¿Qué une a una jirafa con una ameba y a un pingüino con un tomate? ¿Qué enlaza a un rinoceronte con un pulpo y a un naranjo con un oso polar? La respuesta es relativamente sencilla: es la vida... el discurso más complejo del Universo... Y no podemos cerrar este discurso tan complejo, rico y automodificable con definiciones y búsquedas de sentido, sin violentarlo y falsear su contenido y expresión: la vida no tiene sentido porque no lo necesita para tenerlo: la vida es sin propósito.

Debemos fluir con la vida: dejarnos llevar de la mano con plena confianza en la imaginación y creatividad de la vida... después de todo, de lo que se trata, es de ser una palabra acertada, un giro feliz, una metáfora afortunada como parte de un gran poema que desde hace millones de años viene escribiendo nuestro mundo y, con él, el Universo entero... y a los poetas -como poeta es nuestro mundo- no hay que importunarlos con definiciones mientras escriben.

Por esta razón es que no trataremos de encontrarle límites, fines o definiciones al hecho poético. Por un lado, creemos lícito llamar a toda obra de arte poesía, en la medida en que poiesis es la palabra griega para «producir» o «volver objetivamente real» a algo que es subjetivo, mental o espiritual. Y, por otro lado, no nos parece correcto ajustar a algo que es final, como una definición, una cosa que no puede darse por terminada, acabada o agotada jamás... aunque no exista ya el ser humano que la elevara al plano de la conciencia y aunque haya dejado de existir el ser humano como especie. En efecto: sus palabras seguirán en su ausencia: la inmovilidad de la inexistencia es la danza del ser.

Decía Hermann Minkowsky en su charla para la Sociedad Alemana de Científicos y Médicos (y antes de que Einstein tomara su idea del espacio-tiempo): «La línea del universo está constituida por todas las sucesivas ubicaciones de un objeto en el espacio-tiempo. Representa toda su existencia. Si el objeto permanece inmóvil, los valores de las coordenadas x-y-z (las tres dimensiones del espacio) no cambian, pero sí lo hace el valor de t (la dimensión del tiempo). Un objeto inmóvil se desplaza en el tiempo». El punto inmóvil no se mueve en el espacio, sino en el tiempo. El punto inmóvil danza.

Pensemos ahora en un bailarín de la palabra, en un poeta: es como el escultor que trabaja el tiempo, recordando al célebre texto de Andrei Tarkovski sobre poética del cine: «Esculpir en el tiempo», lo kinético esencial, como es el cine, tratado como una escultura, epítome de la inmovilidad. El poeta, el artista, está atrapado en un espacio inmóvil: el movimiento es nuestro desplazamiento en el tiempo, en el eje t y no en los ejes x, y o z. No vamos a, ni venimos de: sólo bailamos.

Estamos atrapados en una red... una red de características muy especiales. Una red que vive, como nosotros, del tiempo pero que ocupa todo el espacio. Pero como, a su vez, sólo se vive en el presente en el que los fenómenos biológicos se dan -no hay vida ni un instante antes ni un instante después del instante sin tiempo en el que se vive-, esta red de espacio con dinámica cero es de dinámica eterna en el eje del tiempo. Deambulamos por una telaraña multidimensional que se autosostiene y se autoafirma.

Red de redes

La función consciente de nuestra mente tiene, como único objetivo, la obtención de algo: una cosa, una idea, un sentimiento, ve su objetivo -lo que Gregory Bateson llamó «el propósito consciente»- y se propone agarrarlo, vive en el mito de la posesión. Para poder tener la función consciente ha reducido el continuo natural y sistémico que nos rodea a una serie de cosas a tener: no se puede tener aquello que no está cosificado y que puede ser «agarrado» por la mano o por la mente (la mano invade la mente que ella misma, evolutivamente, desencadenó -Ver La Palabra-). Una vez que algo es obtenido, buscará darle la sistematicidad que intuye armoniza las demás cosas y a eso lo llamará ciencia... pero como la realidad necesita diferenciarse para poder informarse, nunca la ciencia atrapará una verdad ya que para generar las «cosas», debió antes perder de vista la unidad sistémica del mundo.

