En el principio fue el pie. La bipedestación humana, para muchos biólogos, es una adaptación tan o más peculiar que el desarrollo mismo de la autopercepción. Se considera que la formación del pie llevó a la liberación de las extremidades de la cintura escapular, y las manos fueron ganando en complejidad neuromuscular. Sumado a todo esto se desarrollaron las nalgas que, a modo de giróscopo, le dieron al cuerpo una estabilidad en movimientos hasta ese momento prohibidos para cualquier antropoide. Por su lado, el desarrollo de la masa muscular de los miembros de la cintura pélvica -las piernas- se fue sumando al conjunto de cambios evolutivos produciendo, por un lado, la reducción de la estructura ósea en relación a la boca -cuyas posibilidades y exigencias mecánicas fueron reemplazadas por las manos- y el desarrollo neurológico para coordinar todo este complejo biológicamente inédito. En cuanto a este último proceso, la reducción de las estructuras bucales combinado con el desarrollo del neocórtex, terminó en un proceso absolutamente nuevo: el lenguaje humano. Aclaramos lo de «humano» porque es cierto que entre los animales la comunicación por medio de sonidos no es una novedad, pero sí lo era la articulación entre los sonidos emitidos y la autoconciencia. Es allí donde nacieron las palabras.

Ningún animal tiene conciencia de sí mismo con excepción del Hombre, de modo que los «lenguajes» entre los animales no transmiten entidades digitales sino siempre analógicas: no usan palabras, aunque puedan repetirlas y hasta responder puntualmente a una palabra, como un perro amaestrado que se sienta cuando se le ordena. Pero en estos casos, y tal como explica la Cibernética (siempre por la vía negativa), lo más interesante no es que el perro obedezca a una orden, sino que deje de hacer infinidad de otras cosas para sólo hacer una: sentarse.

No obstante, sabemos que el perro no obedece a señales digitales: en los animales todo es analógico, continuo, indiferenciado, sin posibilidad alguna de procesar unidades discretas... esto es: no entiende ni una palabra de nuestras palabras. Las entidades digitales de nuestra comunicación se disuelven en su sistema nervioso y se funden en una amalgama continua... y de haber alguna respuesta discreta a la discreción de nuestro lenguaje, es sólo porque hemos logrado que en su continuidad se desarrolle un patrón de conducta que nosotros identificamos en nuestra descripción y que lo vemos parecido a nuestra propia comprensión de la digitalidad de una palabra... pero es sólo nuestra apreciación: por una serie de conductas que el animal tratará de evitar, conseguimos que ante determinado sonido haga determinada cosa, pero eso no quiere decir que el perro haya entendido que sentarse es lo que tiene hacer cuando se le ordena. Podemos acercarnos afectuosamente a un perro y éste se acercará mansamente, aunque le estemos diciendo: «cuando te agarre te estrangulo»; él sólo responde a las señales analógicas (sonrisa, tono de voz, manos extendidas, etc.) … pero esta sensibilidad a lo analógico puede ayudarlo si percibe algún peligro en alguna de las múltiples señales analógicas que emitimos y no controlamos, como por ejemplo si nuestra intención fuera, final y realmente, querer estrangularlo. Y es aquí donde queremos detenernos: en nuestra relativa incapacidad de observar nuestras señales analógicas que son múltiples... incapacidad nacida por cuestiones culturales, se ha tendido en las relaciones interpersonales -y desde hace tiempo- a privilegiar la palabra por, sobre todo. Vemos a una persona con todo el aspecto de estar triste y le preguntamos cómo se encuentra y nos responde «...estoy bien...». Alguien que también lo vio nos comenta sobre su aspecto triste y nos lo comenta. Nosotros tendemos a responder de inmediato: «...sí, se lo ve mal... pero dice que se siente bien...». Suponiendo que la persona en cuestión estuviera realmente triste, lo que hizo con nosotros fue, en definitiva, escudarse tras la palabra.

Resulta evidente que un lenguaje que se pueda hablar tiene su núcleo de formación en la autoconciencia, y ese núcleo es un apalabra -muy corta en la mayoría de los lenguajes, especialmente en los occidentales- y es algo así como un nudo de significado... un pequeño coágulo del silencio: la palabra ‘yo’. Es una especie de «palabra punto» como es la función de la letra décima del alfabeto hebreo: la yod, que siendo un punto estilizado sirve para construir el resto de las letras y con ellas, las palabras... y las palabras, al «hacer» la realidad, se vuelven ellas mismas la realidad. La digitalización del lenguaje en términos de palabras, al llenarse de límites, de terminaciones, limita nuestro decir.

