Cierro los ojos y mi abuela se me aparece por todos lados: en mis proyectos después de ella, en los rinconcitos y el olor de su casa, en las historias contadas, en los secretos guardados y en los sabores que me hablan de su infancia en Uruguay. Este breve ensayo es un intento de sostener su presencia en medio de la inevitable ausencia.

Hace un tiempo se viralizó en las redes sociales un poema en el que la autora decía que su abuela “es como un viejo roble”. Esa pieza lírica proponía el paciente tejido por analogía entre las cualidades de una y de otro. El contraste entre lo duro y áspero de la corteza de ese viejo árbol y lo dulce y suave de sus flores da como resultado expresiones como la siguiente: “Mi abuela es orgullosa, pero sus labios sueltan palabras amorosas y su piel huele fuerte a sabiduría y a miel”.

Este contraste se escribe bajo la forma de una complementariedad entre un exterior hecho por las grietas secas y ásperas del tronco del árbol, y un interior construido a base de la capacidad de producir frutos de una suavidad y dulzura impensables. Y no podría coincidir más. Pienso que una abuela es exactamente eso: una persona que ha transitado por una vida difícil, por momentos triste y no exenta de contradicciones, que ha tenido la capacidad de sentir y dar el amor más incondicional que jamás se hubiese podido pensar. La abuela es fuerte y da suaves frutos con sabor a niñez.

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Perder a una abuela es perder una parte de sí, es caer en la cuenta de que nunca más una va a sentirse como una niña pequeña. Se acabó la niñez, el olor de la casa de la abuela, sus pequeñas y viejas chucherías (testigos mudos y añejos de una vida de recuerdos y sucesos que pasaron mucho tiempo antes de que llegáramos a este mundo) y esa sensación de calidez, de protección y de nido. Perder a una abuela (sobre todo si es la última) no es solamente perder a un ser querido, queridísimo, que nos amó con una incondicionalidad absoluta. Perder a una abuela es también dejar ir una parte importante de sí mismo: la infancia se acabó, pues de ahora en adelante ya no seremos esos niños y niñas que merecen el paciente y amoroso cuidado de la abuela.

Se acabaron esas comidas con gusto a los recuerdos de su propia infancia, en otra época y en otro mundo: esa forma de hacer el arroz con leche y el chocolate caliente que invita a cruzar fronteras, ríos y ciudades, y nos permite viajar varias décadas atrás, a su infancia en el campo en Uruguay. La comida de la abuela era una invitación a conocerla un poquito más, a espiar un ratito en su historia y en su vida antes de una.

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Cierro los ojos y trato de trasladarme a su casa. Esa casa construida desde los cimientos con años de esfuerzo y tenaz trabajo obrero. Armada de a poquito, en la medida en la que el salario lo permitía y, de vez en cuando, aprovechando algún que otro material, puerta o ventana que le sobraba a algún vecino. Mis abuelos fueron colocando ladrillo a ladrillo de forma paciente a lo largo de toda su vida. La raíz de su construcción es el sueño de crear un futuro mejor para los hijos y nietos, y el trabajo extenuante y, a la vez, incansable para lograrlo.

La casa de la abuela no será el lugar más cómodo del mundo, pero es ese espacio en el que una está dispuesta a adaptarse, a esperar pacientemente a que la vayan a buscar o suceda lo que deba suceder, a habitar una cierta incomodidad con los aires de niñez que sean necesarios para estar ahí y disfrutar de ese regalo que es ser nieta. La casa de la abuela es un refugio contra la hostilidad del afuera, es entrar en un mundo que es un poco nuestro, pero no del todo, porque si bien hay objetos e historias que conocemos, en muchos casos es únicamente por el relato de quienes nos antecedieron. La casa de la abuela es un espacio tan familiar como extraño que nos invita a explorarlo y a conocerla aún más a ella y a nuestros padres, que también fueron niños dentro de esas mismas paredes y entre esos mismos objetos. Ese nexo atemporal que une infancias entre generaciones sólo es posible a través de la abuela, su casa y sus recuerdos.

Es ahí que podemos soñar con cómo habrían sido ellos cuando eran como nosotros.

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En el barrio de la abuela somos personalidades famosas. Las vecinas se acercan, nos dan sendos besos y abrazos, nos elogian por lo grandes que estamos, y se alegran por nuestros logros. Allí todos parecen conocernos y estar al tanto de cómo nos va en la escuela, la facultad o el trabajo.

A la abuela se le infla el pecho de orgullo al contar nuestras cosas a las vecinas y por lo grandes y lindos que estamos. Ir a hacer los mandados con la abuela del brazo es como participar de un desfile donde se van sucediendo los lugares frecuentados cotidianamente por ella: el kiosco de Norma, lo de Alfredo y Doña Nina, la casita de Don José con el gallinero atrás y la tiendita de Gerarda. Los comercios tienen nombre propio y cuentan la historia de los inmigrantes que llegaron de diferentes lugares del mundo y regiones del país para instalarse en el barrio y construirlo desde cero, a fuerza de un trabajo tenaz e incansable, y movidos por la esperanza en un futuro mejor. Recorrer el barrio de la abuela es caminar por una diversidad de historias no contadas, que se hablan en distintas lenguas y con diferentes acentos, y confluyen en esas callecitas de Monte Chingolo.

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Uno de los últimos regalos que le hicimos a mi abuela fue un perfume. Ese frasquito es una de las pocas cosas que me animé a quedarme cuando hubo que vaciar su casa. De ese proceso no pude participar, no fui tan valiente. Yo, que siempre estuve a la cabeza de las cosas que hay que hacer, no tuve la fuerza suficiente para ir a vaciar esa casa repleta de recuerdos y de olor a ella.

Hace poco, a casi a diez años de su partida, volví a ver su frasquito de perfume dentro del placard y me animé a sacarlo. Lo destapé y lo olí: mi corazón se rompió en mil pedazos. Mi abuela, una vez más, estaba ahí a mi lado sosteniéndome, como lo hizo siempre. Unos días después, para una ocasión especial, me animé a usarlo por primera vez. No me lo puse en el cuello y en las muñecas como suelo usar los perfumes, sino sobre el pelo y los hombros. Un perfume que es testigo invisible de su eterna presencia. Es por eso que la única forma en la que pude usarlo es alrededor de mí, como estuvo mi abuela de manera constante a lo largo de toda mi vida: como una presencia silenciosa e incondicional siempre dispuesta a acompañarme, con orgullo, en aquello que yo decidiera hacer.

Los años pasaron y ya no soy una niña. Hoy sé que mi abuela cometió muchos errores y que era tan humana como cualquiera. Hay algunas cosas que entiendo y otras que no, y también me pregunto si es realmente necesario –o incluso posible– entender todo. A fin de cuentas, no somos otra cosa más que lo que dejamos en los demás. ¡Y la pucha que mi abuela dejó un mundo de vida floreciente detrás de sí!

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