El propósito consciente nada sabe de entramados, de redes. Cuando, en nuestro accionar, nos guiamos por la función consciente, empezamos a destruir una red infinita y siempre diferente, de relaciones que mantienen al Universo integrado consigo mismo de un modo armonioso, dinámico e irrepetible. Apostar a la consciencia como único recurso de vida, es apostar a una relación patológica con el entorno. En cambio, dejarnos llevar por la idea de totalidad que aportan las religiones, ciertas filosofías o el arte, negándose a participar de pleno en los fenómenos conscientes, nos asegura una chance más de sobrevivir con una calidad de vida superior. ¿Y en qué consiste esa «calidad superior»? en dejarse registrar por el Todo. ¿Y qué es ese Todo? Es la red de pertenencia que nos asume como propia y que nos hace poetas de nuestra vida consciente. Es que el poeta crece en la realidad que crea, como la araña que lo hace haciendo su tela: cuando la mosca cae en la red no importa dónde esté la araña, ella se entera de la presencia de la víctima. ¿Dónde comienza la araña? ¿en sus patas, en la tela o en la mosca? Se trata de una realidad poética y el poeta vive en ella con absoluta normalidad, exactamente igual que cualquier consumidor de ficciones positivistas, quien cree que, efectivamente, todo es ficción. Para el poeta, sin embargo, todo es creíble... todo es literatura. No se trata de una falsía que esconde lo «real» sino que vive esa «falsía» con el filtro del símbolo, de la metáfora o de la fe. Así es como el mundo real, sin llegar a ser verdadero, se acerca a la Verdad por el camino de lo sagrado, de lo que debe ser respetado porque todo se percibe perteneciendo al Todo...

Alguna vez escribí:

Acerca del ver y la nada

No nos es dado el ver
otra cosa que no sea el misterio,
dijo Escoto Erígena:
la cosa que no es
y que en su vacío se presenta
huyendo de la mente
que la presiente y menta.

No nos es dado el ver
otra cosa que no sea
el vacío del silencio
y el silencio del espacio,
vacío que nos espera...

Palabras, voces cercadas
por sueños terribles e inciertos... pero... ¿Quién querría la Verdad teniendo el Secreto?
¿Quién la palabra, teniendo el Silencio?
¿Quién la revelación, teniendo el Misterio?
No ser para poder darlo todo,
ese es, del Amor, todo el enigma...
Del Verbo, extraer el vértigo...
de la Muerte, la flor...
de la Piel, la herida...

Hacer el fuego de la palabra callada
y sentir el frío de no ver más que las llamas...
El conocer se ahoga en lo que no siento:
saber es saber que le duele a la Noche
significar tanto en un templo de ciegos.

Ciegos ante lo que es no siendo... y que, para nuestra desgracia, no podemos dejar de seguir viendo. Estamos estancados en la Red de Indra: la red de redes.

Indra

Indra es un dios védico -anterior al hinduismo- que era hijo de Diaus Piter, el «Padre de los Cielos», y entre sus armas contaba con una red infinita que era, a su vez, conceptualmente transfinita: infinitos infinitos.

Tejida con sutiles hilos (a veces de telaraña, otras veces de seda), en cada cruce de esos hilos se engarza una piedra preciosa perfectamente pulida. Tan pulida que era capaz de reflejar a todas las demás joyas de la red: el infinito número de joyas reflejaba la infinidad de joyas. Pero cada joya reflejada era reflejada reflejando la infinidad de joyas... y así hasta el infinito, infinitas veces. En esta formulación mítica hay una red inicial, pero sólo existente en el mito, no en el Hombre que está atrapado en ella ya que vive entre reflejos de infinidad de reflejos.

