Resulta un desafío hablar del bien y del mal en el siglo XXI, y cuando el público es adolescente se trata de una auténtica aventura. En el curso de Ética que dicto hace un par de años a alumnos de edades entre 16 y 17 se repite un reto pedagógico: ¿cómo valorar la genuina pasión que sienten los jóvenes estudiantes por la subjetividad, por el mundo de las emociones individuales y de la opinión propia, y al mismo tiempo hacerles notar el aporte del raciocinio en su argumentación? ¿Cómo respetar su arrebatada defensa de la autenticidad personal y al mismo tiempo afinarla con la prudencia intelectual que otorga, además de los años, la aplicación de principios lógicos fundamentales al pensamiento humano?

Como profesora de una asignatura humanística, busco que los alumnos desarrollen la capacidad de pensar su realidad de forma crítica. Esto implica observar lo que los rodea por el lente de ciertas preguntas esenciales. Por ejemplo: ¿qué opiniones morales, filosóficas o estéticas predominan hoy? ¿Cómo se manifiestan estas en la publicidad, en las series de televisión, en la vestimenta, en los «ídolos» de moda? ¿Qué ideas se consideran políticamente correctas, hoy? ¿Qué ideas recibirían repudio social? ¿En qué aspectos la manera actual de pensar nos enriquece como sociedad y me enriquecen a mí mismo? ¿A qué problemas puede llevarnos el pensamiento predominante actual? ¿Hay alguna opinión en que todos estemos de acuerdo?

En el afán de motivar estas habilidades intelectuales evito comenzar con textos filosóficos y apuesto en vez por imágenes y «casos» que enciendan el debate. La primera imagen que utilizo muestra a dos personas, una frente a la otra, que miran un número dibujado en el piso. Una de las personas dice «Es un 6»; la otra «Es un 9». Efectivamente, esos son los números que cada uno ve desde el extremo en que se encuentra. Cuando pregunto a los alumnos cuál es en realidad el número escrito en el suelo (¿los dos? ¿ninguno?) aparece la palabra perspectiva. Aquí nos detenemos en uno de las conclusiones intelectuales menos controvertidos de nuestra época: muchas veces, la realidad depende del punto de vista desde donde se la mire. Por eso no deberíamos juzgar como «mentiroso» ni asumir intenciones torcidas a quienes afirman que las cosas son distintas a cómo nosotros las vemos.

El verdadero debate comienza con la segunda imagen. En ella, un indígena empuña un largo cuchillo frente al rostro espantado de otro, que está atado de pies y manos a una pira. El del cuchillo le dice «No es nada personal; solo es parte de mi cultura», mientras la víctima responde «En mi cultura está bien vivir». Sabemos que los incas, por ejemplo, para evitar catástrofes naturales o la muerte de un gobernante, realizaban la «capacocha», en la que sacrificaban niñas y niños. Por eso, en este punto, lanzo la segunda pregunta: ¿está bien o está mal asesinar a otro ser humano? Y las respuestas tardan unos segundos más en llegar que las del número en el piso. Vuelvo a preguntarles: ¿deberíamos convencer a los ciudadanos iraníes de que está mal ejecutar a un jugador de fútbol por defender los derechos de las mujeres en su país o, por el contrario, lo correcto es tolerar su convicción de que está bien quitar la vida a quien incurra en moharebeh1?

Cuando F. Nietzsche esgrimió su famosa frase «Dios ha muerto» describía, entre otras cosas, el advenimiento de un clima cultural donde iba a primar lo subjetivo y se desconfiaría de lo objetivo; donde se iba a enaltecer lo particular y se sospecharía de cualquier propuesta que implicara presupuestos universales. Durante la posmodernidad del siglo XX, las filosofías imperantes trocaron La Verdad por mi opinión, El Bien por mi moral y La Belleza por mi gusto. La llamada «muerte de los universales» fue un terremoto filosófico sólo comparable al relativismo que encarnaron los sofistas de la Antigua Grecia. Esta muerte, que tuvo lugar por una serie de razones que ameritan un ensayo aparte, pavimentó el terreno para la sociedad de la tolerancia en la que hoy vivimos, con sus luces y sus sombras.

Notas

1 En diciembre de 2022 se conoció que Amir Nasr-Azadani, futbolista iraní de 26 años del Iranjavan FC, fue condenado a pena de muerte en la horca por apoyar las protestas a favor de las mujeres en su país. Finalmente, se lo condenó a 26 años de cárcel, aunque varias personas con la misma acusación no corrieron la misma suerte.

El cargo imputado sobre Amir Nasr-Azadani, y que valió la vida de varias personas en Irán, es el de «enemistad con Dios». «Desde el punto de vista del régimen de la República Islámica de Irán, que se considera la representación de Dios sobre la Tierra, si hay un movimiento, un grupo o un individuo que quiera cambiar ese régimen, de por sí están haciéndole la guerra a Dios y por ende son automáticamente acusados de mohabereh», explica el editor en jefe del Servicio Persa de la BBC. Tomado de En qué consiste el moharebeh, el delito contra Dios por el que Irán está ejecutando a manifestantes.