Si no la han visto, búsquenla en internet y continúen con el artículo para descubrir el título de la misma. Es, sin duda, la portada de un disco brutal. El concepto de su música y de su arte oscuro nos acerca a la maldad. En esa imagen, desgarradora y cruda, aparece un muchacho pelilargo, el hijo de cualquiera que ha perdido el norte de una familia “decente” , con los sesos desparramados por un escopetazo a rajatabla, que él mismo se diera en el absoluto frío de sus días.
Cuando Euronymous ve a Dead (vocalista de Mayhem) muerto, toma fragmentos de su cráneo y hace collares con ellos. Es la costumbre de algunos violeros agujerear púas para colgarlas de sus cuellos. Se cree que uno de esos collares fue del baterista Faust y, en algún momento, decide enviarlo a un afortunado en Medellín.
Para ese macabro momento, el culto al black metal ya había nacido y no sería el patrimonio de los países nórdicos, solamente. Como leerán en este artículo, en América Latina se gestaba la semilla del abismo, la estridencia en las venas crujientes y un vómito gutural de desgaste, por las sangrientas dictaduras y el disgusto social.
Como criatura del metal extremo me siento obligado a contar esto que ha atravesado mi vida, de lado a lado, igual que una gélida daga veneciana.
Era 1992 cuando tuve amplio conocimiento de aquello. No me sorprendió tanto; la guerra del Golfo había mostrado, con crudeza en los televisores, que Satanás podía ir a horcajadas de los misiles y arrastrar, lo que sea, a sus infiernos. Ese espectáculo de execrables fuegos anticipaba que el Amo de la noche y de las bestias andaría, un buen rato, por la Tierra y al trote de sus pezuñas.
Hacía años que era un metalero asumido y un ávido lector de revistas de rock y de metal. Pelo, Musiquero (para nutrir mis habilidades con la guitarra), Metal, Madhouse, la española Popular Uno (La Popu) y la inglesa Metal Hammer, entre otras.
Vivía solo, estudiaba artes marciales como una carrera a seguir y recorría todas las disquerías y las librerías posibles, especialmente las de Mar del Plata y Capital Federal. De esas revistas recuerdo algunas notas, en blanco y negro, acerca de ancestrales iglesias que habían ardido con voracidad, hasta esparcir sus cenizas y sus fantasmas al cielo helado de Noruega.
¿Sabían que Noruega tiene un Rey, que morir en Longyearbyen es ilegal y la tasa de suicidio es superior a la media mundial?
Cada vez que alguna de esas revistas tocaba el tema de los incendios, yo estaba ahí para tratar de entender qué estaba pasando.
La oscuridad no era ajena a mí ser y pronto explicaré por qué; sin duda, aquello era una revelación.
Un periodista del heavy citaba a un Conde Grishnackh (vaya título noble y nombre) como autor material de tales atentados. Parece que Grishnackh es sinónimo de desagradable; maravilloso epíteto para iniciar una larga y vasta quema de iglesias. El verdadero nombre del Conde pirómano es Kristian (sic) Larsson Vikernes; Varg significa lobo en su idioma. Un sujeto particular del que nos explayaremos en el capítulo tres de esta historia trascendental.
Yo tenía veinte años y esas fotos, con sus extrañas notas, reivindicaron el sentido pagano de las cosas. Había mucho más que la simple locura allí; era una brutal bofetada al anquilosado cristianismo, religión que se impone, en la historia de Noruega, a martillazos de fe.
Las tierras nórdicas son frías, agrestes y boscosas; si hay un sitio para el paganismo, los ritos y la brujería, es ese. Si hay un lugar en la tierra a exorcizar del maligno y de su perdición, también ha sido allí, para la Iglesia Católica. Tal vez por eso pasó lo que pasó; un dios autoritario e impuesto, desde los tiempos de Olaf Tryggvason en adelante, se encontró con las fuerzas naturales, personificadas por un cónclave de sujetos pálidos e inquietos, denominados como Inner Circle, que pergeñaron un asedio a las supuestas buenas costumbres, hasta devolver a su pueblo la cultura vikinga de los guerreros sangrientos ligados con sus duras tierras y los implacables mares.
El fuego comenzó en Oslo y parece que un bombero murió; luego, como una plaga que se extiende, hubo otras hogueras como aquelarres desatados, profanaciones en cementerios y hasta asesinatos de homosexuales y músicos odiados.