Dice el Atharva Veda: «Este gran mundo es la red de poder del poderoso Indra, más grande que los grandes. Por esa red de Indra ilimitada, mantengo a todos esos enemigos con la cubierta oscura de la visión, la mente y los sentidos». El resultado del entrampamiento en la red es Maya: la ilusión, la magia. Afirma Augustus Le Plongeon que Maya, además de aparecer como la hija del Atlas griego en las Pléyades (Tauro) y entre los romanos como Maya, la madre de los dioses. Aparece Maya en América como la Cruz del Sur, tras la llegada de las lluvias en el sur de México y en Nicaragua: «Los antiguos astrónomos mayas habían observado que a comienzos de mayo -que debe su nombre a la diosa romana Maya- la Cruz del Sur aparece totalmente perpendicular por encima de la línea del horizonte. Éste es por qué la Iglesia católica celebra la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz en el tercer día de ese mes, que se ha consagrado particularmente a la Madre de Dios, la Dama Buena, la virgen Ma-(r)-ia, o la diosa Isis antropomorfa según el Obispo Cyril de Alejandría». De este modo el efecto de «Maya» que aparece en la red de Indra es, tras sucesivos «rebotes» en Asia y Europa, como el nombre de toda una civilización mesoamericana. El nombre sánscrito (o escritura santa) Diaus Piter terminó como el griego «Theos» en el náhuatl Teotl o en nuestro cristiano «Dios Padre» ... Y así funciona el mundo de reflejos que van y vienen entre significados... algunos cercanos entre sí, otros lejanos.

Todo en el Hombre es reflejo de otra cosa: las «cosas», fantasmas del sistema nervioso, son reflejo de las «cosas» que agarran las manos, así como las «causas», palabra de la que deriva «cosa», llenan de causas a las cosas y de cosas a las causas. Y todo es un trabajo tan inútil como el trabajo de Sísifo: el amante de Mérope, la hermana tonta de Maya: la estrella que apenas brilla en las Pléyades.

Lo «importante», lo «serio», lo «racional» suele centralizar el foco de nuestra mente egoica, pero siempre será una comunicación neurótica con el otro y su correspondiente mundo de cosas importantes, serias y racionales... y al final, nadie termina entendiendo a nadie, porque terminamos enredados entre significados y pretensiones de significados. Tener la razón es, así, el epítome del enredo y en él, de la culpa... de la cosa y de la causa (la culpa) de todos nuestros males. Mientras que, por otro lado, buscar la sinrazón será liberarse en Maya. En ese mundo trabaja el poema. La poesía es reconocer que el lenguaje es el hogar del ser y no un instrumento de dominio del yo.

La voz de la red

La ciencia fue detectando que la verdad le resultaría por siempre esquiva y que debía ir licuando sus lenguajes: así nacieron las ecologías y las teorías comunicacionales, la sincronicidad y el entrelazamiento cuántico. Que sus «sabios» de la bomba atómica fueron reemplazados por sus «inteligentes» que cambiaron la verdad por paradigmas, llevando al minusválido pragmatismo que hoy tanto encandila: lo tecnológico. Mientras antes la ciencia era «descubrimiento» hoy fascina que cada vez que apretemos una tecla en un aparato, este haga siempre lo mismo: la ley científica que antes predecía el futuro del Universo cedió su reino a su Mérope, a su hija tonta, la tecnología. El futuro grandioso de la verdad científica, desplazado hacia la boba repetición predecible... siempre y cuando no debamos llamar al técnico...

¿Qué cosa une a una jirafa con una ameba y a un pingüino con un tomate? Podemos creer que es la vida o que es nada. Dejar al mundo libre de nuestros espejismos es no buscar la cosa, la causa o la culpa, es dejar que la palabra sea poema y en él que se diga a sí misma. El discurso racional, la tecla que enciende el monitor, el que parece que desenreda nuestro enredo, se maneja con palabras vacías: ningún insecto atrapado en la tela. No dice nada porque es incapaz de decir la Nada: de usar palabras plenas... En poética hay deriva: asombro, fluidez, libertad. Fuera de la poética hay diagnóstico: cosas, causas, culpas. En la poética está la conmoción (moverse con). El yo, duro, tieso, erecto y solitario se espanta ante la metáfora, el sinsentido, el juego de palabras de un poema. Como define Freud al Inconsciente: sin principio de contradicción. Así, en poética, todo puede ser todo... incluso en sí mismo: «En el nombre de la rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo...», reza El Gólem de Jorge L. Borges.

