eso ya lo sabemos. Tampoco es cosa nueva, porque lo sufrimos desde que medimos al tiempo. Entonces el arte nos reconforta, a veces, el alma; y el heroísmo nos sirve para crear un equilibrio entre lo triste y lo feliz, o bien para creer en la esperanza cual fe necesaria para seguir viviendo, aún si fuera sufriendo.

La vida y la lucha por la supervivencia es literal desde el primer latido, y los bebés lo saben. La calle y el mundo en el que vivimos es hostil y uno debe mantenerse siempre en alerta. La depresión y los vicios son moneda corriente en el mercado de almas de todas las sociedades. Pero hay una categoría que podría ser de las primeras concepciones morales en la que todos pareciéramos coincidir. Que nunca es igual lo que le sucede a un adulto o lo que le sucede a un niño. Porque la infancia es sagrada, y creo que estaremos todos convencidos de esta declaración.

Cuando el séptimo arte logra conmovernos -raras excepciones en mi caso- exaltando entre las más espurias miserias humanas a personajes -del mundo real- que dan el buen combate defendiendo a los valores, que no son negociables, motiva a los principios positivamente.

Sonido de libertad (2023) del director mexicano Alejandro Gómez Monteverde nos arrastra inmediata y violentamente a los rincones nauseabundos que uno intenta ignorar como quien evita ser torturado. Porque tomar conciencia del tráfico de niños, y del abuso sexual, es ingresar en un horror desmedido tan sólo aceptado por aquellos despreciables y pervertidos que participan de cualquiera sea las fases de uno de los actos más inhumanos imaginables.

En una muy bien lograda escena puede verse a un personaje explorador de los submundos como el que encarna Bill Camp con Vampiro, y a un agente gubernamental decidido a realizar una tarea más allá del deber, a Jim Caviezel encarnándolo a Tim Ballard, ambos compartiendo la justa sentencia: «Because God’s children are not for sale» (Porque los hijos de Dios no están a la venta).

Quizá allí esté la esencia principal de este trabajo cinematográfico. Me refiero al mensaje que está a los gritos en los ojos aterrados de los niños a los que uno debe sostenerles la mirada en la pantalla. También porque uno siente estar asistiendo a la valiente denuncia periodística de una de las batallas más inmorales donde sea que ocurra. Porque la finalidad del director Monteverde es superior al medio que decidiera utilizar o en el que él se encuentra involucrado accidentalmente, sea profesional o artísticamente. Lo que sorprende y se admira es cómo aborda el macabro tema que ha elegido, obligándonos a todos a pensar y a maldecir por siempre tanta injusticia.

Acabo de sufrir con grata sorpresa este hallazgo en una sala de cine donde últimamente, y con mayor frecuencia, utilizo sus cómodas butacas para siestas insospechadas. No me sorprende que este film sea atacado de manera ferviente por todos los medios del propio medio artístico que pervive estrictamente vinculado a lo político. Esto no es tan solo por la realidad que incomoda, o por no ser políticamente correcto con las normas del mundo del cine y por los algoritmos predeterminados para la buena comercialización del arte más «liviano y aceptable contemporáneo». Esto, me atrevo a decir, es porque pone sobre la mesa -pesadamente- la exposición de una de las más negras lujurias del mundo, y muy certeramente, del establishment artístico que se sintió infiltrado, o del ámbito político que se sintió acusado.

Porque los hijos de Dios no están a la venta y porque estamos en contra de los hijos del demonio que los quieren comprar.