El mes de la añoranza avanza indolente y junto a él, la presión por la sonrisa. Uno podría llegar a creer que para quien tiene ojos, pero no ve, la alegría auténtica da lo mismo que la fingida. Uno podría casi-casi jurar que, para la opinión pública, la forma es más importante que el fondo y el continente más que el contenido. Quizá a veces uno sea muy atrevido.
Para algunos nostálgicos, el mes de diciembre puede parecerse mucho a un duelo larguísimo en el que el doliente debe apurarse a estar bien para no incomodar al resto y cumplir lo que se espera de él, el libreto social; treinta y un días parecidísimos a un duelo solitario con fondo musical de villancicos, treinta y un días casi-casi igualitos a un luto en el epicentro de un consumismo frenético que embrutece el tráfico y transforma las fachadas, las billeteras y los rostros. Treinta y un días de ausencias presentes y noches de bombardeos en las que no hay quien duerma, quizá porque para la opinión pública, el derecho a hacer bulla importa más que el sueño ajeno, la paz de los perros y del mundo entero, y que la pirotecnia mate a unos cuantos cada año, importa menos. Treinta y un días en los que del Dueño del Santo casi nadie se acuerda.
Cada titilar de las luces de Navidad trae a los nostálgicos un recuerdo, sea este precioso o terrible. En el recuerdo precioso, uno se zambulle agradecido y ve el árbol de Navidad que levitaba sobre una montaña de juguetes envueltos en papel multicolor, el abrazo de papá, el ciruelo de cuya copa saltó segurísimo de poder volar porque era el tiempo en que uno se lo creía todo. Los recuerdos terribles, las caídas hondas de los Cristos del alma, embisten después, y, a puro instinto de conservación, uno evoca el tacto de una mano áspera, grande y cuadrada, tan amada, y allí se acurruca, como hacía cuando la única alegría era la auténtica y la sonrisa impostada no existía.
Se apiada entonces el espíritu y susurra al oído de los nostálgicos, alegría auténtica y sonrisa limpia. Alegría auténtica y sonrisa limpia, repite, y ellos buscan, buscan, buscan y en la vorágine citadina del mes de diciembre consiguen encontrar unos cuantos pares de ojos luminosos, luceros llenos de ilusión de cuatro gatos rarísimos y de otros cuatro gatos pequeñitos que esperan al Niño Dios y a Papá Noel portándose bien. Han de ser los poquísimos adultos sabios que nada exigen, y los niños chiquitos que siguen habitando el tiempo en que la alegría es auténtica y la sonrisa impostada no existe.
Al hallar a su tribu, los nostálgicos bajan la guardia, comienzan a sentirse a sus anchas y su propia alegría reaparece, natural, sin libreto. ¡No sabes lo que pasó anoche!, cuenta uno de ellos un día a una niña sin que nadie se lo exija, ¡soñé con Papá Noel! quizá no fue un sueño y de verdad lo vi, especulan y se explican, el asunto es que cuando desperté, encontré tres vestidos lindos, bien puestecitos sobre el sillón de la sala, son muy chiquitos para ser para mí, Papá Noel debe haberlos dejado para ti y seguramente no los envolvió porque son tan bonitos, que le dio pena cubrirlos. Brillan los ojos limpios de la niña que al día siguiente llega apuradísima, entra a la sala y ve los vestidos encima del sillón, brillan purísimos como brillan los ojos de los niños frente al amor. Toma cada vestido, lo superpone sobre sus hombros y da una media vuelta feliz, ¡tiene unicornios y arcoíris!, nota, porque tiene ojos y ve. Y el Niño Dueño del Santo comienza a renacer.
Se conmueve el nostálgico imaginando que cuando la niña crezca, el recuerdo de los tres vestidos con unicornios y arcoíris que Papá Noel no quiso envolver porque eran demasiado lindos, formará parte de la colección preciosa en la que ella buscará refugio cada diciembre de su adultez. Se emociona el nostálgico, comprobando que acaba de ascender en el escalafón del devenir circular de la vida. Se alegra el nostálgico y el Niño Dueño del Santo sigue renaciendo.
A propósito de los ausentes en Navidad, un señor de manos ásperas, grandes y cuadradas, me escribió un día: “¿Quién puede afirmar que el solo pensamiento no es capaz de reunir a las personas? Veámoslo así, hijita querida, nuestros amados están con nosotros, los bulliciosos o voluminosos alternan sin saberlo con los que no pueden estar por la distancia y también con los ausentes apacibles hechos de puro sentimiento… Son nuestros, somos de ellos. A los amados ausentes podemos sentirlos también, ningún fenómeno físico puede evitarlo”.
Gabriel García Márquez decía que el amor es la mejor cosa que se ha inventado.
Feliz Navidad.