Cuando el Hombre era algo íntegro e integrado al mundo que habitaba y cuando sentía que el mundo mismo lo habitaba a él, el pensamiento era una expresión de su alma y no una abstracción utilitaria. Desde la invocación a un Dios hasta su más humilde plegaria, su ser entero era una filosofía, una primigenia indagación del Cosmos con una respuesta que nunca lo dejaría afuera... una respuesta que siempre lo incluiría... una respuesta que era pura y trágica poesía en su vida. Tuvimos un mundo donde todo era pensamiento y sentimiento de Dios... lo era la nube errática; lo era la voz del trueno; lo era el pez ignorado que nadaba en lo más hondo del Océano... Océano del cual sólo conocemos uno de sus labios... Todo podía ser y era poesía. Pero perdiendo esa poesía, la prosa fue ganando espacio en el corazón de los Hombres. Nos fuimos volviendo prosaicos, ordinarios, vulgares. Nietzsche lo vio: ya Dios no vivía en el corazón de los Hombres. Lo Absoluto había muerto. Y el primer paso había sido la proscripción de aquellas Furias Nocturnas que nos habitan. Y con esa proscripción comenzó nuestra catástrofe espiritual. El derrumbe de lo humano cuando se nos separó de la libertad del Cosmos... derrota que dejara las heridas del Mundo actual. Debemos entender, para curarnos, que la vida desborda lo lógico, lo racional, lo objetivo... que la vida está indisolublemente ligada a lo irracional y a lo mítico. El Océano de lo Absoluto apenas si tiene para nosotros una fina franja de arena en uno de sus labios y en la cual nos detenemos, temerosos y henchidos de una intrigante nostalgia por algo que no recordamos.

Escribí:

En el otro labio de la palabra.

Y en el otro labio de la palabra
soñé el basto perfume del romero,
la anaranjada profecía del sol
y la inquieta simpleza del agua.

Y nunca desperté... y me hice poeta
para que vaya a ti mi voz
hecha de tu nombre
para que se enramen nuestras manos,
como jugando a vivir y a morir
bajo la fresca y perpleja sombra del fresno.

Y amanece o anochece... es lo mismo
para la blanca rosa que sueño:
de pétalos sus sombras blancas
de perfumes, su blanco calor de enero.

¡Tanto te amaré
que me trocaré en camino
para que por él vuelvan
todos los ocasos al recordarte..!
…en oleajes de silencio
y de tristezas derramadas...

A mí también me tentó el viento frío del abismo
cuando me supo a sal el otro labio de la palabra...

El Océano de lo existente

La escritura primitiva se basaba en signos evocantes de ideas: ideogramas... equivalentes a nuestros números, donde un 3 es tres en cualquier idioma, significando siempre lo mismo. En el Extremo Oriente, los ideogramas se adaptaron de una serie de caracteres intervinculados por separado a algún elemento específico del pensamiento. Esto permitió que asiáticos instruidos comprendieran los signos devenidos en símbolos, lo que de otra forma no podrían entender por desconocer el idioma. Esta forma de escritura no es práctica para la vida corriente, pero sí es valiosa para el pensamiento que busca abstraerse de la palabra. Pensamiento que no sigue las leyes de la lógica y la razón. Pensamiento que no es ni pre ni post lingüístico sino que sigue un cauce diferente al lineal del cerebro: un pensamiento reticular. Si sigo el camino de la razón, tengo que reconocer que toda racionalidad encierra una voluntad de poder. Todo manejo racional implica un proyecto de control. Toda razón cree, en el sentido mágico de Heidegger o Hitler y tantos otros, que con su operar implacable está obligando a la realidad a rebelarse para revelarse tal como es. Esa es la contradicción fundamental de la racionalidad humana: la mezcla irresoluble del pensamiento racional con la voluntad mágica... obteniendo como resultado violencia y superstición.

Cuando el Hombre habla, lo hace en esencia para no pensar. Cuando piensa y habla, lo hace para no sentir y cuando siente y habla... pues ya no dice nada: está haciendo poesía. En nuestro trabajo La vastedad del silencio se dice «El Océano de lo Existente apenas si nos escucha: él solo estará atento a nuestro decir de silencios porque el silencio del hombre —el de nuestras palabras cuando son poesía— es lo que en verdad se impone en el orden ínsito de lo total».

Cuando el Hombre siente y habla, sus palabras en la poesía generada, ya dejan de ser palabras, y las palabras dejan de ser una traba para la expresión. No le negamos valor o importancia a la palabra. De hecho, ya vimos al comienzo que la evolución biológica del Hombre conduce desde la bipedestación hasta el lenguaje y la palabra, y en estos pilares está su culminación biológica. Pero la razón no deja de ser una herramienta también biológica, y lo que el amor y la poesía nos descubren, es la trascendencia por sobre lo biológico que es lo humano. Y esa trascendencia está en la palabra muda: la que no puede traicionar lo que, por no tener mejor palabra, podría llamarse «espiritualidad».