Satán estaba teniendo su momento, uno como pocos desde la edad media y la quema de brujas. Desde que los curas inquisidores resguardaban sus erecciones bajo las sotanas, al examinar las marcas del demonio en los desnudos y mancillados cuerpos de las brujas. Ahí estaba el Señor de los lobos y sus noches; el Amo de las moscas y la putrefacción parecía asomar sus opalescentes ojos desde lo profundo del blanco y negro, en esas lóbregas fotografías de santuarios de noble madera transformados en fósforo ardiente.
No cabía duda, ese era el momento preciso de Satanás y estaría, a sus anchas, defecando en las cruces derrumbadas y carbonizadas.
Aquello no era la parafernalia acertada de Black Sabbath, o el seco arrastre rítmico de Dust, inclusive el tenebroso groove de Pentagram, en los 70.
Era una apuesta superior a bandas pioneras de la oscuridad como Venom, Hellhammer y su Satanic Rites del 83, o Celtic Frost y su inmejorable portada en A la Gran Bestia, impresionante referencia al ocultista Crowley.
La quema de iglesias y las muertes descendían varios escalones al averno. La portada de Aske (1983), de la desgarradora banda Burzum, mostraba el esqueleto crujiente de una iglesia carbonizada; mientras que la macabra imagen del disco del 91 de Mayhem, Dawn of the black hearts, dejaba ver lo que produce un escopetazo descerrajado en la cabeza, como he citado al comienzo, instantes después de que el suicida se haya cortado las venas.
Estos sucesos solo podían desarrollarse por un grupo bien establecido de personas, el Inner Circle del Black Metal, compuesto por miembros de Immortal, Enslaved, Burzum y más.
Al vivir todo aquello y sin estar tan sorprendido (ya entenderán por qué), supe que Satanás pisaba, con su horrenda altivez, la Tierra; paso a paso, sus huellas calaban hondo en la nieve.
La oscuridad se pasea en bastones de luz
Vikernes y yo tenemos casi la misma edad. Él es del 73 y yo del 72. Es posible que ambos tocáramos la guitarra y compusiéramos canciones metaleras, al mismo tiempo. Él, con su primera banda Kalashnikov, y yo, con mi power trío de ultrathrash, Necrófago. Él, en Bergen o en Oslo y, yo, en General Juan Madariaga, el pago gaucho de la Provincia de Buenos Aires.
Es posible que a esta altura del relato usted, lector, no vea una comparación posible. Sucede que adolescentes desencantados y rebeldes hay por todos lados y buscan, sin descanso, los porqués más esquivos.
Es curioso ¿verdad?, un sujeto llega a la cúspide del insensato arrojo y el otro se vuelve una sombra del tiempo.
Yo destruí un departamento, en un ataque de ira. Luego llegó un grupo especializado de la policía de Mar del Plata, arrojaron gas lacrimógeno en mi casa y entraron listos para reducir a un desquiciado con una katana, capaz de rebanar un brazo. Fui internado en un psiquiátrico, un tiempo lánguido.
Eso fue un par de años antes que Varg quemara iglesias y saltara al estrellato. Necrófago había pasado, sin pena ni gloria; éramos tres locos ruidosos en una ciudad de treinta mil habitantes y de criolla tradición.
Burzum había nacido y revolucionaba la música heavy. La era del black metal surgía del fuego de los edificios sacrificados y de las fauces del horror escandinavo.
Pero... ¿Quién soy yo? En la actualidad soy un escritor apasionado y un padre dedicado al cuidado de su pequeño hijo que escucha, en mi falda, a Cannibal Corpse, antes de comer churrasco.
En los 80, antes de las quemas, andaba vestido de negro y con una cruz invertida en mi pecho. Ya había pasado por eventuales internaciones en hospitales psiquiátricos y por una veintena de especialistas del cerebro.
Algunos diagnosticaban que mi problema era un abuso de información. A los doce había leído las Flores del Mal, de Baudelaire, la completa colección de Horror de Editorial Bruguera, a Anton LaVey y su prédica, ovnilogía y mucho esoterismo. Tuve el primer negocio de metal pesado de mi ciudad: Dominios, algo más sencillo que la mítica disquería Helvete, en Noruega; aunque había mucho material: parches, muñequeras con tachas, banderas de bandas, posters, casetes y recitales en VHS.
Recuerdo que a los 14 solía caminar a la madrugada e ir al cementerio a acostarme sobre las frías tumbas, con los murciélagos, que nunca faltan en las bóvedas, revoloteando encima de mí. La verdad, no pasa mucho en el camposanto, pero es la amplitud de la luna y el indestructible silencio lo que invita a dejar el cuerpo y fundir el alma en la penumbra.
Mis compañeros de Necrófago eran: Camel en el bajo, y el Chileno en la batería. Yo cantaba con voz gutural y tocaba la viola como un enfermo.
