Avanzaron en lancha a través del turbulento azul.

Lucrecia tenía dedos de hielo, pero no dejaba de sacar fotos, esa era su misión. Y debía repetírselo muchas veces para no tirarse de la lancha y nadar vaya a saber uno cuántos kilómetros hasta Barra de Valizas, donde había estado 'hippiando' desde el comienzo de toque de queda mundial, cuando quedó varada en el rincón más europeo de Latinoamérica, junto a Willa, una de esas mujeres que tenían todo lo que querían de la vida y se volvían objeto de deseo rápidamente.

Tan rápido que no supo en qué momento sus mejillas se transformaron en dos grandes cerezos jugosos, acuosos, y el resto de su cuerpo era algodón de azúcar en día de circo. Se lo acababa enseguida y nunca le era suficiente.

Todo rápido, todo intenso, caprichosa, casi algo, casi nada.

Que te pudras en el infierno, Willa, en un infierno de hielo para que no puedas usar trajes de baños con moñitas de colores, ni hacer strapless frente a Maquiavelo, ni tomar té helado en la playa.

-Te odio.

Willa la miró, sonrió sin sorpresa y le hizo un gesto para que fotografiara a los lobos que se veían a lo lejos, en la costa de la isla. La Isla de los Lobos era el punto más austral de todo el país y tenía el segundo faro más alto del mundo, solo esa premisa sonaba interesante para hacer una sesión de fotos y agregarle algún que otro párrafo que dejase tranquilo al editor.

-¿Hueles eso, Lu?

-¿La mierda de Lobo?

-Es olor a naturaleza. Siéntelo.

-Se sentía más rico en mi cabaña.

-Te prometo que esto vale la pena —miró el cielo y calló un rayo—. A mí lo único que me preocupa es el clima, el noticiero dijo que iba a haber sol. Yo no veo sol, solo veo tormenta. Nelson, ¿ves sol?

Claramente no lo veía. Ni Nelson, ni Robert, ni nadie en todo el país. Había una sombra rondando ese día, además, era dieciocho. Nelson tenía la superstición que los dieciocho la suerte se retiraba y le dejaba el camino libre a la calamidad para que lo pusiera a prueba.

Él no quería ser puesto a prueba, él quería ir a cumplir con su quincena al faro, encerrarse dentro, que no lo acecharan las sombras y que esas dos europeas se fueran muy lejos, que regresaran a su primer mundo. Sobre todo, lo último.

-Pero si querés saber el clima, mirá el informativo brasilero, o le preguntás a algún surfista, ellos siempre saben. —Robert le contestó a Willa, porque Nelson era muy apegado a su silencio.

Willa, Lucrecia y los dos fareros desembarcaron en el muelle de la isla, apabullados por el sonido de los lobos y la curiosidad de sus cachorros. Los hombres que iban a ser relevados de su puesto esperarían a que las jóvenes terminaran de fotografiar, y de hacer medio millón de preguntas, para luego volver con ellas al puerto de la capital.

Armaron un mate y se sentaron en algo que quería ser un comedor, pero era todo menos acogedor. Robert les prendió el fuego, pero ni así, el frío estaba más allá de la sensación térmica. Y mientras charlaban, el sol se iba extinguiendo afuera y se veían relámpagos allá donde empezaba la Antártida.

Debían ser las cuatro de la tarde, pero no era nada, no se explicaba tanta negrura.

-Además de ustedes, ¿hay más personas en la isla?

Silencio.

-Gente, gente… No. Puro bicho.

Silencio.

Lucrecia estaba apartada del resto fotografiando desde la ventana y los interrumpió para pedir que la llevasen al Faro, más allá de los infinitos escalones y el vértigo. No había muchas ganas de subir. Robert no dio explicaciones, pero Nelson habló con su habitual tozudez: que los lleve Robert, yo no salgo más hoy. Las europeas quisieron saber qué tenía de diferente ese día, pero recién lo supieron cuando estaban subiendo las escaleras.

-Nelson dice que tiene que ver con el siglo XIX, la batalla del dieciocho de mayo, que haya nacido a las 18, el triple seis del diablo y no sé cuántas cosas más. Pregúntenle ustedes.

-No sé si te has dado cuenta, pero él no habla mucho.

Es que el camino hacia la cima era como subir el castillo del Medioevo, el de los ocho o doce metros de alto, el de Hamlet, el de los cuentos de Horace Walpole. Casi no había luz, la única guía contundente la llevaba Robert adelante, lo demás eran vagos destellos amarillentos. Lucrecia debía hacer un gran esfuerzo mental para concentrarse en mantener la calma, en que los sesos no se le salieran por la boca, en cambio Willa no dejaba de parlotear, era su oficio. Pero ella también sentía ese escalofrío que le estaba haciendo temblar las manos a Robert, mientras intentaba recordar en qué momento se había subido a la lancha, o si quiera se había comunicado con esas extrañas, Willa, Lucrecia, europeas, sí, pero ¿cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? Estaba empezando a dudar si siquiera había salido de esa isla alguna vez.

