Acerca de estas historias

La gratitud es un puente entre generaciones, un hilo invisible que nos conecta con la sabiduría acumulada, un ritual de reciprocidad para honrar nuestras raíces, mirar más allá de lo aparente y reconocer el valor de aquello que nos sana y nos une.

Hay espacios capaces de sostenernos –un gesto, un consejo, una respiración a tiempo…–, de invitarnos a hacer una pausa para recordar que la vida se nutre de calma, de memoria y de aquellos lazos que elegimos preservar.

Hace casi una década, una editora me hizo notar un detalle que no había percibido antes: el diálogo intergeneracional es uno de los temas recurrentes en las historias que escribo. Tal vez porque tengo la fortuna de ser testigo de ese inspirador intercambio en los talleres de orientación vocacional –para adolescentes y adultos en etapa de jubilación– que coordino desde el año 2000. Hoy comparto dos de esos cuentos –La silla de respirar y Un brindis por la gratitud– como una forma de evocar dos actos esenciales para vivir: agradecer y respirar.

La silla de respirar

Nadie se sentaba en la silla de don Hugo, no porque fuera suya -nunca había sido, para nada, egoísta- sino por desconfianza.

Era una vieja silla de las más comunes, con cuatro patas delgadas y un frágil respaldo acolchado, de color indescifrable, pero, por el modo de crujir, parecía una de aquellas mecedoras en las que tejían las ancianas centenarias de su pueblo. A lo mejor, su asombrosa sabiduría provenía de allí.

A cierta edad uno empieza a hablar más lento para que la verdad llegue luego del juicio ¡Ya vas a ver! –murmuraba don Hugo, con picardía- y celebraba su lucidez dando tres palmaditas en el borde del asiento.

Entonces, como quien ofrece una mirada de aprobación, aplaude o simplemente asiente con la cabeza, la silla le devolvía tres crujidos.

No te olvides de respirar cuando estés por mandar todo al diablo –me aconsejó un día, relajando su espalda contra aquel tapizado descolorido. –Te aclara las ideas y te desata esos nudos que no se pueden deshacer con los dedos. ¡Ya vas a ver!

Yo tenía apenas ocho años, así que no entendí.

Cuarenta años después, atrapada en una maraña irresoluble que incluía, entre otras cosas, un diagnóstico ajeno feroz e inesperado, una deuda absurda, un impredecible cambio laboral, una desilusión y una pandemia inverosímil… me acordé de don Hugo. Y respiré…

Pensé: ¿Qué consejo me habría dado?

Él ya no estaba, su silla sí. Sobrevivía en un rincón del almacén, detrás del mostrador que ahora mantenían con vida sus dos hijas, repartiendo mercadería a domicilio.

Se sorprendieron cuando les rogué que me dejaran pasar y sentarme un momento. Sin embargo, terminaron por aceptar. Por supuesto llevé barbijo y me mantuve a distancia, como advertían los médicos, los periodistas y los carteles desperdigados por todas partes.

Me senté. Y como quien deshoja margaritas, fui dejando caer, uno a uno, mis miedos, mis enojos, mis dudas y mis lágrimas.

La silla me iba entregando dos, tres crujidos (o ninguno), y yo –mientras trataba de entender su código secreto– me escuchaba pronunciar lo que dolía. Y respiraba.

Cuando me fui, aliviada y con un puñado de respuestas para ensayar más tarde, el frío de junio había empañado los cristales. Me llamó la atención una palabra escrita en la vidriera. Me acerqué y, un poco incrédula, leí en voz alta: “¿¡Viste!?”.

Un brindis por la gratitud

La cena de Navidad prometía ser breve, pero ahora que los primeros platos se están vaciando, ha comenzado a tejerse un diálogo interesantísimo capaz de eternizar los últimos puñados de nueces, confituras y turrones. De modo que no me molestaría si esta inesperada sobremesa familiar, a la que mi abuela ha sumado a dos o tres vecinos solitarios, se prolongara, incluso, hasta la hora del desayuno.

Como buena anfitriona, a medida que los nuevos comensales se acomodan en sus sillas, ella va colgando sus abrigos en las ramas añejas del árbol que luce erguido en el centro de la sala. No se parece en absoluto al pino navideño que todo el mundo adorna el 8 de diciembre. Es, en cambio, un generoso sauco al que hemos recurrido desde siempre para curar la tos, combatir el insomnio y aliviar las migrañas o el dolor de garganta con el té de sus hojas.

Aquel arbusto, en el que mi madre y cada uno de mis tíos se han amparado durante su infancia, hoy se encapricha en extender sus raíces orgullosas más allá de los límites lógicos o ilógicos del comedor, elevando los pisos de las habitaciones.

Esta noche sus ramilletes de flores casi rozan los platos. Quizá por eso, importunado por el ir y venir de las mariposas al ras de las copas ya servidas, uno de los invitados se dirige a la abuela y dispara, con fastidio, su pregunta:

¿Cuándo vas a quitarlo de aquí dentro?

¡Nunca! –la oigo responder, mientras el aire le dibuja un silencio perfecto para que hilvane allí su auténtico deseo, su esperanza.

Pues en otras navidades –continúa– cuando yo ya no esté, él habrá de recordarles cómo brindar el mejor refugio a quien alguna vez supo ayudarnos

Epílogo

A veces no le damos importancia al aire hasta que la angustia nos impide respirar. Algo parecido sucede con las raíces y los abrazos frente a los múltiples modos de desarraigo.

Tal vez lo que nos salve sea estar tan atentos al suelo como al vuelo… para aprender a reconocer y agradecer aquello que, desde siempre, nos sostiene.