¿Qué es, en este contexto, lo espiritual de la palabra? Se sabe del fenómeno conocido como saciedad semántica: repetir una palabra rápidamente muchas veces consigue vaciarla de significado. Se crea un patrón neuronal a través del cual la repetición va dejando a la palabra sin valor semántico: le va demoliendo el significado hasta que queda lo que, en definitiva es la palabra: un esqueleto de sonido. Podríamos ver en este fenómeno la manifestación de la nada que se esconde tras la palabra. Decir «mesa» y asociarlas a las mesas que uno imagina o conoce es un ejercicio que llama a engaño. Escribía Faulkner en El sonido y la furia: «Todos hablaban a la vez, insistentes y contradictorias sus voces, convirtiendo lo irreal en posible, luego en probable, después en hecho incontrovertible, como hace la gente al transformar sus deseos en palabras».

La palabra es el deseo hecho palabra, es el deseo escondido en la palabra. Ni es «la cosa en sí» kantiana ni la expresión de un ideal platónico. Antes bien, la palabra encubre ideas y define una estrategia intencional para encauzarlas. Como dijimos, toda racionalidad encierra una voluntad de poder. Todo manejo racional implica un proyecto de control. La palabra con significado es un resultado sin sentido por supersticioso: asociar la palabra «mesa» a las mesas es una superstición: algo que «súper está», algo que sobrevive más allá del momento de la percepción: no alcanzamos la «saciedad semántica». No atendemos al silencio que se esconde tras el sonido de la palabra: «...se lo ve mal... pero dice que está bien...».

El espíritu de la palabra es su silencio y, en cierto sentido, es nuestra propia espiritualidad: la espiritualidad que no puede ser dicha porque no nos la decimos y que, por eso, no nos hace dichosos. Cuando accedemos al silencio de la palabra, cuando vamos más allá de la palabra en su relación con el pensar y no nos queda nada entre los dedos de la mente, es cuando el espíritu del Hombre puede empezar a moverse en libertad: sin las barreras audibles o legibles de las palabras, el Hombre crea... como si fuera un dios. Los significados ocultos emergen de nosotros, de nuestra cantera espiritual, sin chocar con las lápidas de las palabras que descansan hastiadas de significación... pero ante las que nos detenemos para leer sus interminables e intercambiables epitafios (nada ni nadie me impide que llame «silla» a una «mesa»).

El mundo de la palabra que no es muda, es un mundo lítico, seco, muerto. Es sonido paralizando al espíritu. Pero cuando se siente, cuando la intuición trabaja desde el silencio de la palabra, el espíritu queda liberado de significados, y la palabra que se escucha o se escribe deja de ser palabra alienante de lo esencial y enmudece, santificándose. A primera vista pareciera tratarse de un escrito acerca de la Locura, pero siendo ésta «la sierva atolondrada de la Sabiduría» entenderemos la «loca» sinrazón de las metáforas artísticas; de los silencios aleccionadores budistas o los éxtasis esotéricos y místicos de Occidente... todos estos, elementos fundacionales de lo poético. La poesía, hecha de palabras mudas, cobra la altura necesaria para redescubrir al Rebis primordial y andrógino del que escribiera y miniara el Pseudo Aquino como el primerísimo humano previo a Adán. Llega a la altura del Uróboro (la serpiente que se muerde la cola) cuyo lema es -en griego-: En To Pan: Uno Es Todo. Llegará a coincidir con Aristóteles: «Los sonidos vocales son símbolos de las afecciones del alma...». Nos moveremos, en fin, donde el espíritu puede deslizarse en libertad, sin prejuicios, liberado del tiempo, del espacio y la razón... y lo hará junto al sonido mudo de aquella metáfora cristiana del Verbo que ordena a la materia desordenada... como en todos los génesis humanos. Nos moveremos en el seno de nuestro propio misterio y nos confesaremos el más oscuro de nuestros secretos.

En el principio fue el pie... y ascendimos con la silenciosa e implacable evolución del Alto Pensamiento para quien la palabra estrella no es una palabra, sino una estrella. Un Alto Pensamiento que dice mundos y galaxias, y gentes y amores. Un Pensamiento de palabras mudas que lo predica todo sin obstaculizar el libre fluir del espíritu. Un Alto Pensamiento que nos abrirá, para la salvación de todo lo humano y de par en par, los dos labios de esa herida de existencia que es el infinito Océano de la Palabra.