Iquitos…

¿O un tumulto de orillas intensamente ocupadas?
¿O una isla pluvial rodeada de expectativas?
No puedo definirte. Frontera perenne y memoria de azulejos.
Siempre al borde de una fiebre y un dorado que promete.
Por ejemplo, en las fotos antiguas, apenas te reconozco.
Prefiero los dibujos de tus nubes antes de llover.
Y tú garúa que cae sobre los techos y me pone a dormir.
Iquitos, me llevas siempre a pensar en el Perú.
Y nunca tuviste carreteras hacia la costa o los Andes.
A ti se llega por río o volando sobre bosques inundables.
Tus calles no me conducen a ningún paraíso de postal.
Eres la voz de mi infancia borrosa en una casa inexistente.
Navego en el Itaya, río de la muerte y extraño tu silencio.

La «poeta social» Ana Varela Tafur nació en 1963 en Iquitos, lugar encantado, que se extiende a orillas del gran río Amazonas, en el centro más grande de la Amazonía peruana. Iquitos es la única ciudad del mundo sin carreteras, rodeada por una densa selva y no accesible por tierra sino solo por avión o navegando por el mismo río.

Su casa se encontraba a 100 Kilómetros de la confluencia entre los ríos Marañón y Ucayali, muy cerca del Gran río. Ana, a los 14 años empezó escribiendo en su diario todo lo que le pasaba por la cabeza y más tarde pasó a contar sus emociones a través de la poesía.

En 1980, a los 17 años, Ana tuvo que vivir en un periodo difícil y violento de su país: los «20 años de terror». Hace cuarenta años, en vísperas de unas elecciones presidenciales que habrían tenido que acabar con la dictadura militar, cinco personas con el rostro cubierto se prendieron fuego en las urnas de Chuschi, un pueblo de la región de Ayacucho, en los Andes peruanos. Fue el comienzo de la guerrilla más violenta y brutal de América Latina, la de Sendero Luminoso, movimiento revolucionario de inspiración maoísta fundamentalista (afín a los Jemeres Rojos de Pol Pot de Camboya), liderado por el profesor de filosofía Abimael Guzmán, en la antigua ciudad colonial de Huamanga, capital del estado de Ayacucho. Para llevar esta lucha contra las instituciones gubernamentales se reclutaron a estudiantes y profesores, entre ellos a muchas mujeres.

A esta violencia se sumó la respuesta represiva del Estado: incluso los campesinos se fueron organizando militarmente en Rondas Campesinas para defenderse. Se estima que 69.000 personas fueron asesinadas o «desaparecieron» y que alrededor de 500.000 tuvieron que abandonar sus hogares.

Eran los años en que Ana ingresó en la Facultad de Ciencias de la Educación y Humanidades de la Universidad Nacional de la Amazonía Peruana (UNAP) para cursar estudios de Ingeniería Química y posteriormente de Lengua y Literatura.

En 1983, Carlos Reyes Ramírez, Percy Vílchez Vela y Ana Varela Tafur, tres estudiantes de la misma Universidad (UNAP), tres jóvenes poetas, fueron llamados por su Fundador, el Director Teatral Manuel Luna Mendoza, a unirse al grupo Urcututu (voz onomatopéyica del búho, ave de la sabiduría), movimiento para «crear y recrear una literatura incluyente de la identidad indígena fusionada con otras culturas, reinventando la palabra oral de las gentes que habitan ese universo pluricultural y diverso llamado Amazonía».

En el 2010 Ana Varela Tafur inició sus estudios de Maestría en Literatura Española y Latinoamericana en la Universidad de California en Davis, donde actualmente imparte un curso en el doctorado de Literatura Latinoamericana.

Su libro Lo que no veo en visiones (1992) obtuvo el Primer Premio de la V Bienal de Poesía Copé, en Lima, y por primera vez lo ganó una iquiteña y además mujer.

En el 2000 publicó Voces desde la orilla y en el 2001 Dama en el escenario. Sus poemas aparecen en las revistas Lucero, Diálogo, Céfiro, Huizache y Literary Amazonia, entre otras; y han sido antologados en Al norte de la cordillera: Antología de voces andinas en los Estados Unidos (2016) y Volteando el siglo, 25 poetas peruanos (2020). Coeditó, con Leopoldo Bernucci, el libro Benjamín Saldaña Rocca: Prensa y denuncia en la Amazonía cauchera (2021).

Hay un poema de Ana dedicado a Timareo, una isla del Río Amazonas, en la provincia de Loreto a la que pertenece Iquitos, la región peruana de más variadas etnias y diferentes expresiones lingüísticas.

Timareo (1950)

En Timareo no conocemos las letras
y sus escritos
y nadie nos registra en las páginas
de los libros oficiales.

Mi abuelo se enciende en el candor
de su nacimiento
y nombra una cronología envuelta
en los castigos.
(Son muchos los árboles donde habitó
la tortura y vastos los bosques
comprados entre mil muertes).
¡Qué lejos los días, qué distantes
las huidas!

