La noche anterior al viaje, atribulado por un mes de contrariedades, como si todos los obstáculos en mi trabajo se hubieran puesto de acuerdo para mortificarme, había decidido salir de paseo por el muelle del río a ver si conseguía sosegar mi ansiedad. Estando allí, en una noche de hermosa luna, al ver los reflejos sobre el agua, como miles de peces de luz que nadaban contra corriente, me dije: ¿qué pasaría si de pronto me lanzo al río? No había mucha gente en los alrededores, e incluso el único barco atracado en el muelle daba la impresión de estar sin tripulación, así que es posible que me hubiese ahogado, y que incluso mis gritos de auxilio no hubieran llamado la atención de nadie. Volví a otear los alrededores y comprobé que muy poca gente había salido a caminar aquella noche. Estarían en sus casas o en los bares y clubes nocturnos de la ciudad. Sobre el puente de la catedral no había nadie contemplando el río como yo lo hacía. Era casi como si estuviera solo y que los escasos transeúntes fueran como sombras. ¿Quién se lanzaría al río para salvarme? Luego me reí al ver qué fácil era creerse el centro del universo, y pensé: ¿y si es otro el que de repente se lanza al río, en este justo momento, qué haría yo? Así, al mirar de nuevo hacia las aguas, tuve la sensación (no soy un gran nadador) de que si yo me lanzara para salvar al suicida, muy probablemente nos ahogaríamos los dos. Esto me lo decía la razón, no aquella fuerza de mis deseos que muchas veces me había guiado por encima de la razón, como si nuestros límites, si los hay, estuvieran mucho más allá del entendimiento. Luego regresé a mis pensamientos iniciales: si yo me ahogo, ¿cuánto tiempo transcurriría hasta que alguien dé con mi cadáver? ¿Qué tan lejos llegaría arrastrado por la corriente del río? Me alejé por un momento de la baranda del muelle para recordar cuán imaginada era aquella agua, cuán ilusorio el paisaje, y que los peces de luz nadando contra corriente nunca habían salido de mi cabeza.

Permanecí un rato más observando el río, como si fuera la primera vez, como si acabara de llegar a aquella ciudad a la que no terminaba de entender, y tanto el río como la ciudad misma fueran cosas abstractas. Pero de repente regresé a la realidad de que aquella ciudad era Colonia, en Alemania, y aquel río el Rin. Qué diferente era el río de mi niñez, que miraba por horas junto a mis amigos de juegos, especialmente con Oscar. Nos sentábamos en alguna roca en la vereda o sobre la hierba a ver el río y a lanzarle piedras, toda la tarde hasta que, cansados regresábamos a nuestras casas. Era un río pequeño, en comparación. Los domingos en especial solíamos ir a buscar piedras de colores o insectos para nuestras colecciones. Y allí, al mirar nuestro botín sobre la hierba simulando pequeños mundos, nos hacíamos preguntas: ¿cómo miran un árbol y un escarabajo el mundo? Y si los árboles o los escarabajos nos perciben, ¿de qué forma lo hacen? Nunca teníamos respuestas a dichas preguntas. Pero teníamos claro que un árbol percibía el mundo de una forma distinta a un escarabajo, así pues, surgía otra pregunta más inquietante: ¿y si el mundo no es como lo vemos?

Oscar era el único que me acompañaba a hojear los tomos de la Enciclopedia Británica que había en casa. La mayoría de las fotos eran en blanco y negro, pero nos hacía pensar en todo lo que no habíamos visto, dándonos poco a poco, de una inexplicable manera, la sensación de que la apariencia de las cosas era apenas una sombra de su esencia, de lo que realmente eran. Muchas veces nos habíamos llevado la sorpresa de que una casa con pintura nueva albergaba a veces solo ruinas, y otras, con grandes tesoros, no tenían bellos exteriores. El padre de Oscar, que tenía un tramo de frutas y verduras en el mercado, nos decía: la cáscara de una fruta no dice nada de su dulzura. Y cuando la niñez fue quedando atrás, el saco de preguntas se desbordaba. No sentí venir la muerte cuando fui hospitalizado de emergencia por una peritonitis, pero con la muerte de Oscar, sentí que una parte de mí se había ido para siempre. ¿Para qué vivimos?, ¿qué propósito tiene la vida?, me preguntaba por entonces. Y cada vez al dormir, tenía la sensación de que moría, de que mi vida no era mía, y la idea de que mis días estaban contados desde el principio, me daba también la sensación de que todo era un juego, como un sueño dentro de un sueño.

