El volcán, a punto de tronar, vertió su magma en la fértil tierra. Los movimientos convulsos no se detuvieron, pues el padre de padres no se recreaba todos los días.

Descalzo, avanzaba lentamente por el desierto. El hijo de Huari lo había prometido todo, y todo había incumplido. Su madre se lo había comunicado antes de nacer, desde su lecho virginal. Nacería imberbe en el seno de una montaña, la más grande de los Andes. Su madre lo tuvo en su vientre solamente un par de meses; luego lo expulsó como a un dolor de estómago. Derretido en el suelo fértil de la gran montaña, lo vieron nacer con sorpresa los otros hijos. Estaban sorprendidos por su figura, color panela, pero como la panela que se empieza a cocinar, lentamente comenzó a tomar forma: cabello negro, brazos, piernas y torso cortos. En extremo delgado, parecía que no llegaría a criarse; sin embargo, ni bien pudo moverse, comenzó a engullir todo lo que rodeaba: cucarachas, saltamontes, hormigas, hierba mala, maleza...

Así, arrasando con todo a su paso, creció el hijo de Huari: fuerte, apetente, indómito. Paso a paso, viajó del Aconcagua a Atacama sin dejar rastro, merendándose cuanto le cabía en la boca: lagartijas, cactus, escorpiones, serpientes... hasta la arena parecía postre en su boca, que, de ser roja y voluptuosa, pasaba a ser una jeta de tapir: estirada, enorme. Como su padre, el Aconcagua, lo había dotado de naturaleza, él aprovechaba su linaje para hacer de su entorno su sirviente. Arbustos y ramas se rendían ante su figura y permitían prestas que el hijo de Huari, con su jeta de tapir, los engullera como su padre a las nubes.

De su madre, era Ñamca, heredó la fortuna: la fortuna de saber que todo le era permitido. Entonces se topó con el primer pueblo, en el que pidió dinero a cambio de dejar ver su encanto. Mostraba cómo se hacía tapir, pero los habitantes del pueblo desconocido no pagaron por ese espectáculo, y eso los hizo merienda del hijo de Huari. Se los comió a todos. Cuando se encontraba a uno cruzando desprevenido, de tanto en tanto se le acercaba dulcemente, ya fuera con curvas femeninas o con varonil firmeza, y, ya ni bien cerca, abría su jeta y, de un mordisco, se mandaba medio cuerpo. Muchos pueblos pasaron por sus fauces.

Como no quedaba nadie que contara lo ocurrido, no fue posible entender, comentar o discutir lo que pasaba; es decir, como hacia el norte los pueblos se iban quedando sin gente, los rumores no se esparcían. A pesar de alimentarse con sus carnes y triturar los huesos en sus fauces, de vez en cuando eructaba unas diminutas luces, más bien iluminadas. Lucecitas tenues, ágiles, bien etéreas, que sollozaban y dejaban un lastimero recuerdo: un nombre que se ubicaba detrás de la nariz del hijo de Huari, un susurro que no lo dejaba dormir.

Las luces de la gente que engullía el hijo de Huari comenzaron a iluminar los pueblos vecinos. Así, los habitantes entendieron que algo estaba pasando y comenzaron a ofrendar a los dioses para que las luces volvieran al lugar de donde habían venido. Pero las luces siguieron llegando, y los pueblos parecían de día incluso en la noche. Un buen día, o mejor, una buena noche iluminada, llegó el hijo de Huari a Hultapamanco. Se sorprendió al verla iluminada y no entendió el porqué de esa odiosa luminosidad. Hultapamanco rebosaba de luz.

Las personas morían de fatiga al no poder descansar. Madre Guare les pidió a las mujeres que prepararan tanta comida como fuera posible. Así comenzaron a cocer deliciosos ollucos que combinaron con tapir. Cocinaron todo lo que tuvieron al alcance, y cuanto tapir encontraban lo preparaban. Los hombres comieron y comieron, tanto que se quedaron dormidos luego de ver que las mujeres retozaban de satisfacción. Los que estaban aún despiertos seguían preparando en la gran hoguera que ardía de luz en el centro del pueblo. De repente, un hombre de pelo negro y tez color panela llegó y comenzó a comer.

Los pocos que quedaban despiertos no creían que existiera un ser que pudiera ingerir tanto, y sintieron miedo. Pensaban que, tan pronto terminara el olluco y el tapir servido, seguiría con ellos. Pero el hijo de Huari, de tanto comer, no pudo cambiar su jeta de tapir, y los lugareños, sin más ni más, lo cocinaron. La última, despierte, la madre Guare se tragó lo último. Una vez dormidos, poco a poco la luz comenzó a amainar. Las luces viajaron, dejando esa lastimera letanía de nombres susurrados sin cesar, susurros que dejaban una sombra marcada en el suelo. Así se supo de dónde venían y dónde volvieron. Las luces ahora le reclaman en el crepúsculo al padre Aconcagua, a quien iluminan temprano para no dejarlo dormir. Le reclaman por haber creado a su hijo, al hijo de Huari.