Los parientes navegaron un mar
de posibilidades
lejos de las fatigas solariegas.
Pero no conocemos las letras y sus
destinos y nos reconocemos en la llegada de un
tiempo de domingos dichosos.

Es lejos la ciudad y desde el puerto
llamo a todos los hijos
soldados que no regresan,
muchachas arrastradas a cines y bares
de mala muerte.
(La historia no registra
nuestros éxodos, los últimos viajes
aventados desde ríos intranquilos).

Para entender la cosmovisión de Ana Varela Tafur es importante conocer la finalidad de su poesía social, citando algunos párrafos del Manifiesto de Urcututu de agosto de 2019 que se titula «La poesía es un planeta de árboles vivo»:

La Amazonía es un espacio transnacional compartido por nueve países que tienen vínculos geográficos y culturales y donde sus habitantes comparten sus recursos naturales, deseos, aspiraciones y, sobre todo, su visión del mundo. Sin embargo, en las últimas décadas hemos presenciado la agonía de la Amazonía y de todo el planeta. (…) En apariencia, no hay futuro ni porvenir, y todo parece condenado al fracaso. Por ello, hoy más que nunca, es urgente expandir la dimensión de la esperanza y de la utopía para sostener la vida en un ámbito de respeto mutuo que desafíe el presente. Entonces, es posible, desde este hoy lamentable, desde el fondo de las variadas carencias, avizorar el futuro, donde la poesía cumpla un papel denunciador y proclame la preservación de la belleza y la justicia. Porque el verbo poético, la palabra oral o la escrita en el poema, es una fuente de revelación y de salvación, imaginando así un mundo posible emancipado de sus traumas. En este contexto exigimos un cambio radical en el comportamiento político de la sociedad y el respeto a la vida en todas sus manifestaciones. En consecuencia, el ecosistema más pequeño debe ser cuidado, preservado y manejado con responsabilidad ambiental. La poesía es un planeta de árboles vivos que se resiste a morir.

Ana escribe y grita su dolor, para preservar su Iquitos («sensual, húmeda y verde», que parece dormida en el agua, con los poemas de sus barcos), la belleza de su tierra y para proteger a su gente.

Empecemos desde el principio, desde la memoria de su abuela, desde la memoria de sus antepasados, que le dio su sabiduría.

Con la soga se cuentan historias

A mi abuela Ana Lozano Lozano

La fronda espesa es tu origen tu refugio y permanencia.
Ayahuasca, soga de muertos.
Traes los espíritus de las plantas
la sanación del cuerpo y sus pesadillas.

En mis ojos tus colores brillan y tienen rostros.
Ayahuasca, soga que guarda la certeza de mi nombre, y de
ti, abuela Ana, Uuitota en el Putumayo,
huyendo de las correrías caucheras esquivando el azote
en tu espalda. Tus quince años era un instante,
un tránsito de alucinaciones y exilios.

Ayahuasca, soga de muertos.
Tus colores hacen brillar la sucesión de mi relato porque
la historia que aquí se cuenta
fue contada por ti, abuela, en la plaza del pueblo.

Tu memoria recordó una vez más.
Fue el recuento de tu huida
y tú lo contaste con la soga.

Ella habla de la Iquitos de la época dorada, la del caucho, cuando un codicioso comerciante irlandés, Fitzcarraldo, decide explotar la riqueza de los árboles de caucho. Y cuenta de la matanza de los indígenas, del aniquilamiento de las poblaciones amazónicas, de la soberbia de los colonizadores. En el bosque y en el agua, hay belleza, pero también amenaza; en el océano de aguas se esconden animales insidiosos, cocodrilos, pirañas, anacondas, tarántulas, jaguares y los hombres del río, los barqueros, los muchachos del pueblo viven incluso enfrentando este peligro. Las últimas tribus amazónicas son protegidas por las almas del río y de la selva: los coloridos loros, los simpáticos monos, la sabiduría del tucán.

Búsqueda

No habita en su corteza la Madre del renaco.
Mitad árbol
mitad peregrina
en diáspora permanente.
Parece una vagabunda cubierta con tatuajes de anfibios.
Madre sola con sus raíces al aire que el viento lleva
y sube por escaleras de puertos urbanos.

En sus andanzas busca guardianes de árboles tumbados,
rastros de caobas que perdieron sus raíces y mariposas
y cedros envejecidos por edades de lluvias repentinas.
Ahora ella recorre carpinterías, concesiones forestales,
iglesias, alcaldías, letrinas y oficinas llenas de papeles.
A veces se embarca en el Callao y habla con mesas en Nueva York.
Madre sobreviviente en exilio, en tala ilegal, sin casa y sin corteza.
A veces la puedes encontrar en barcos de carga
y pasajeros despidiendo astillas aserradas con filos de acero.