Esta mañana, justo al despertar, tuve la sensación de que miles de ojos me observaban, invisibles, pero de alguna manera perceptibles y penetrantes. No era la primera vez, pues ya desde muchos años atrás, quizá desde antes de mi adolescencia, había tenido esa sensación de ser observado. Pero esta mañana, la sensación de estar siendo observado por miles de ojos daba la impresión de haberse desprendido del último sueño que recordaba, en el que, viéndome de niño, viajaba en una embarcación acompañado por mi hermana y mi madre por un río muy caudaloso y enorme, que fácilmente podría ser el Amazonas, aunque no puedo confirmar que así sea. Lo cierto es que en algún momentos desembarcamos en un puerto y nos dirigimos hacia la entrada de una caverna, una especie de atracción turística del lugar. Al ingresar supimos que se trataba de una especie de mina que había sido acondicionada como museo. Poseía diversas cámaras en donde se exhibían herramientas de minería y minerales, bien en estado natural o ya trabajados. La guía nos llevó hasta una de las cámaras más pequeñas, en donde exhibían esmeraldas de muchos tamaños, formas y grados de pureza, desde las más lechosas hasta algunas de una transparencia maravillosa. Pero lo que me llamó la atención fue una enorme esmeralda, acaso del tamaño de una sandía, situada en una especie de repisa central. La luz de la habitación se multiplicaba reflejándose en ella y produciendo espectros verdes en las paredes, como si fueran los vigilantes de la joya. Al despertar fui perdiendo detalles del sueño, salvo la intensidad de los reflejos de la esmeralda, de cuyo interior parecía proceder la luz. Luego, me percaté de que en realidad si era un niño, pero más adulto de lo que recordaba en el sueño de la esmeralda. De pronto recordé que ese mediodía había quedado de verme con Oscar para ir a visitar la «Pedrería del Egipcio», cuyo dueño, excepcionalmente, iba a estar atendiendo al público.

El susodicho negocio no era una joyería ni nada por el estilo, sino una bodega de minerales y fósiles para la venta, aunque esto era asimismo tan misterioso y extraño como su dueño, pues casi siempre estaba cerrada y abría de modo absolutamente caprichoso, como quien dice, cuando al dueño le venía en gana. Aquel día la tienda no solo iba a estar abierta, sino que el egipcio estaría atendiendo al público. Esto lo sabía porque el día anterior había acompañado a mi madre, que quería comprarse un pisapapeles de granito pulido que había visto en la vitrina del local. Pero una vez allí, ambos nos maravillamos por la innumerable cantidad de cosas que había, al punto que el viejo egipcio, cuyo nombre nunca llegué a saber, salió de su pequeña oficina y fue a atendernos en persona. Al inicio nos habló con marcado acento, que una vez entrado en calor, desapareció. A cada pregunta que le hacíamos mandaba a su ayudante a traer lo solicitado o iba él mismo, abría alguna gaveta llena de viejos folios y extraía lo que deseábamos. Así, cuando me saludó al verme llegar, tuve la impresión de que me esperaba. Como el día anterior, se esmeró en complacer cada una de mis preguntas, y con ello fue mayor la sensación de que no era posible que aquellas dos pequeñas recámaras del negocio pudieran contener todo lo que poseía. Por eso en algún momento de la conversación le dije: ¿y las momias, dónde guarda las momias? ¡Ah, las momias!, me replicó, con una sonrisa socarrona. Una mujer había llegado al negocio y parecía interesada en algún objeto a mis espaldas, por eso noté que mientras me había hablado su mirada parecía perforarme en dirección a la mujer a mis espaldas. Luego le hizo una sutil señal a su ayudante y este fue de inmediato a atender la clientela mientras él me indicaba que lo siguiera por un estrecho y largo pasadizo hasta unas gradas que nos condujeron a una especie de sótano. Mientras caminábamos vi que a sendos lados habían puertas cerradas y más escalones. Llegamos a una pequeña habitación llena de cajas.

