No podía negar, por más que trataba de eludir el asunto, que durante los últimos seis meses, algo me mortificaba hasta el punto de sacarme de la licenciosa existencia en que había vivido desde mi llegada a casa de tía Berta. Supongo que un poco de obsesión habría en ello, teniendo en cuenta que hasta la sombra del ciprés del jardín me parecía sospechosa. Surgía en todas partes, pero sin mostrar jamás su naturaleza, un aroma desconocido, algo que se movía a mis espaldas; no necesito decir que me sentía observado. Siempre lo hallaba despierto, acusándome con impertinencia, lo mismo debajo del tapete que en la alacena de la cocina o sobre el espejo de la sala. Allí estaba, sin cansancio ni sueño, royendo con su risilla cada gazne de mi yo interior. Hoy no es distinto a los otros días, pensé cierta mañana, cuando llegaron los recuerdos que me acompañaban cotidianamente; todo era desorden, desorden y más de lo mismo por toda la habitación. Podría decir que se trataba del caos al que se regresa de tanto en tanto para retomar un nuevo orden, un reflujo de la entropía del universo. Pero el aspecto de las cosas era demasiado contingencial. Miré la hoja interna de la puerta. Lucía barnices descarapelados y almanaques que me resultaban inútiles. Sí, todo era lo mismo y sin embargo deseaba encarecidamente algo nuevo, que me desahogara de aquella lluvia de reproches y culpabilidades, y aunque al principio parezca un capricho o nuevo barniz sobre madera podrida, decidí que me pondría mi traje azul, que dicho sea de paso, desde que lo compré no había salido del ropero. Lo llevaría por la calle, paseándolo, asoleándole las polillas que con seguridad tendría.

Abrí la ventana y noté que había llovido, aún más, copiosamente, pero aunque no tuviera una mañana soleada pasearía de todos modos. Así pues, tomé mi paraguas, previniendo sorpresas, y la gabardina que no uso desde la última lluvia que vieron mis ojos. Y entonces la mortificación me punzó de nuevo, justo en las costillas. Palpé la gabardina en su cara exterior, lentamente, con mis dedos avanzando sobre cada fibra hasta sentir la forma de la botella. La mortificación galopaba ferozmente en mi cabeza, no podía evitarlo aunque me temblaran las manos. Todo el cuarto se congeló con un hielo amargo, profundamente turbio y pesado. De repente mi propia habitación me infundía repugnancia, casi asco. Los periódicos en el suelo, las botellas vacías y un penetrante olor a sudores añejos. Sí, para qué disimular, si me daba asco: la ropa que comenzaba a llenarse de hongos de tanto estar sucia y húmeda, telarañas en las paredes y largas costras de polvo. Todo igual desde que recuerdo. Pero el timbre sonó inesperadamente quebrando culpas y dolores. Alguien lo tocaba una, dos veces y la tía Berta no bajaba a abrir, por lo que decidí ir yo mismo. Abrí la puerta de mi alcoba tan solo para que entrara una delgada tira de luz. El pasillo estaba solo, sin siquiera polvo. Luego alguien empezó a bajar las escaleras -si es la tía Berta me llevo la botella- me dije y de inmediato vi aparecer los zapatos y pantalones del inquilino que llegó la noche anterior. ¡Qué mala suerte! No, no, una oportunidad más. Si no es la tía Berta la que toca el timbre no me llevo la botella -¡qué digo! Bueno, lo dicho, dicho está.

El inquilino abrió la puerta.

-Buenos días, caballero. Se ve que usted es sin duda alguien a quien le preocupa conocer la realidad más allá de lo que los simples legos son capaces…

-La realidad…

-Precisamente, la FMPC, o mejor conocida por sus siglas en inglés como la WCPF…

-Jamás he oído hablar de ustedes…

-Le creo, le creo, y eso se debe a que funcionamos con diferentes sucursales y fundaciones asociadas…

-Si, muy interesante…

-Justamente aquí, y esto no es en verdad una oferta, no trabajamos como usted quizá ha empezado a imaginar…

-No me interesa…

-…el compendio bilingüe de la FMPC…

-Lo siento, no se encuentra la señora de la casa.

-Aquí tiene mi tarjeta, llámeme cuando guste, sin ningún compromiso, nuestra compañía estará encantada de servirle. ¡Buenos días!

-Buenos días.

-Magnífico -concluí- me llevo la botella.

El día estaba más húmedo de lo que creía. El ciprés del jardín lucía como pollo mojado y así todo a mi alrededor. Me aseguré pues -instintivamente- de llevar la botella, aquella maldición de vidrio que me recordaba todas las debilidades humanas y que ahora corporizaba la esencia misma de las propias, cada vez más corrosivas e insoportables.

Caminé como media mañana hasta casi el medio día sin hacer nada, ni siquiera se me ocurrió fijarme en el paisaje, que a decir verdad aún ahora no reconocería. Fue a eso de las doce que sentí hambre y entré por fin a una dudosa cafetería. Su atmósfera me resultó inmediatamente desagradable, rancia. Ingerí la comida con dificultad, más bien por el hambre y el alto precio que pagué por ella. Uno en ocasiones pierde la noción de las cosas, a mi me ocurre con frecuencia, pero juraría que fue en aquel café donde vi por primera vez a ese hombrecillo como de metro cincuenta, casi calvo, coronado escasamente por rizos canosos y de gordos lentes verdes. Estaba sólo a dos mesas de la mía, probablemente con una taza de café tan malo como el que yo tomaba, anacrónico, con un sombrero de fieltro y un chaleco de cuero. Por más que lo he pensado, todavía no me explico cómo no me marché de aquel lugar, llegando incluso a comer en él. Uno hace cosas que luego no entiende, yo por lo menos sí, mi vida está llena de ellas. Entonces en mis oídos se hacían tan familiares y anhelados los pasos de la tía Berta bajando la escalera y el aroma a cera en el piso y los muebles. Pero, ¿por qué recordaba esto de manera tan particular? Quizá era mi traje azul, que ya veía más claro, como si su azul grisáceo se hubiera tornado de pronto en azul rey. Era verdaderamente extraño.