Ana Varela escribe del renaco, árbol típico de la selva amazónica, con sus raíces aéreas, brazos extendidos hacia la Madre Tierra, de la que va a nacer una nueva vida, creando un bosque dentro del mismo bosque, un laberinto donde perderse o quizás donde encontrarse, donde habitan fuerzas primordiales y vitales.

¿Son fuentes de dolor la tala y el corte indiscriminados para el bosque, para la gente, para la vida y para los espíritus benévolos que allí habitan?

Muchos son los árboles
donde vivieron torturas
y extensos bosques
comprados entre mil matanzas.

Escribe en su poemario Lo que no veo en visiones, (Iquitos-Perú, Tierra Nueva, 2010). ¿Qué son estos árboles? ¿Qué pueden decirnos? ¿Qué cuenta la historia oficial? ¿Qué «oculta» la historia oficial?

Desde las vertientes

Desde los altos gredales de May Ushin
desde las feroces caídas del Marañón
desde las incandescentes llanuras del Huallaga
mi voz convoca a los habitantes del agua.

Y surcando quebradas desde vertientes remotas
alcanzo vastedades de arcillas recientes.
Así me reúno con habitantes del monte
y nuestras voces se inundan infinitas
en tenues bóvedas incrustadas por la noche.

Porque es posible alcanzar cifras en geometrías sagradas
porque es posible arrebatar códigos de sogas alucinadas
y viajar acompañados por estrellas o soles
atrapados en la fugacidad de intrépidos rayos.

Porque somos una antigua y sola voz,
una liana trenzada bajo los incendios
desterrados o señalados por la belleza de los astros
y su manto de presagio amamantándonos.

Desde entonces rodamos de fuego,
caemos de fuego,
quemamos las últimas naves del exilio,
demonios que se llaman en libros apócrifos
o en abandonados archivos donde no hay olvido.

Pero las madrugadas aproximan las llegadas
y nuestros pies abrevian rutas del miedo:
ojos de búho a la sabiduría destinados
sobre la vía trazada por los abuelos.

Semejante a cada río que despide sus puertos,
alcanzamos la marcha de la luna
invadidos por la tregua
de un viento insondable.

Hay una historia escrita y una historia oral. Los indígenas masacrados a lo largo de los siglos no siempre supieron contarlo, transmitirlo a su posteridad, pero hay una serie de voces intangibles en la selva, que nos sugieren la verdad desde lo más profundo y que le están gritando a la humanidad.

La poesía amazónica presenta tres vertientes literarias que definen la escritura de las poetas peruanas: esteticista, social y erótica. La poesía de Ana pertenece, en primer lugar, a la vertiente social porque «cuestiona las desigualdades sociales, denuncia las injustas dependencias humanas y desenmascara las manifestaciones reales y culturales. Al mismo tiempo, contribuye a cimentar las bases para reivindicar y generar nuevas metas en la vida de cada día que tenga en cuenta las necesidades del pueblo amazónico peruano».

¿Cuál es el poder de la poesía en este mundo agitado por el lucro, por el incesante ataque al medio ambiente, por la voluntad de los poderes financieros de transformarnos en hombres transhumanos?

La ‘masa viva’ del planeta –según afirma el científico florentino Stefano Mancuso- representa el 99,7% del mundo vivo, y el mundo animal, hombres y animales, sólo el 0,3%.

¿Cómo es posible que no se consiga detener esta locura suicida de habitantes de la tierra? ¡El poder de la poesía de Ana es enorme!

Se la conoce como «la poeta mayor» capaz de crear «un espacio poético en el que la memoria colectiva (ecológica y femenina) alcanza la estatura del mito».

Ana Molina Campodónico, afirma -en su poesía- que «las grandes vertientes de la literatura amazónica (lo rural y lo urbano, lo mítico y lo social) se articulan de manera dinámica y creativa para afirmar la identidad loretana».

Es verdad que «La yacumama, la serpiente madre del río, está luchando para sobrevivir y defenderse de los derrames de petróleo. Su cuerpo está herido como el de miles de habitantes que sufren de beber agua contaminada. Antes, esta madre del agua vivía tranquila, crecían sobre su lomo musgos y pequeñas algas. Ahora ella se ahoga, no puede respirar, muere con los aceites y residuos químicos. Lo mismo con miles de niños y niñas».
¿Qué les podría sugerir este espíritu del río a los habitantes del planeta?

Confesión

Soy una muchacha temerosa de vivir. Los grandes monumentos del siglo me asustan. No creo en los héroes nacidos entre cuatro paredes.
Los magistrados, los funcionarios, los policías. Todos me registran y no me dejan ser. Morir a mis
anchas, encerrarme entre las mil paredes que ocupan mi soledad. Escuchad, no me quiero ir, no quiero ser la vilipendiada muchacha que juega a la detracción de sí misma. Quemen mis vestidos,
persigan mis huellas, no me encontrarán. Todo rastro
mío se ha perdido entre el filón de mi vida y la suerte de bufón que se divierte de mi rostro. Con todas las de la ley me pueden encontrar despierta
En un túnel diciendo atrocidades a los oídos.