—Mire aquí todo lo que quiera, mencionó, estos de aquí son originales y los de aquella esquina copias. Bien, lo dejo solo un rato, debo ir a ver el negocio.

Y bien, no es que el lugar estuviera lleno de tesoros, pero que había, seguro que había, aunque yo fuera incapaz de estimarlos, salvo una pila de enormes lingotes de plata, que ni siquiera logré mover un milímetro. Sí, con seguridad alguna que otra momia debe tener, pensé, aunque ante la vista de los nuevos objetos me habían dejado de interesar. Con estos pensamientos en mente, regresé por el laberinto de escaleras y pasillos de piedra hasta el negocio que daba a la calle. Al verme, seguro de mi maravilla, el viejo egipcio se acercó luciendo su sonrisa socarrona y me dijo que regresara en la noche, cerca de las ocho.

Desistí de volver a invitar a Oscar, que ni siquiera había tenido la cortesía de darme explicaciones. No le dije nada a mi madre. Salí furtivamente por la ventana de mi habitación que da al patio y de ahí me escabullí por uno de los orificios de la valla que divide nuestro solar de un lote baldío que da a la calle trasera a la nuestra. Encontré el negocio cerrado, como esperaba, pero la puerta que daba directamente a las escaleras del sótano estaba abierta. Una vez traspasado el umbral era posible ver una claridad titilante que parecía venir del sótano, así que me acerqué y vi que las escaleras estaban decoradas a sendos lados con velas, iluminando la senda. Las otras puertas estaban cerradas, como al mediodía, pero al llegar hasta la pequeña recámara de los lingotes de plata, cuya puerta estaba cerrada, vi que la puerta contigua estaba abierta. Al asomarme noté que era una especie de entrada a otro corredor, igualmente iluminado, que finalizaba en una amplia recámara, en donde el viejo egipcio me aguardaba.

—Has llega solo al principio de tu viaje, me dijo, señalándome una pequeña puerta a la que se podía acceder solamente a gatas. Al traspasarla se llegaba a un túnel en el que se avanzaba igualmente a gatas hasta otra portezuela que daba a otra recámara, bellamente iluminada. Allí había otra puerta, que daba a unas escaleras que ascendían hacia lo que me imaginaba era alguna nueva habitación de aquel extraño lugar. Pero al llegar al final, vi como ante mí se abría el cielo estrellado sobre el desierto, y aunque quise, no alcancé a ver pirámides y no estaba dispuesto a adentrarme solo en sus arenas. Así que decidí regresar, pero ya no había luz que iluminara el camino, por lo que vagué a oscuras toda la noche hasta el amanecer, cuando por fin pude llegar a una salida a la calle. Vi que ya era un hombre adulto y que lo que había sido mi barrio me resultaba irreconocible. Del negocio del viejo egipcio no había ni el menor rastro. Fue entonces que desperté y sentí esa masa de ojos observándome sin parpadear. No era la primera vez. Como dije, esto me ocurría ya desde antes de mi adolescencia. La diferencia es que, en aquella época, si la comparo con esta mañana, parecían no ser tantos ojos, quizá solo unos cuantos. Y ahora en mí había una vaga certeza que cada vez tenía más peso: ¿no era aquello el ángel de la muerte, eso que llamamos el ángel de la muerte?