Si esta mañana y este encuentro son sueños,
cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él.
Tal vez dejemos de soñar, tal vez no.
Nuestra evidente obligación, mientras tanto,
es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo.

(El otro. J. L. Borges)

En el sueño de la razón romántica, la pasión enfrenta a la razón con toda desmesura. Lo fantástico a lo real. La noche es dueña del inconsciente y el imperio de las sombras. Es tregua y límite de la razón. Interna a cada cual a explorar sus oscuros recovecos.

Quien duerme puede ser presa de sus pesadillas o puede que sus pesadillas vengan en su ayuda como fuente creadora.

Mary Shelley lo escribió, Goya lo pintó.

En el mes junio de 1816, Mary Wollstonecraft Shelley, su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley, y Claire Clairmont, hermanastra de Mary, deciden veranear en Suiza en la Mansión de Villa Diodati, muy cerca de Ginebra, donde su amigo Lord Byron sería de anfitrión, junto a su médico personal, John Polidori.

Pero en esos inesperados días de verano «la mañana llegó y se fue y llegó de nuevo y no trajo consigo el sol». La luz del día se ocultó y ocurrió lo inevitable: «La noche que duró tres días en Villa Diodati pasó a la historia como el Sueño del Romanticismo».

Un año antes, la actividad volcánica del Tambora en Indonesia ocasionó una de las más terribles erupciones de la historia. La nube volcánica de 180 kilómetros cúbicos, en su desplazamiento, llegó a ocultar el sol en todo el norte del planeta, convirtiendo a 1816 en el año de las heladas, de las epidemias, de la peste, de las cosechas arrasadas, de la hambruna.

Se oscureció toda Suiza y Villa Diodati fue azotada por lluvias incesantes, truenos, relámpagos y vientos desaforados. El clima mantuvo encerrados a estos cinco jóvenes amantes de lo desconocido y las fuerzas ocultas.

Pasaban noches entre poemas, láudano y leyendas de fantasmas de un libro que Polidori había llevado consigo, titulado Phantasmagoriana, o Antología de historias de apariciones, espectros, espíritus, fantasmas.

Fascinados por la lectura, Lord Byron propone el reto literario que marcaría una de las más importantes tendencias narrativas del Siglo XIX: «Cada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas». Pronunció el hechizo y todos aceptaron su propuesta.

Dos poderosos mitos de nuestra época se estaban gestando en las paredes de Villa Diodati. La propia Mary Shelley relata lo acontecido: «La noche se fue en aquella conversación (…) y cuando reposé luego la cabeza en mi almohada (…) mi imaginación, desbocada, me poseyó y comenzó a guiarme a través de sucesivas imágenes que surgían en mi mente con una vivacidad que excedía los límites de la ensoñación. Con los ojos cerrados, pero con una aguda claridad mental, vi al pálido estudiante de artes impías arrodillado al lado de la cosa que había creado».

Pero… ¿Nacieron en esa noche, Frankenstein, de Mary Shelley, y El vampiro, de John Polidori?

¿Cuál es el origen de tanto horror?

¿Es el resultado de un sueño?

¿Fue la inspiración de una tormentosa noche en un verano que nunca llegó?

¿Fue el momento histórico que ayudó a la gestación de estos monstruos?

¿Fueron las lecturas y discusiones de cinco jóvenes?

¿O hubo algo más, difícil de encontrar solo con la razón?

Tal vez no haya una respuesta única a estas preguntas. Tal vez sea necesario que queden abiertas y discurrir entre ellas intuyendo los secretos que guardan.

Mary Shelley fue la voz de los miedos, del fondo de la mente, de las tinieblas del romanticismo. En una sociedad, en una época en la que se iba imponiendo la dominación del conocimiento objetivo, el deslumbramiento de la Ilustración, los dogmas de la ciencia y la ingeniería incipiente.

Mary Shelley era dueña de un pasado trágico y era hija de un mundo que iba prescindiendo de las divinidades, de los dioses, del sentido de lo sagrado, lo sublime, de las fuerzas profundas de la naturaleza. Frente a ello reinaron los fantasmas.

Sus palabras son un grito de auxilio sobre la condición humana en el contexto de la industrialización, el ascenso ya indisputable del capitalismo como sistema económico y organización social, y el modo de pensar el mundo a través una razón todopoderosa.

¿En qué queda la parte irracional de nuestra naturaleza, en un mundo dominado por el intento de racionalizar todo y cada uno de los aspectos de la existencia?

La respuesta tal vez está escondida entre los monstruos y el amor. La vida no sólo ocurre en una dimensión.

Frankenstein, es una obra temprana e innovadora de ciencia ficción, pero no deja de ser una historia de amor y desamor que perdura en la imaginación popular desde hace más de doscientos años. Se encuentra anclada en el inconsciente colectivo, ese lugar donde habitan los sueños, las pesadillas, los anhelos de lo humano.

Los mitos dan cuenta de nuestra búsqueda, a través de los siglos, del sentido y el significado de la vida. Los mitos narran esa búsqueda.

Su creación excede la realidad hasta el inicio de los asombros, donde el desamparo y el anhelo perdido se unen.

Como dice J.L. Borges:

Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos,
en un acto de fe,
en una cadencia,
en un sueño,
en las palabras que se llaman filosofía
o en la mera y sencilla felicidad.