No sé que ocurrió entre el mediodía y las siete de la noche, no detalladamente, solo recordaba fragmentos, imágenes desordenadas y veloces en mi cabeza, y por alguna circunstancia veía en cada sitio al hombrecillo del chaleco, pero solo de lejos, vigilante y silencioso. Un profundo desasosiego me sobrecogía cada vez que intentaba hablar con él. Luego llegué a aquella fiesta, vestido con un traje distinto, camisa de seda y unos zapatos que no recuerdo haber comprado. Había gente en todas partes hablando en diversas lenguas que comprendía perfectamente, y entonces, inusitadamente, una mujer se me acercó desde uno de los salones, mirándome sorprendida, casi fuera de sí:

-¿Rodrigo Verdín? El escritor, quiero decir…

-A sus órdenes- dije, sintiendo una flojera en mis zapatos.

-Alejandra, querida, ven acá, mira a quien me he encontrado- le gritó ella a una mujer que se aproximaba a empellones.

Se oyeron más voces en la sala y otras desde fuera, cerca de la piscina y las proximidades del bar. No supe cómo, pero cuando me di cuenta, firmaba libros, invitaciones, monografías y memorias con aquel nombre que sentía tan ajeno, sin el menor síntoma de culpa. Y de esa mujer que me miraba desde la piscina, ahora sólo recuerdo la suavidad de sus manos, el aroma de su cabello, sus labios; pero ignoro qué pasó realmente entre nosotros, aunque todavía sienta su frescura recorriendo mi espalda hasta los talones, subiéndome luego por el abdomen, en donde esparciendo su calidez femenina, adormecía la mortificación, que hasta entonces no había dejado de acosarme... La botella seguía allí en la bolsa derecha, apretada entre mis dedos, resbaladiza y al mismo tiempo luchando por aferrarse a mi piel, a mis deseos infectos. Pero en eso vi nuevamente al hombrecillo del chaleco moviéndose entre la gente con su sempiterna anacronía, ahora sin lentes: su mirada desnuda sobre la pulcritud de mi traje.

Cerca de la medianoche el paisaje había cambiado totalmente. Me hallaba a cielo descubierto, indudablemente perdido en algún lugar fuera de la ciudad. Un dolor punzante entre las costillas detuvo mi pensamiento. Saqué la botella y miré, bajo la espesa luz del alumbrado, su etiqueta intacta de papel dorado y blanco. Se diría que era ella la que asía ferozmente mi mano. Luego sentí el aroma de la armonía que llegaba frágilmente a mis narices; el aroma de la paz interior. Sentí que mi cabeza se deformaba de dolor hasta que divisé a lo lejos una silueta que avanzaba, toda embutida de negro, larga casi como su sombra. Si mide más que yo abro la botella y la bebo de una vez. La silueta siguió acercándose, siempre tan alta como su sombra parecía ser de larga. No, no puedo perder, parece más alta que yo- dije entonces. Ya su sombra rozaba los bordes de la mía. Sí, sí, ya sé -seguí diciéndome- si se trata de una mujer me bebo la botella.

Y entonces vi que aquello, que tan lentamente avanzaba hacia mí, era una mole que parecía surgir como una sola pieza desde el asfalto de la calle.

-Rodrigo -me dijo- ¿no me recuerdas?

-¿Quién eres?

-No vine a darte respuestas, Rodrigo. Es demasiado tarde.

¿Demasiado tarde, de qué hablas? ¿Qué quieres?

La mole avanzó medio metro más. Ahora podía escuchar un ruido abominable de escombros arrastrándose. Vaciló un instante y luego extendió su mano.

-Dame tu mano- dijo.

Sin ser ya más dueño de mi mismo tomé su mano. Luego vi de nuevo al hombrecillo del chaleco, en medio de un parpadeo, no lo sé, lo cierto es que sentía cómo las fuerzas me abandonaban, cómo todo mi cuerpo caía ineluctablemente hacia la nada. Luego sentí que me tomaban del cabello y me acariciaban la cara. Al abrir los ojos vi un grupo de cuerpos apilados a mi alrededor, pestilentes, en medio de escombros y basura. No sentí mis extremidades, al principio, hasta que mi vista se aclaro más y pude ver a mi tía Berta a unos pasos frente a mí.

-Vamos a casa- dijo.

Adolorido, me levanté de entre el grupo de cuerpos y me llevé las manos a los ojos, cómo si quisiera llorar. Vi que habían sangrado. Una costra de sangre y mugre cubría las heridas. La botella azul estaba hecha añicos en el suelo. Entonces la tía Berta se acercó más, hasta que pude percibir el aroma de su perfume, una esencia de flores silvestres. Sabía que yo no opondría resistencia, que estaba dócil como aquel niño que llevó de la mano a su primer día de clases, y que entonces como ahora, compartían el llanto.

Nota

Este relato forma parte del libro Cerrando el circulo de Manuel Marín Oconitrillo.