-Se quedan acá adentro, no pueden salir por el viento.

Parecía el fin del mundo, pero era solo el fin de ese paisito.

Foto de la costa Esteña. Foto de la nariz de Willa. Foto de altamar. Foto del interior del faro. Foto de la sombra de Robert. Foto de los lobos difuminados en la cerrazón. Foto del muelle de la isla. Foto del muelle de la isla. Foto del muelle de la isla otra vez.

Lucrecia vio la foto y vio el muelle. No había lancha por ningún lado. Vámonos.

Bajó rápido tanteando las paredes en la oscuridad. Willa la siguió y detrás iba Robert con la luz, soltando una serie de advertencias sobre caerse en las escaleras y romperse el cuello con el quinto escalón, a lo que Lucrecia respondió con blasfemias en francés.

-A mí algo me huele mal.

-Son los lobos.

-¿Por qué se llevaron la lancha sin nosotras?

-Ahora llamamos y traen otra.

-No es como pedir un taxi.

Dicho eso, de verdad hubo silencio. Los tres pensaban cosas que no debían decir, como que parecía que hacía días que estaban ahí, tal vez una semana, dos ¿cuánto? Pero no era posible. Cuando llegaron abajo fue como el final de una obra, Willa y Lucrecia habían abandonado sus máscaras de periodistas, y Robert ya no representaba al farero pintoresco. El fin de la función. Ahora eran solo ellos desnudos ante el vacío y la extrañeza.

La aguanieve los congeló cuando cruzaron el patio que separaba la entrada del faro y la de la casa de los cuidadores. Adentro, aún estaba encendido el fuego, pero nadie lo cuidaba. Buscaron a Nelson en todos los sitios posibles, pero nada.

-Él no rompe su rutina un 18.

-¿Y si se asustó y se quiso ir?

No se lo confesaban mutuamente, pero una masa amorfa de penumbra los tenía agarrados por los hombros y no los dejaba escuchar nada. Se había silenciado el mundo de afuera y el de adentro. Sus pensamientos se apagaron, como si la consciencia hubiese abandonado el cuerpo.

-¡Nelson! —El grito se perdió en el murmullo del océano Atlántico— ¡Nelson! ¡Volvé!

Lucrecia hizo arrugas de sus ojos. Las olas rompiendo en la costa comenzaban a parecerse a cráneos despedazándose sobre las rocas. Era una sensación potente. Cuando volvió a mirar, supo que el sol se había extinguido totalmente detrás de la densidad del cielo ¿y quién la iría a buscar? Tuvo el impulso de salir nadando porque ya qué más daba.

-Cierra eso.

Willa trancó el pasador de la puerta y quedó tiesa ante la certeza irrevocable de que volvía a verse atrapada. Hizo consciencia del círculo vicioso de reclusiones en el que estaba inmersa: la vida terrenal, Uruguay, la isla, la casa, ella misma. Todo giraba, por ende, se repetía infinitamente. La cara de Lucrecia, Robert, la estufa. Círculos. Espirales sin fin. Una sombra que merodeaba la casa… ¿En qué círculo del infierno estaba? Se miraron con Lu, algo centelleó en ella.

-Tengo que volver.

Lucrecia corrió al muelle y pronto dejaron de verla.

-¡Ey!¡Lu! —gritó sin el coraje de ir tras ella, estaba atada a las baldosas.

-Dejála, no puedes seguirla.

-¿Qué dices?

No quería entender lo que sucedía, no tenía la mente como para desmembrar las palabras de Robert, y encontrar en sus viseras calientes alguna verdad irreversible. Era irónico, Willa no le hizo ninguna pregunta, sin embargo, Robert habló, porque la situación no ameritaba dejar asuntos para un mañana improbable.

-Allá afuera está raro, los naufragios y la falta de gente dejó como una macumba, un hoyo, una cosa que se come a los muertos. Me duelen los huesos de estar acá, ¿usted no siente la humedad en los huesos?

-Algo así, sí.

-Hace meses que la tormenta se viene aguantando, no sé cómo puede estar tanto tiempo el cielo todo negro y sin llover. Bueno, no, meses no, pero puede que un par de años sí.