Con la etimología (red de palabras) del término «red» podemos entrever su función que es la de separarnos de lo total: la palabra «red» se origina en la raíz indoeuropea «-ere»: «separado». También del indoeuropeo nos llega la raíz «-tem» que quiere decir «separar» y de la que deriva la palabra «templo». Así, mientras la red nos separa de lo total, el templo nos separa de lo «real» para acercarnos a lo total. La del templo es una red que nos libera y devuelve a las aguas de las que habíamos sido extraídos por la red de Indra... como los 153 peces que con su red atrapan los apóstoles tras las indicaciones del Cristo. Los peces -más allá de la simbólica red zodiacal que connotan- serán alimento de lo santo y sagrado. Por el contrario, la razón será la raza irracional que no reza: la civilización sin sacralidad, atrapada en el reflejo inacabable e inalcanzable de Maya, pero creyéndose libre... Atrapados en la red del deseo del placer absoluto y quimérico. Porque ¿quién querría la Verdad teniendo el Secreto?; ¿quién la palabra, teniendo el Silencio?; ¿quién la revelación, teniendo el Misterio? La palabra vacía, seca, erosionada que dice lo que no vale, enfrentada a la palabra poética que se dice en secreto, en silencio y misteriosamente... la palabra que busca lo profundo, lo fundante, lo ético, lo que vale. La voz de la red.

En la teología egipcia, su multitud de dioses, antes que crear un Universo evitaba su catástrofe, amenazado por el peso del orgullo del Hombre. Y por eso, amparados en la multiplicidad infinita que danza inmóvil en la red del todo, aquella red donde más de 15 mil dioses se enredaban para sostener el mundo. Esa poética (El Libro Sagrado de los Muertos está escrito en versos) divaga entre nombres para volvernos sagrados y desligarnos de nuestro propio peso: nos es dada la poesía para poder dejar de decir «yo soy». Para no usar el lenguaje sino dejarnos decir por él. En lugar de seguir el flujo de reflejos para armonizar con lo real y, conviviendo con lo sagrado, acercarnos a la Verdad, el yo se anquilosa en un reflejo estático que deja de danzar en la quietud de la red y deja de «transmitir» su presencia al resto de esa red: la araña no se entera de que estamos en ella y la vida que une a las jirafas con los tomates nos pierde de vista. El poema se nos extravía: el fluir de los reflejos ha caído en el estanque de Narciso y se ha hecho un reflejo muerto al que ama porque lo libra del ser, imagen de agua estancada sin peso, sin dolor, sin culpa. Reflejo en el que se puede ser un no ser...

La poesía viene, entonces, a reiniciar el ir y el venir del reflejo: descompone nuestros límites fantasmales en el agua inmóvil, tirando al estanque la piedra de la Verdad. Cancela la mentalidad egoísta y nos abre a la plenitud del existir. Atados a una idea de límites, de cosas, de causas y culpas en nuestro mundo cotidiano -la imagen estancada-, también se nos prohíbe el goce del texto que proclamara Barthes: por tener que hacer no podemos ser en el texto piel de la lengua. La poética es, en cambio, un camino por el que podemos dejar de tener que hacer para poder a-ser (no ser) y gozar del placer de liberarnos de la tiranía del Yo.

En cada poema bien escrito hay una historicidad del Bien y de reflejos todavía increados. Una historia ejecutante y fe/haciente. En cada poema hay Hombres que dejaron de sentir por aquello que escribió Leopardi: Peri l'inganno estremo ch'eterno io mi credei(«por el engaño extremo de creerme eterno»). Ahora, entre esos mismos versos, podemos creernos verdaderos, vitales y mortales... y ser aquellos que abriremos la puerta de nuestros sepulcros para que escape por fin el Verbo y su dignidad amorosa, que nos hará como esos dioses bailarines que tanto extrañaba Nietzsche... como esos lápices que danzan sobre los hilos de la red de Indra escribiendo el poema siempre inaugural de nuestras vidas.