El Chileno iba y venía a ver a sus parientes en Chile y se empapaba de la movida extrema de esa franja transcordillera, mientras que yo me preocupaba por incrementar mi colección de música. Viajaba regularmente a la Meca del metal, la angosta disquería Excálibur, en Lavalle al 700, en la peatonal de Capital Federal; además de otros particulares locales en las galerías marplatenses, como el inolvidable Jamaica, de la familia del boxeador "Uby" Sacco. Allí compré, a la madre del boxeador, Constrictor de Alice Cooper, Join the Army de Suicidal Tendencies y Fresh fruit for rotting vegetables de los DeadKennedy's. Recomendaciones de la señora de sesenta y cinco años; yo quería discos de thrashdeath, pero le hice caso a esa dama mayor con mirada abisal.
Lo mejor de esa tremenda época del metal, entre el 85 y el 95, fueron las bandas chilenas que traía, como novedad, mi compañero de banda. Acá está lo último de Napalm Death y Obituary, le decía yo, y él me pasaba los demos de Torturer (demo 91), con Kingdom of the Dark, en su versión más brutal; Undercroft (Demonsawake, revengeisnear) y Criminal (Forked, 1992). Bandas abrasivas y adelantadas que, junto a AtomicAggressor la rompían, sin una pizca de piedad, en los recitales.
Algunos citan a Parabellum como los iniciadores del black metal y coincido en que era una banda muy pesada y ruidosa, tanto como el primer Sepultura o Sarcófago, de Brasil pero, debo insistir, que la movida chilena de aquellos primeros años del deathblack era sorprendente. Desde los carteles y logos de las bandas, hasta la impronta oscura y agresiva de las mismas.
Tal vez, no era el black puro de Darktrone u Old Funeral, pero eran cabalmente satánicos y espeluznantes en sus machacantes sonidos.
Esto lo cito a modo de reivindicación de esas bandas, que eran muchas más, por cierto. He sido testigo de ese momento histórico y, también, en mi programa de radio La usina Rock, que tuvo varias temporadas, lo he citado sin descanso.
Death, thrash y black, en sus principios se mezclaban bastante. Y si las voces de Burzum eran desgarradoras, pues escuchen el primer Torturer, es algo fuera de este plano de la existencia.
A decir verdad, estaba alienado por aquella movida ultrapesada y, a partir de allí, toda mi vida he escuchado esa música, desde Sinister, Deicide y Pestilence, hasta Satyricon, Emperor o Impaled Nazarene.
Una realidad de sónica plenitud oscura, en donde formé bandas de thrashtrepanador o black metal como: El Celibus (Madariaga), Blasfemias (Ayacucho) Zetrotrax (Quilmes). ¿Quién me lo va a contar? Lo he vivido como protagonista.
Por otra parte, la oscuridad se pasea en batones de luz. Esto afirma que dentro de lo supuestamente bueno, está lo supuestamente malo.
Mi madre era católica apostólica romana y me llevaba cada domingo a misa. Insistió tanto con la religión que terminé detestándola; pero antes, fui miembro del grupo juvenil de la Iglesia.
Claro, aquellas vestales rubias que cantaban Hosannas no sabían que entre las ovejas merodeaba un lobo. Pronto arrasé con todas las que se cruzaron, como buen acólito de las catacumbas y de lo esotérico, y solo se salvó un monaguillo indefinido que revoloteaba entre las naves.
Pervertí y oscurecí todo lo que pude mientras lucía santidad.
Ciertas personas lo recuerdan y es bueno saber que uno ha dejado profundas garras en tersas espaldas blancas.
Varg Vikernes terminó condenado a 21 años de prisión, la más larga condena hasta esa fecha en Noruega y se volvió famoso, aún preso.
Yo siempre gocé de libertad y toqué con muchas bandas under de la Provincia de Buenos Aires. Conocí a grandes músicos como Pappo y otros, también viajé por mi país. Varg hizo historia, junto con el InnerCircle, eso costó sangre, soledad y rejas; relato profundo del próximo y último capítulo.
La noche de las turberas se mece en rubias cabelleras
Ahí estaba el rostro de Varg, sumido en la aceptación de su destino, mientras la Jueza dictaba una ejemplar sentencia. Recuerdo cómo sonrió ante la condena, parecía blindado, un IronMan ante la cruda inquisición; su cuerpo y su mente eran del Señor Satanás.
Esos ojos, esos rotundos ojos boscosos.
Él había asesinado a Euronymous (Mayhem) a puñaladas, por el odio que se profesaban, como dos reyes vikingos que comprenden su reinado y lo glorifican con sangre. Mucho ha sucedido en las huestes del black metal, desde aquellos episodios, y mucha basura ha manchado esa espontánea movida. Hoy aparecen sendos payasos pintarrajeados de blanco y negro, esforzándose por parecer malignos, entre bandas supremas como Immortal o los cultores de la muerte como Marduk, Ragnarok, 1349 o Watain.