Willa escuchaba desde el piso, pegada a la puerta trabada y muriendo de frío. Reparaba en como la laguna mental de su cerebro iba creciendo y se engullía los recuerdos uno a uno, y lo que Robert le decía no tenía ningún sentido para ella ¿En dónde estaban los otros hombres y por qué no la habían esperado? Ni siquiera había alcanzado a verlos, en ningún momento se había cruzado con ellos ¿Y si Robert le estaba mintiendo y todo eso era el juego de un sociópata? Quizás Nelson estaba esperando en el baño el momento justo para atacarla, pero el rostro del hombre apareció por una de las ventanas, mojado y tambaleante.

Quiso entrar. Nadie le abrió. Entonces golpeó las paredes y se desesperó tanto que se le fue la voz en un grito sordo.

Su aspecto era desgano puro, llevaba los ojos desorbitados, no era digno de confianza, nadie era digno de nada. Nelson desaparecía y volvía a aparecer cada tanto, hacía unos golpecitos en la ventana y esperaba una pizca de piedad. De verdad que ese era el día más dieciocho de todos los dieciochos existentes.

Él solo recordaba haber visto el muelle y sentir muchísimo frío, un frío húmedo, envolvente. Luego todo se tornó confuso y no recordaba el corto camino hacia la casa, hasta que vio salir a Lucrecia y siguió su estela. Pero al llegar algo había cambiado, lo miraban como si fuese una bestia, prohibiéndole la entrada. Y a él se le salía el corazón por la boca, porque no quería quedar a merced de las sombras de la isla.

-Robert, déjalo entrar.

-Me gustaría, pero lo que anda por allá puede aprovechar a meterse.

-¿Qué cosa?

-La tristeza, no la deje pasar.

-No va a entrar nada.

-¿Entonces por qué está ahí tirada?

-¿Por qué estoy acá tirada Robert, no lo sabe?

-No tengo cómo, pero por favor, no se mueva de ahí, no la deje entrar.

-Nelson llora.

-Ya se le va a pasar, siempre se le pasa.

Nelson se pegó al vidrio con su cara de treintañero sin barba. Estaba lastimado, tenía algunos cortes y su piel había adquirido un color violáceo. Dijo entre dientes que tenía mucho frío, que por favor le abrieran la maldita puerta de una vez, porque ya sabían lo que le iba a pasar si lo dejaban ahí. Pero su compañero hizo caso omiso al ver como Nelson comenzaba a presentar una extraña violencia impropia de él, forzaba la puerta y daba alaridos. Estaba perdiendo el control, era el miedo a la oscuridad.

Se abrió la puerta.

Willa había destrabado la tranca. Solo bastó con estirar un poco su brazo. Se dio cuenta que ya no estaba atada a las baldosas, y que probablemente nunca lo estuvo. Miró a Nelson que entraba para meterse adentro de la estufa hasta el punto de quemarse, mientras que Robert observaba todo como si no estuviese viendo nada ¿dónde estaban sus ojos?

Hasta ese instante no había reparado en la negrura de su mirada, siempre extraviada en lo invisible. Lo alumbró con la linterna. En ese momento se convenció a sí misma de que había tomado un ácido por equivocación, aquello se sentía como una pálida, pero no recordaba haberla comprado, es más, no recordaba mucho desde que la lancha se había encendido en el puerto.

Tenía la foto del faro alzándose en la inmensidad de una tormenta no anunciada en el fondo de su cerebro, repitiéndose infinitamente. De nuevo el círculo. De nuevo el espiral.

Salió a la intemperie llevando la linterna, dejando atrás a los hombres con sus historias escabrosas. La luz del faro giraba como siempre pero solo servía de guía para los marineros. Ella ahora debía ser una marinera, tomaría cualquiera de los botes que tenían guardados en los galpones y se iría con Lucrecia. Eso si lograba encontrarla.

-¡Lu! Tengo frío. No me dejes sola. —Gritó y su voz se perdió en el crispar de las rocas.

Allá, muy lejos, relampagueó el cielo con una luz vivaz que tenía como único fin mostrarle una lancha avanzando hacia el muelle con cuatro personas dentro, dos hombre y dos mujeres.

El oleaje estaba salvaje, sacudía la lancha como si fuera un juguete y en ese baile macabro con el Atlántico, se dio vuelta y desapareció así sin más, como si nunca hubiese existido.

Entonces, recordó, fue como un flash de una fotografía en medio de la oscuridad perpetua. Entendió lo que estaba pasando. Ninguna lancha aparecería, el sol no volvería a salir y no volvería a estar del otro lado del charco, no al menos en mucho, mucho tiempo.

Supo lo que había que hacer, como siempre, en toda su vida siempre fue la que tomaba las decisiones difíciles. No se podía llevar a nadie consigo, Nelson y Robert deberían buscar su propia embarcación. Tenía que tomar uno de esos botecitos a remo y huir hacia donde la tormenta no despedazaba las almas.