En la parte primera de este artículo, comentaba cómo comienzo a hablar del bien y del mal a mis alumnos más jóvenes. Como disparador del tema y para encender el debate sobre la universalidad o la relatividad del bien, muestro una imagen donde hay un número en el suelo y dos hombres observándolo. Intercambian sus ideas de forma acalorada: uno afirma «es un 9» mientras que el otro, ubicado en el lado opuesto, dice «es un 6». ¿Quién está en la verdad? ¿Podemos estar seguros de que el número es un 9 o es un 6, y solo una de esas dos opciones? ¿Acaso podemos acusar a alguno de estar mintiendo?

Como es esperable, el público estudiantil responde a estas preguntas diciendo que los dos hombres están en la verdad, y que son honestos en lo que dicen ver. Entramos así en el concepto de perspectiva, y comentamos también lo deseable que sería que cada uno se esforzara por entender «desde donde» otra persona puede defender una idea distinta de la nuestra (de qué contexto cultural proviene, qué grado de educación pudo recibir, si tiene alguna limitación psíquica o intelectual, entre otros elementos influyentes en el modo de percibir la realidad).

Sin embargo, una vez mencionada la idea de perspectiva y habiendo reflexionado sobre la razonabilidad de tener en cuenta el contexto personal desde donde cada persona percibe el mundo, tomo la tiza y dibujo un tercer personaje. Lo imaginamos junto a los dos hombres, pero este personaje afirma algo distinto sobre el número en el piso: «es un 8», dice. Esta vez, los estudiantes tardan mucho más en responder sobre si el nuevo personaje está en la verdad o está en el error.

Es difícil saberlo a ciencia cierta, pero intuyo que mis alumnos sienten miedo, o vergüenza, de decir que «es un ocho» no puede ser verdad. Quizás temen que afirmar que algo sea verdad o que sea falso significa unirse al bando de los intolerantes, los dogmáticos o los impositivos que aterran a (y en parte originan) nuestra cultura posmoderna. Así que les lanzo de nuevo una pregunta anterior sobre el «Señor Ocho»: ¿está necesariamente mintiendo? «No», es la respuesta general de mi auditorio. Con esto queda registrado implícitamente que ninguno de nosotros se adjudica el derecho a juzgar las intenciones de otra persona, y que cada quien responde a un cúmulo de factores (contexto cultural, psiquis, elecciones, etc.) que nos son ajenas. En otras palabras, que decir «cierta persona está equivocada» no significa creer que se es moralmente superior a ella. Con fortuna, será el primer paso para resarcir cierto desconocimiento actual sobre las opciones intelectuales de las que pueden hacerse los que discrepen del relativismo filosófico (que afirma que todas las opiniones pueden ser verdaderas al mismo tiempo o, lo que es lo mismo, que no hay afirmaciones más verdaderas que otras) sin tener que recurrir a la opción del dogmatismo intolerante.

Ahora bien; el error o la verdad del ocho es fácil de defender cuando se cuenta con la evidencia empírica al alcance de la mano. No obstante, la cuestión de las percepciones personales sobre la realidad se vuelve más compleja cuando el objeto de discusión ya no es una forma tangible en el piso sino un concepto moral. No lleva demasiado tiempo marcar como errada la idea de quien afirma que el número 6 o el número 9 es un 8. Pero cuando lo que está en juego son afirmaciones que defienden una práctica cultural generalizada, la discusión entra en un terreno pantanoso.

La imagen que expongo a los alumnos para caracterizar la complejidad de la verdad moral muestra a un indígena a punto de realizar un sacrificio humano. Empuñando un cuchillo sobre su víctima, que está atado de pies y manos, le asegura: «No es nada personal; es solo parte de mi cultura». La víctima, a su vez, responde que en su cultura lo que está bien es vivir.

De nuevo una lluvia de preguntas al público estudiantil: ¿quién tiene la razón? ¿Está bien matar a otra persona? ¿Están aceptando la opinión ajena? ¿Quién gana cuando las opiniones, con supuesta igualdad de verdad cada una, son opuestas? Y, la última, ¿tendría yo derecho a detener al que está por realizar el sacrificio? Las contestaciones son variadas, pero entre los que creen que no es válido intervenir el argumento unánime es el de la cultura particular.

La razón por la que el título de este texto implica a Friedrich Nietzsche es porque fue él más que nadie quien vaticinó la muerte de los valores universales que acontecería en el siglo XX. Su famoso aforismo «Dios ha muerto» de La gaya ciencia (1882) no habla solo de religión sino de los trascendentales del ser, en lenguaje filosófico. A saber, el bien (Bonum), la verdad (Verum) y la belleza (Pulchrum). Quizás, lo que Nietzsche no llegó a describir es la sacralización de otra realidad que reemplazaría a la trascendental: la cultura. Ni que en el afán de proteger la riqueza de sus distintas manifestaciones, se la concebiría como un ámbito vedado a la crítica intelectual, una esfera vallada con la cerca de la llamada tolerancia que la resguardase de quienes intenten juzgar alguna de sus prácticas como buena o mala.

Un ejemplo reciente que evidencia la actualidad de este fenómeno es el del jugador de fútbol iraní Amir Nasr-Azadani, que fue condenado a pena de muerte en la horca por apoyar protestas en contra del maltrato hacia las mujeres de su país. Frente al repudio social que generó la sentencia, Irán la modificó a 26 años de cárcel; pero sus compañeros de condena no corrieron la misma suerte.

No creo arriesgado pensar que la modificación de la sentencia del futbolista (y no la de sus compañeros) se debió a la visibilidad que el caso adquirió al tratarse de un participante del coincidente mundial de fútbol de Catar, y también quizás al hecho de que el jugador representa un valor defendido por la mayor parte de Occidente: la igualdad de derechos de la mujer. Es dudoso que la modificación se haya debido a una repentina concientización por parte de Irán sobre la objetividad de los derechos humanos o sobre la universalidad de la dignidad femenina.

El enfrentamiento que suscitó el caso de Amir entre las verdades morales de un país asiático y las verdades morales occidentales, y la discusión sobre si es válido emitir un juicio de valor sobre la condena al iraní, retoma el hilo comenzado por los sofistas y Platón, en la Antigüedad griega. Mientras el sofista Protágoras1 defendía la versatilidad y la subjetividad de la verdad, del bien y de la Belleza, el autor de la Apología de Sócrates construyó su pensamiento sobre la creencia de que existen principios universales cuya verdad no depende ni de una opinión personal ni de una práctica cultural particular.

Para nosotros, el caso de Amir nos invita a profundizar en la pregunta por la existencia o ausencia de verdades universales (como el derecho a la vida) y si estas valen más que una práctica cultural particular. Si fuera este último el caso, cabe creer en una justificada crítica e intervención, como mínimo conceptual.

Notas

1 Protágoras de Abdera (485-411 a. C.) fue amigo de Pericles e impartió clases en Atenas. Es el autor de la célebre sentencia «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto que no son», representando de esta manera al subjetivismo y al relativismo filosófico. Platón se opuso vehementemente a la idea protagórica de que no existen verdades universales y plasmó muchas de sus críticas en el diálogo Teetetos.