Hace poco Helvete, la disquería que agrupaba al InnerCircle y fuera creación de Euronymous; puntapié para un sello discográfico y la oportunidad de demo entre las bandas nórdicas del black, tuvo un incendio en su sótano.
El fuego fue devastador, como una purificación a tanto dolor, furia y pecado. Se perdió mucho para el culto que ha representado, aunque es posible que nos esté diciendo algo. Con los discos, las cartas y objetos diversos quemados, el alma áspera de los protagonistas se ha fundido a la historia Noruega y a los sacrificados. Hoy en día, el black metal hasta tiene un encanto turístico que es tan vomitivo como un paseo por los crematorios.
Escarbar en la depravación de la noche no es tarea para aventureros de lo macabro, aunque crean que quemar iglesias y profanar tumbas es un cliché de caras con maquillaje. La criatura con cuernos y pezuñas rezuma acordes densos, aguarda que las almas tropiecen y caigan a su panza de lenta digestión.
En la recalcitrante oscuridad, si hay una banda que haga del satanismo un túnel al otro lado, esa la sueca Dissection. Su sonido está entre los riff death inolvidables y la profundidad agónica del black metal.
Su líder Jon Nödtveidt (fallecido en 2006) comparte el sitio de los asesinos, junto con Varg. Fue miembro de la Orden Luciferina Misántropa y terminó su vida como Dead, con un disparo de escopeta. Un grimorio oscuro estaba abierto a un lado, mientras que su cuerpo se hallaba entre velas rituales.
Por sujetos como estos, especialmente Per Ohlin (Dead, cantante de Mayhem), que padecía un delirio de negación de la existencia y que apreciaba oler la carne de animales en descomposición, es que el true black metal trascendió. En ellos, muerte, vacío gélido y oscuridad eran sinónimos de su propia existencia.
Jonas Åkerlund, un hábil cineasta tuvo la idea de recrear esos momentos donde Satanás anduvo entre Noruegos, en una película llamada Lords of Chaos. Con seguridad, hay algo de verdad allí y hay mucho de cine taquillero conjugado. Sin duda, la realidad interna de esas personas fue más aterradora.
Antes de volarse la tapa de los sesos, Dead dejó una nota que decía: Disculpad toda la sangre.
Euronymous tomó la foto para el disco y, poco tiempo después, sintió el acero de la muerte en manos del Conde Grishnackh; el incomparable y más notable sucesor del InnerCircle.
Un pagano en brazos de Satanás y sus potencias naturales. El black metal en persona. Como un círculo vicioso, los sucesos comienzan y se cierran. Muchos metalheads (como algunos metaleros se autodenominan, ahora) hemos sido testigos de una noche atroz, que nos ha transformado y nos empujó a un pozo de nunca acabar.
Ese espiral se encuentra en un vórtice indiscutible: el black metal surgió en distintos sitios y al mismo tiempo, fue un impulso creativo y de abismal negación, que tuvo a los Torturer maldiciendo en Chile, a los Parabellum triturando mentes en Colombia, a los franceses Vlad Tepes en su propio círculo interno, Les LegionsNoires y, hasta mi propia banda, con la que no parábamos de atronar y escupir letras de masacre y depresión, escritos que nacían de mi alma atormentada, ya desde mis trece años.
Cierta noche, a mis catorce, me detuve frente a la iglesia de mi ciudad; pretendía escribir Necrófago, con aerosol bermellón, en la blanca pared lateral, pero las luces y los coches me desviaron hacia las menos alumbradas paredes del salón parroquial. En ese momento, contemplando la imponente iglesia de polvorienta piedra gris, pensé en volarla por los aires. Recordé al gordo J. que tenía relaciones forzadas con su hija menor y que no faltaba ni un domingo a misa, feliz con su rostro de cerdo contrahecho. Recordé lo borracho y glotón que era el sacerdote de ese entonces y a la mujer del condominio comprado con dinero de las drogas, la que se atoraba de ostias.
¡Cuánta necrótica falsedad!
Ante la inmensidad y firmeza del templo, deduje que demolerla no sería un acto sencillo. Mis pensamientos se diluyeron y se canalizaron en los riff de guitarra. Al Conde Grishnackh le bastaron unos pocos galones de combustible para pasar a la historia. Son los caprichos de la tortuosa y delirante existencia humana. De todas maneras, Satanás tuvo su dulce momento... y aún lo tiene.